– Es una zona terrible para rastrear -dijo Branson-. Es muy boscosa; cien personas podrían tardar días en peinarla.
– Hay que intentar reducirla -respondió Grace. Cogió un rotulador de la mesa de Bella y dibujó un círculo azul en el mapa, luego se volvió hacia el detective Nicholl-. Nick, necesitamos una lista de todos los pubs comprendidos en este círculo. Hay que comenzar por aquí. -Se volvió hacia Branson-. ¿Tienes fotografías de los chavales que iban en la furgoneta?
– Sí.
– Buen chico. ¿Dos fajos?
– Tengo docenas de fajos.
– Nos dividiremos en dos grupos. El sargento Branson y yo nos encargaremos de una mitad de los pubs, vosotros dos, de la otra. Veré si podemos hacer que el helicóptero cubra la zona; aunque es muy boscosa, tienen más opciones de ver algo desde el aire.
Una hora después, Glenn Branson detuvo su coche en el patio delantero desierto de un pub llamado King's Head, en Ringmer Road, justo en el perímetro del círculo. Se bajaron del coche y se dirigieron hacia la puerta. Encima, había un cartel que decía: «John y Margaret Hobbs, dueños».
Dentro, el bar estaba vacío, igual que la zona triste del restaurante que había a la izquierda. El lugar olía a cera para muebles y a cerveza rancia. Las luces de una máquina tragaperras parpadeaban en una esquina del fondo, cerca de la diana.
– ¿Hola? -llamó Branson-. ¿Hola?
Grace se inclinó sobre la barra y vio una trampilla abierta. Levantó la puerta horizontal, pasó detrás, se arrodilló y gritó hacia el sótano, iluminado por una bombilla débil.
– ¿Hola? ¿Hay alguien ahí?
Le respondió una voz áspera.
– Ahora subo.
Oyó un estruendo, luego apareció un barril de cerveza gris, con la palabra «Harvey's» estampada en el lateral. Lo sujetaban un par de manos enormes y mugrientas y tras él surgió la cabeza de un hombre fornido de rostro rubicundo que llevaba camisa blanca y vaqueros y sudaba a mares. Tenía el cuerpo y la nariz rota propia de un ex boxeador.
– ¿Sí, caballeros?
Branson le mostró su placa.
– Somos el sargento Branson y el comisario Grace, de la policía de Sussex. Buscamos al dueño. ¿Es usted el señor Hobbs?
– Lo han encontrado -dijo casi sin aliento mientras subía.
El hombre se irguió y los miró con cautela. Apestaba.
– Nos preguntábamos si le importaría echar un vistazo a estas fotografías para ver si reconoce alguna de estas caras. Puede que vinieran aquí el martes pasado por la noche.
Branson dejó las fotografías sobre la barra. John Hobbs examinó cada una de las fotografías. Luego, negó con la cabeza.
– No, no les he visto nunca.
– ¿Trabajó aquí la noche del martes? -le preguntó Grace.
– Estoy aquí todas las putas noches -dijo-. Los siete días de la semana. Gracias a sus malditos compañeros.
– ¿Nuestros compañeros?-dijo Grace.
– De Tráfico. No es fácil ganarse la vida con un pub rural cuando sus compinches de Tráfico merodean por aquí a escondidas, para hacer controles de alcoholemia a todos mis clientes.
– ¿Está totalmente seguro de que no los reconoce? -le preguntó Grace obviando el comentario.
– En una noche entre semana, vienen diez personas. Una mina de oro, vaya. Si hubieran venido, los habría visto. No los reconozco. ¿Alguna razón por la que debiera?
Momentos así eran los que hacían que Roy Grace se enfadara muchísimo con Tráfico. Para la mayoría de las personas, que las detuvieran por exceso de velocidad, o para someterlas a un test de alcoholemia, era el único contacto que tenían en su vida con la policía. En consecuencia, en lugar de ver a los policías como gente amiga y guardianes de la paz, los consideraban el enemigo.
– ¿Ve usted la televisión? ¿Lee los periódicos locales? -le preguntó Grace.
– No -contestó-. Estoy demasiado ocupado. ¿Es un delito?
– Cuatro de estos chicos han muerto -dijo Glenn Branson, irritado por la actitud del hombre-. Se mataron en un accidente de tráfico el martes por la noche.
– ¿Y entran aquí como si fueran un par de matones, buscando al pobre dueño de un pub para echarle la culpa por servirles alcohol?
– Yo no he dicho eso -contestó Grace-. No es eso. Estoy buscando a este chaval que iba con ellos. -Señaló la fotografía de Michael.
El dueño del pub negó con la cabeza.
– Aquí no estuvo -dijo.
– ¿Tiene cámaras de circuito cerrado? -preguntó Branson mirando a las paredes.
– Será una broma. ¿Cree que tengo dinero para comprar lujosos aparatitos de seguridad? ¿Sabe qué cámaras utilizo yo? -Se señaló los ojos-. Éstas. Vienen gratis cuando naces. Ahora, si me disculpan, tengo que cambiar un barril.
Ninguno de los dos se molestó en responder.
Michael tembló. Algo se arrastraba por su pelo. Avanzaba con constancia y determinación hacia la frente. Parecía una araña.
Presa del pánico, tiró la hebilla del cinturón, subió las manos y se agitó furiosamente el pelo; tenía los dedos en carne viva y sangrando de tanto rascar la tapa.
Entonces, lo notó en la cara, cruzándole la mejilla, la boca, la barbilla.
– Dios, ¡quita, asquerosa!
Se abofeteó la cara con las dos manos, luego tocó algo pequeño y pegajoso. Estaba muerto, fuera lo que fuera. Se limpió los restos en la gruesa barba de tres días, que le picaba.
La mayoría de los bichos no le daban asco, pero con las arañas no podía. Cuando era pequeño, había leído un artículo en el periódico local sobre un verdulero al que le había picado una tarántula que estaba escondida en un manojo de plátanos y que estuvo a punto de morir.
La luz de la linterna era ahora muy débil; daba un resplandor ámbar al interior del ataúd. Tenía que sujetarse la cabeza para evitar que el agua le tocara las mejillas y le entrara en los ojos y la boca. Hacía un rato, otra cosa le había picado en el tobillo, un insecto, y le escocía.
Agitó la linterna. Por un momento, la bombilla se apagó por completo. Luego, una franja minúscula de filamento brilló durante unos segundos.
Se estaba congelando. Rascar la tapa era lo único que impedía que se congelara aún más. Todavía no había llegado al otro lado. Debía hacerlo, debía hacerlo, antes que el agua… intentaba no pensar en lo impensable, pero no podía. El agua seguía subiendo, le cubría las piernas y parte del pecho. Con una mano, tenía que sostener el walkie-talkie en el espacio que quedaba entre el pecho y la tapa para evitar que se sumergiera.
La desesperación, como el agua, seguía envolviéndole. Las palabras de Davey no dejaban de repetirse una y otra vez en su cabeza.
«Había un tipo atravesado en el parabrisas, perdió media cabeza. Buff, vi el cerebro desparramado. Supe al momento que estaba muerto. Sólo hubo un superviviente, pero también ha muerto.»
Una furgoneta Transit implicada en un accidente a una hora y un lugar que encajaban. Pete, Luke, Josh, Robbo. ¿Podía ser que estuvieran muertos de verdad y que ésa fuera la razón por la que nadie hubiera ido a buscarle? Sin embargo, Mark tenía que saber qué habían planeado. ¡Era su padrino, por el amor de Dios! Seguro que Mark andaba por ahí fuera, liderando un equipo que estaba buscándole. A menos, pensó sombríamente, que también le hubiera ocurrido algo a él. ¿Quizá se había encontrado con ellos en el siguiente pub y también iba en la furgoneta?
Eran las cuatro y diez, viernes por la tarde. Intentó imaginar qué estaría pasando en aquellos momentos. ¿Qué estaría haciendo Ashley? ¿Y su madre? ¿Seguiría todo en pie para mañana tal como estaba planeado?
Levantó la cabeza, para acercar la boca a la tapa unos centímetros preciosos, y gritó, como hacía de forma regular.
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