– ¿Qué hace usted aquí, señor Blas, y con un sable?… ¿Quiere que los gabachos nos degüellen a todos?
– A eso vengo, doña Pepa. A librarme de él, si me lo permite.
– ¿Y dónde quiere que meta yo eso, hombre de Dios?
– En el pozo.
La lavandera levanta la tapa que cubre el brocal, y Molina arroja el arma. Aliviado, tras asearse un poco y dejar que la mujer cepille su ropa para disimular las trazas del combate, prosigue camino. Y así, adoptando el aire más inocente del mundo, el cerrajero pasa entre una compañía de fusileros franceses -vascos, parecen por las boinas y el habla- en la plaza de Santo Domingo, y junto a un pelotón de granaderos de la Guardia en la calle de la Inquisición, sin que nadie lo detenga ni moleste. Cerca de casa encuentra a su vecino Miguel Orejas.
– ¿De dónde viene usted, amigo Molina?
– ¿De dónde va a ser?… Del parque de artillería. De batirme por la patria.
– ¡Atiza!… ¿Y cómo ha sido la cosa?
– Heroica.
Dejando a Orejas con la boca abierta, el cerrajero entra en su casa, donde encuentra a su mujer hecha un mar de lágrimas. Tras consolarla con un abrazo, pide un caldo y se lo bebe de pie. Luego sale de nuevo a la calle.
El disparo francés impacta en la pared, haciendo saltar fragmentos de yeso. Agachando la cabeza, el joven de dieciocho años Francisco Huertas de Vallejo retrocede por la calle de Santa Lucía mientras a su alrededor zumban los balazos. Se encuentra solo y asustado. Ignora si los franceses le dispararían con la misma saña de no advertir el fusil que lleva en las manos; pero, pese al miedo que le hace correr como un gamo, no está dispuesto a soltarlo. Aunque ya no le quedan cartuchos que disparar, ese fusil es el arma que le confiaron en el parque de artillería, con él ha combatido toda la mañana, y la bayoneta está manchada de sangre enemiga -el rechinar de acero contra hueso todavía le eriza la piel al recordar-. No sabe cuándo volverá a necesitarlo, así que procura no dejarlo atrás. Para eludir los disparos, el joven se mete por debajo de un arco, cruza un patio atropellando gallinas que picotean en el suelo, y tras pasar ante los ojos espantados de dos vecinas que lo miran como si fuese el diablo, sale a un callejón trasero, donde intenta recobrar el aliento. Está cansado y no logra orientarse, pues desconoce esas calles. Detente y piensa un poco, se dice, o caerás como un gorrión. Así que intenta respirar hondo y tranquilizarse. Le arden los pulmones y la boca, gris de morder cartuchos. Al fin decide volver sobre sus pasos. Hallando de nuevo a las vecinas del patio, les pide un vaso de agua con voz ronca, que ni él mismo reconoce. Se la traen, asustadas del fusil al principio, compadecidas luego de su juventud y su aspecto.
– Está herido -dice una de ellas.
– Pobrecillo. Tan joven.
Francisco Huertas niega primero con la cabeza, luego mira y comprueba que tiene un desgarrón en la camisa, al costado derecho, por donde mana sangre. La idea de que ha sido herido hace que le flojeen las piernas; pero un breve examen lo tranquiliza en seguida. Sólo es un rebote sin importancia: un impacto de bala fría de las que acaban de dispararle en la calle. Las mujeres le hacen una cura de urgencia, le dejan lavarse la cara en un lebrillo con agua y traen un trozo de pan y cecina, que devora con ansia. Poco a poco van acudiendo vecinos para informarse con el joven, que cuenta lo que ha visto en Monteleón; pero cada vez se arremolina más gente, hasta el punto de que Francisco Huertas teme que eso atraiga la atención de los franceses. Despidiéndose, termina el pan y la cecina, pregunta cómo llegar a la Ballesta y al hospital de los Alemanes, sale de nuevo a la parte de atrás y callejea con cautela, asomándose a cada esquina antes de aventurarse más allá. Siempre con su fusil en las manos.
Pasadas las tres de la tarde ya no se combate en la ciudad. Hace rato que las tropas imperiales controlan todas las plazas y avenidas principales, y las comisiones pacificadoras dispuestas por el duque de Berg recorren Madrid aconsejando a la gente que se mantenga tranquila, renuncie a manifestaciones hostiles y evite formar grupos que puedan ser considerados provocación por los franceses. «Paz, paz, que todo está compuesto», es la voz que extienden los miembros de esas comisiones, integradas por magistrados del Consejo y los Tribunales, el ministro de la Guerra O ’Farril y el general francés Harispe. Cada una va acompañada por un destacamento de tropas españolas y francesas, y a su paso, de calle en calle, se repiten las palabras de tranquilidad y concordia; hasta el punto de que los vecinos, confiados, se asoman a las puertas e intentan averiguar la suerte de familiares y conocidos, acudiendo a cuarteles y edificios oficiales o buscando sus cuerpos entre los cadáveres que los centinelas franceses impiden retirar. Murat desea mantener visibles los ejemplos del escarmiento, y algunos de esos cuerpos permanecerán varios días pudriéndose donde cayeron. Por incumplir la orden, Manuel Portón del Valle, de veintidós años, mozo del Real Refugio que ha pasado la mañana atendiendo a heridos por las calles, recibe un balazo cuando, junto a unos compañeros, intenta retirar un cadáver en las cercanías de la plaza Mayor.
Mientras las comisiones de paz recorren Madrid, Murat, que ha dejado la cuesta de San Vicente para echar un vistazo al Palacio Real antes de volver a su cuartel general del palacio Grimaldi, dicta a sus secretarios una proclama y una orden del día. En la proclama, enérgica pero conciliadora, garantiza a los miembros de la Junta y a los madrileños el respeto a sus luces y opiniones, anunciando duras medidas represivas contra quienes alteren el orden público, maten franceses o lleven armas. En la orden del día, los términos son más duros:
El populacho de Madrid se ha sublevado y ha llegado hasta el asesinato. Sé que los buenos españoles han gemido por estos desórdenes. Estoy muy lejos de mezclarlos con aquellos miserables que no desean más que el crimen y el pillaje. Pero la sangre francesa ha sido derramada. En consecuencia, mando: 1.º El general Grouchy convocará esta noche la Comisión Militar. 2.º Todos los que han sido presos en el alboroto y con las armas en la mano, serán arcabuceados. 3.° La Junta de Gobierno va a hacer desarmar a los vecinos de Madrid. Todos los habitantes que después de la ejecución de esta orden se hallaren armados, serán arcabuceados. 4.° Todo lugar en donde sea asesinado un francés será quemado. 5.° Toda reunión de más de ocho personas será considerada junta sediciosa y deshecha por la fusilería. 6 ° Los amos quedarán responsables de sus criados; los jefes de talleres, de sus oficiales los padres y madres, de sus hijos; y los ministros de los conventos, de sus religiosos.
Sin embargo, las tropas francesas no esperan a recibir ese documento para aplicar sus términos. A medida que las comisiones pacificadoras recorren las calles y los vecinos regresan a sus hogares o salen confiados de éstos, piquetes imperiales detienen a todo sospechoso de haber participado en los combates, o a quien encuentran con armas, sean navajas, tijeras o agujas de coser sacos. Son así apresadas personas que nada han tenido que ver con la insurrección, como es el caso del cirujano y practicante Ángel de Ribacova, detenido por llevar encima los bisturís de su estuche de cirugía. También apresan los franceses, por una lima, al cerrajero Bernardino Gómez; al criado del convento de la Merced Domingo Méndez Valador, por un cortaplumas; al zapatero de diecinueve años José Peña, por una chaveta de cortar suela; y al arriero Claudio de la Morena, por una aguja de enjalmar sacos que lleva clavada en la montera. Los cinco serán fusilados en el acto: Ribacova, De la Morena y Méndez en el Prado, Gómez en el Buen Suceso, y Peña en la cuesta del Buen Retiro.
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