Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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Lo mismo ocurre con Felipe Llorente y Cárdenas, un cordobés de veintitrés años, de buena familia, que vino hace unos días a Madrid con su hermano Juan para participar en los actos de homenaje a Fernando VII por su exaltación al trono. Esta mañana, sin comprometerse a fondo en ningún combate, ambos hermanos han ido de un sitio para otro, participando de la algarada más como testigos que como actores. Ahora, sosegada la ciudad, al pasar por el arco de la plaza Mayor que da a la calle de Toledo se ven detenidos por un piquete francés; pero mientras Juan Llorente logra eludir a los imperiales, metiéndose en un portal cercano, Felipe es detenido al hallársele una pequeña navaja en el bolsillo. Su hermano no volverá a saber nunca de él. Sólo días más tarde, entre los despojos recogidos por los frailes de San Jerónimo a los fusilados en el Retiro y el Prado, la familia de Felipe Llorente podrá identificar su frac y sus zapatos.

Algunos, pese a todo, logran salvarse. Y no faltan actos de piedad por parte francesa. Es el caso de los siete hombres atados que unos dragones conducen por Antón Martín, a los que un caballero bien vestido consigue liberar convenciendo al teniente que manda el destacamento. O el de los casi cuarenta paisanos a los que una de las comisiones pacificadoras -la encabezada por el ministro O’Farril y el general Harispe- encuentra en la calle de Alcalá, junto al palacio del marqués de Valdecarzana, cercados como ovejas y a punto de ser conducidos al Buen Retiro. La presencia del ministro español y el jefe francés logra convencer al oficial de la fuerza imperial.

– Váyanse de aquí -dice O’Farril a uno de ellos en voz baja- antes de que estos señores se arrepientan.

– ¿Llama señores a estos bárbaros?

– No abuse de su paciencia, buen hombre. Ni de la mía.

Otro afortunado que salva la vida en última instancia es Domingo Rodríguez Carvajal, criado de Pierre Bellocq, secretario intérprete de la embajada de Francia. Tras haberse batido en la puerta del Sol, donde unos amigos lo recogieron con una herida de bala, un sablazo en un hombro y otro que se le ha llevado tres dedos de la mano izquierda, a Rodríguez Carvajal lo conducen a casa de su amo, en el número 32 de la calle Montera. Allí, mientras al herido lo atiende el cirujano de la diputación del Carmen don Gregorio de la Presa -la bala no puede extraerse, y Rodríguez Carvajal la llevará dentro el resto de su vida-, el propio monsieur Bellocq, poniendo una bandera en la puerta, recurrirá a su condición diplomática para impedir que los soldados franceses detengan al sirviente.

Pocos gozan hoy de esa protección. Guiados por delatores, a veces vecinos que desean congraciarse con los vencedores o tienen cuentas pendientes, los franceses entran en las casas, las saquean y se llevan a quienes se refugiaron en ellas después de la lucha, sin distinción entre sanos y heridos. Eso le ocurre a Pedro Segundo Iglesias López, un zapatero de treinta años que, tras salir de su casa de la calle del Olivar con un sable y haber matado a un francés, al volver en busca de su madre anciana es denunciado por un vecino y detenido por los franceses. También a Cosme Martínez del Corral, que logró evadirse del parque de artillería, van a buscarlo a su casa de la calle del Príncipe y lo conducen a San Felipe, sin darle tiempo a desprenderse de los 7.250 reales en cédulas que lleva en los bolsillos. Siguen llenándose de ese modo los depósitos de prisioneros establecidos en las covachuelas de San Felipe, en la puerta de Atocha, en el Buen Retiro, en los cuarteles de la puerta de Santa Bárbara, Conde-Duque y Prado Nuevo, y en la residencia misma de Murat, mientras una comisión mixta, formada por parte francesa por el general Emmanuel Grouchy y por la española por el teniente general José de Sexti, se dispone a juzgar sumariamente y sin audiencia a los presos, en virtud de bandos y proclamas que la mayor parte de éstos ni siquiera conoce.

Muchos franceses, además, actúan por iniciativa propia. Piquetes, retenes, rondas y centinelas no se limitan a registrar, detener y enviar presos a los depósitos, sino que se toman la justicia en caliente y por su mano, roban y matan. En la puerta de Atocha, el cabrero Juan Fernández se considera afortunado porque los franceses lo dejan ir después de quitarle sus treinta cabras, dos borricos, cuanto dinero lleva encima, la ropa y las mantas. Alentados por la pasividad de sus jefes, y a veces incitados por ellos, suboficiales, caporales y simples soldados se convierten en fiscales, jueces y verdugos. Las ejecuciones espontáneas se multiplican ahora en la impunidad de la victoria, teniendo por escenario las afueras en la Casa de Campo, las orillas del Manzanares, las puertas de Segovia y Santa Bárbara y las alcantarillas de Atocha y Leganitos, pero también en el interior de la ciudad. Son numerosos los madrileños que mueren así, cuando el eco de las voces de «paz, paz, todo está compuesto» aún no se extingue en las calles. Caen de ese modo, fusilados o malheridos en esquinas, callejones y zaguanes, tanto paisanos que se batieron, como inocentes que sólo asoman a la puerta o pasan por allí. Es el caso, entre muchos, de Facundo Rodríguez Sáez, guarnicionero, a quien los franceses hacen arrodillarse y fusilan ante la casa donde trabaja, número 13 de la calle de Alcalá; del sirviente Manuel Suárez Villamil, que yendo con un recado de su amo, el gobernador de la Sala de Alcaldes don Adrián Martínez, es apresado por unos soldados que le rompen las costillas a culatazos; del grabador suizo casado con una española Pedro Chaponier, maltratado y muerto por una patrulla en la calle de la Montera; del empleado de Reales Caballerizas Manuel Peláez, a quien dos amigos suyos, el sastre Juan Antonio Álvarez y el cocinero Pedro Pérez, que lo buscan por encargo de su esposa, encuentran tendido boca abajo y con la parte posterior del cráneo destrozada, cerca del Buen Suceso; del trajinero Andrés Martínez, septuagenario que, ajeno por completo al motín, es asesinado con su compañero Francisco Ponce de León al encontrarles una navaja los centinelas de la puerta de Atocha, cuando ambos vienen de Vallecas trayendo una carga de vino; y del arriero Eusebio José Martínez Picazo, a quien roban los franceses su recua de mulos antes de pegarle un tiro en las tapias de Jesús Nazareno.

Algunos de los que han combatido y se fían de las proclamas de la comisión pacificadora pagan esa confianza con la vida. Eso ocurre al agente de negocios Pedro González Álvarez, que tras formar parte del grupo que se batió en el paseo del Prado y el jardín Botánico fue a refugiarse en el convento de los Capuchinos. Ahora, convencido por los frailes de que se han publicado las paces, sale a la calle, es cacheado por un piquete francés, y al encontrarle una pistola pequeña en la levita, lo desvalijan, desnudan y fusilan sin más trámite en la cuesta del Buen Retiro. También es la hora del saqueo. Dueños los vencedores de las calles, señalados los lugares desde donde se les hizo fuego o codiciosos de los bienes de propietarios acomodados, los imperiales disparan contra quien les apetece, derriban puertas, entran a mansalva en donde pueden, roban, maltratan y matan. En la calle de Alcalá, la intervención de oficiales franceses alojados en los palacios del marqués de Villamejor y del conde de Talara impide que sus soldados saqueen estos edificios; pero nadie frena a la turba de mamelucos y soldados que a pocos pasos de allí asalta el palacio del marqués de Villescas. Ausente el dueño de la casa, sin nadie que imponga respeto a los desvalijadores, invaden éstos el recinto con el pretexto de que por la mañana se les hizo fuego; y mientras unos destrozan las habitaciones y se apoderan de cuanto pueden, otros sacan a rastras al mayordomo José Peligro, a su hijo el cerrajero José Peligro Hugart, al portero -un antiguo soldado inválido llamado José Espejo- y al capellán de la familia. La mediación de un coronel francés salva la vida al capellán; pero el mayordomo, su hijo y el portero son asesinados a tiros y sablazos en la puerta misma, ante los ojos espantados de los vecinos que miran desde ventanas y balcones. Entre los testigos que darán fe de la escena se cuenta el impresor Dionisio Almagro, vecino de la calle de las Huertas, quien sorprendido por el tumulto se refugió en casa de su pariente el funcionario de policía Gregorio Zambrano Asensio, que hace mes y medio trabajaba para Godoy, antes de tres meses trabajará para el rey José, y dentro de seis años perseguirá liberales por cuenta de Fernando VII.

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