Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– ¿Y Pedro Velarde?

El otro señala un montón de cadáveres agrupados junto a la fuente del patio.

– Ahí.

El cuerpo desnudo de Velarde está tirado de cualquier manera entre otros, pues los franceses lo han despojado de sus ropas. La casaca verde de estado mayor despertó la codicia de los vencedores. Navarro Falcón se queda inmóvil, paralizado por el estupor. Todo resulta peor de lo que imaginó.

– ¿Y los escribientes de mi despacho que vinieron con él?… ¿Dónde está Rojo?

Cónsul lo mira como si le costara entender lo que le dice. Tiene los ojos enrojecidos y la mirada opaca. Al cabo de un instante mueve despacio la cabeza.

– Muerto, me parece.

– Dios mío… ¿Y Almira?

– Se fue acompañando a Daoiz.

– ¿Y qué hay de los demás?… Los artilleros y el teniente Arango.

– Arango está bien. Lo he visto por ahí, con los franceses… De los artilleros hemos perdido a siete, entre muertos y heridos. Más de la tercera parte de los que teníamos aquí.

– ¿Y los Voluntarios del Estado?

– De ésos también han caído muchos. La mitad, por lo menos. Y paisanos, más de sesenta.

El coronel no puede apartar la vista del cadáver de Pedro Velarde: tiene los párpados entornados, la boca abierta y la piel pálida, cerúlea, resalta el orificio del balazo junto al corazón.

– Ustedes están locos… ¿Cómo se les ocurrió hacer lo que han hecho?

Cónsul señala un charco de sangre junto a los cañones, allí donde cayó Daoiz tras atravesar con su sable al general francés.

– Luis Daoiz asumió la responsabilidad -dice encogiéndose de hombros-. Y nosotros lo seguimos.

– ¿Lo siguieron?… ¡Ha sido una barbaridad! ¡Una locura que nos costará cara a todos!

Interrumpe la conversación un capitán ayudante del general La Riboisiére, comandante de la artillería francesa. Tras preguntarle al coronel en correcto español si es el jefe de la plaza, le pide las llaves de los almacenes, del museo militar y de la caja de caudales. Al haber sido tomado el cuartel por la fuerza de las armas, añade, todos los efectos pertenecen al ejército imperial.

– No tengo nada que entregarle -responde Navarro Falcón-. Ustedes se han apoderado de todo, así que no necesitan ninguna maldita llave.

– ¿Perdón?

– Que me deje en paz, hombre.

El francés lo contempla desconcertado, mira a Cónsul como poniéndolo por testigo de la descortesía, y luego, secamente, da media vuelta y se aleja.

– ¿Qué va a ser de nosotros? -le pregunta Cónsul al coronel.

– No sé. No tengo instrucciones, y los franceses van a lo suyo… Usted procure salir de aquí con nuestros artilleros, en cuanto sea posible. Por lo que pueda pasar.

– Pero el capitán general… La Junta de Gobierno…

– No me haga usted reír.

Cónsul señala hacia el grupo de Voluntarios del Estado, que con el capitán Goicoechea se concentran en un ángulo del patio, desarmados y exhaustos.

– ¿Qué pasa con ellos?

– No sé. Sus jefes tendrán que ocuparse, supongo. Sin duda mediará el coronel Giraldes… Yo voy a mandarle una nota al capitán general, explicando que los artilleros se han involucrado a su pesar, por culpa de Daoiz, y que toda la responsabilidad es de ese oficial. Y de Velarde.

– Eso no es exacto, mi coronel… Al menos no del todo.

– ¿Qué más da? -Navarro Falcón baja la voz-. Ni uno ni otro tienen ya nada que perder. Velarde está ahí tirado, y Daoiz muriéndose… Usted mismo preferirá eso a que lo fusilen.

Cónsul guarda silencio. Parece demasiado aturdido para razonar.

– ¿Qué les harán a los paisanos? -inquiere al fin.

El coronel tuerce el gesto.

– Ésos no pueden alegar que cumplían órdenes. Y tampoco son asunto mío. Nuestra responsabilidad termina en…

A mitad de la frase, Navarro Falcón se interrumpe, incómodo. Acaba de advertir un punto de desprecio en los ojos de su subordinado.

– Me voy -añade, brusco-. Y recuerde lo que acabo de decir. En cuanto sea posible, lárguese.

Juan Cónsul -morirá poco tiempo después, batiéndose en la defensa de Zaragoza- asiente con aire ausente, desolado, mientras mira en torno.

– Lo intentaré. Aunque alguien debe quedarse al mando de esto.

– Al mando están los franceses, como ve -zanja el coronel-. Pero dejaremos al teniente Arango, que es el oficial más moderno.

La suerte de los paisanos apresados en Monteleón no inquieta sólo al capitán Cónsul, sino que angustia, y mucho, a los interesados. Agrupados primero al fondo del patio bajo la estrecha vigilancia de un piquete francés, y ahora encerrados en las caballerizas del parque, acomodándose como pueden entre el estiércol y la paja mugrienta, una treintena de hombres -el número crece a medida que los franceses traen a los que encuentran escondidos o apresan en las casas vecinas- esperan a que se decida su destino. Son los que no lograron saltar la tapia o esconderse en sótanos y desvanes, y han sido apresados junto a los cañones o en las dependencias del parque. Que los hayan puesto aparte de los militares les da mala espina.

– Al final sólo pagaremos nosotros -comenta el oficial de obras Francisco Mata.

– Puede que nos respeten la vida -opone uno de sus compañeros de infortunio, el portero de juzgado Félix Tordesillas.

Mata lo mira, escéptico.

– ¿Con todos los gabachos que hemos aviado hoy?… ¡Qué carajo nos van a respetar!

Mata y Tordesillas pertenecen al grupo de civiles que lucharon desde las ventanas del edificio principal, bajo las órdenes del capitán Goicoechea. Con ellos se encuentran, entre otros, el cerrajero abulense Bernardo Morales, el carpintero Pedro Navarro, el dependiente de Rentas Reales Juan Antonio Martínez del Álamo, un vecino del barrio llamado Antonio González Echevarría -alcanzado por un astillazo en la frente que aún sangra-, y Rafael Rodríguez, hijo del botillero de Hortaleza José Rodríguez, muerto junto a los cañones, a cuyo cadáver no ha podido dedicar otra piedad filial que cubrirle el rostro con un pañuelo.

– ¿Alguien ha visto a Pedro el panadero?

– Lo mataron.

– ¿Y a Quico García?

– También. Lo vi caer donde los cañones, con la mujer de Beguí.

– Pobrecilla… Más redaños que muchos, tenía ésa. ¿Dónde está el marido?

– No sé. Creo que pudo largarse a tiempo.

– Ojalá yo no hubiera esperado tanto. No me vería en las que me veo.

– Y en las que te vas a ver.

Se abre el portón de la cuadra, y los franceses empujan dentro a un nuevo grupo de prisioneros. Vienen muy maltratados de golpes y culatazos, tras ser sorprendidos queriendo saltar la tapia desde las cocinas. Se trata del oficial sangrador Jerónimo Moraza, el arriero leonés Rafael Canedo, el sastre Eugenio Rodríguez -que viene cojeando de una herida, sostenido por su hijo Antonio Rodríguez López- y el almacenista de carbón Cosme de Mora, que, aunque contuso de los golpes recibidos, muestra su alegría por encontrar vivos a Tordesillas, a Mata y al carpintero Navarro, con los que vino al parque formando partida.

– ¿Qué va a ser de nosotros? -se lamenta Eugenio Rodríguez, que tiembla mientras su hijo intenta vendarle la herida con un pañuelo.

– Va a ser lo que Dios quiera -apunta Cosme de Mora, resignado.

Recostado en la paja sucia, Francisco Mata blasfema en voz baja. Otros se santiguan, besan escapularios y medallas que sacan por los cuellos de las camisas. Algunos rezan.

Armado con un sable, saltando tapias y huertos por fuera de la puerta de Fuencarral, Blas Molina Soriano ha logrado fugarse del parque de Monteleón. El irreductible cerrajero salió en el último momento por la parte de atrás, después de ver caer al capitán Velarde, cuando los franceses irrumpían a la bayoneta en el patio. Al principio lo acompañaban en la fuga el hostelero José Fernández Villamil, los hermanos José y Miguel Muñiz Cueto y un chispero del Barquillo llamado Juan Suárez; pero a los pocos pasos tuvieron que separarse al ser descubiertos por una patrulla francesa, bajo cuyos disparos cayó herido el mayor de los Muñiz. Oculto después de dar un rodeo hasta la calle de San Dimas, Molina ve pasar a Suárez a lo lejos, maniatado entre franceses, pero ni rastro de Fernández Villamil y de los otros. Tras aguardar un rato, sin soltar el sable y resuelto a vender cara la vida antes que dejarse apresar, Molina decide ir a casa, donde su mujer, imagina, debe de estar consumida de angustia. Sigue adelante por San Dimas hasta el oratorio del Salvador, pero encontrando cortado por retenes franceses el paso de cuantas bocacalles dan a la plazuela de las Capuchinas, toma por la calle de la Cuadra hasta la casa de la lavandera Josefa Lozano, a la que encuentra en el patio, tendiendo ropa.

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