– Ahora, si le parece, general -comenta, seco-, acabemos esto de una vez.
Diez minutos después, de la esquina de San Bernardo al convento de las Maravillas, la calle de San José es una hoguera. La humareda de pólvora se retuerce en espirales desgarradas por los fogonazos, y sobre el redoble de tambor y los toques de corneta franceses asciende el crepitar violento de la fusilería. Tiran contra esa neblina los hombres a los que el capitán Goicoechea dirige desde las ventanas altas del edificio principal del parque, y tiran cuanto tienen -disparos, piedras, tejas y ladrillos arrancados- los que, encaramados sobre la tapia, intentan obstaculizar mas de cerca el avance francés. Frente a la puerta, los cañones disparan bala rasa contra la columna enemiga, y en torno a ellos se agrupan los paisanos y soldados que el capitán Velarde saca del interior para enfrentarse a las bayonetas próximas.
– ¡Aguantad!… ¡Por España y por Fernando Séptimo!… ¡Aguantad!
Artilleros, Voluntarios del Estado, paisanos y mujeres, empuñando fusiles, bayonetas, sables y cuchillos, ven surgir de la humareda, imparables, los chacós de los granaderos enemigos, las hachas y picas de los gastadores, los chacós negros y las bayonetas de la temible infantería imperial. Pero en vez de vacilar o retroceder, se mantienen firmes en torno a los cañones, arcabucean a los franceses casi apoyándoles los cañones en el pecho, a quemarropa; y un último tiro de cañón arroja, a falta de metralla, una lluvia de piedras de chispa para fusil que hace buen destrozo en la vanguardia francesa y le destripa el caballo jerezano al general Lefranc, dando con éste en tierra, contuso. Vacilan los franceses ante la brutal descarga, y al detenerse un instante se renueva el ánimo de los defensores.
– ¡Resistid por España!… ¡Que no se diga!… ¡A ellos!
Acometen los más osados, lanzándose contra los granaderos, y se traba así un áspero combate en corto, cuerpo a cuerpo, a golpes de bayoneta y culatazos, usando los fusiles descargados como mazas. Caen muertos en esa refriega Tomás Álvarez Castrillón, el jornalero José Álvarez y el soldado de Voluntarios del Estado, de veintidós años, Manuel Velarte Badinas; y quedan heridos el mozo de carnicería Francisco García, el soldado Lázaro Cansanillo y Juana Calderón Infante, de cuarenta y cuatro años, que pelea junto a su marido José Beguí. Por parte francesa las bajas son numerosas. Impresionados ante la ferocidad del contraataque, retroceden los imperiales dejando el suelo cubierto de muertos y heridos, bajo el fuego graneado que les hacen desde ventanas y tapias. Luego, rehaciéndose, empujados por sus oficiales, hacen una descarga cerrada que diezma a los defensores y avanzan de nuevo, a la bayoneta. La fusilada, intensa y terrible, hiere sobre la tapia al paisano Clemente de Rojas y al capitán de Milicias Provinciales de Santiago de Cuba Andrés Rovira, que esta mañana vino acompañando a Pedro Velarde y a la gente del capitán Goicoechea. También mutila junto a la puerta del parque a Manoli Armayona, la muchacha que durante la última pausa del combate estuvo refrescando con vino a los artilleros, y hiere de muerte en torno a los cañones a José Aznar, que pelea junto a su hijo José Aznar Moreno -éste lo vengará luchando como guerrillero en las dos Castillas-, al guarnicionero sexagenario Julián López García, al vecino de la calle de San Andrés Domingo Rodríguez González, y a los jóvenes de veinte años Antonio Martín Rodríguez, de profesión aguador, y Antonio Fernández Garrido, albañil.
– ¡Ahí vienen otra vez los gabachos!… ¡Hay que detenerlos, porque no darán cuartel!
El ímpetu del segundo asalto lleva a los franceses hasta casi tocar con la mano los cañones. No hay tiempo de cargar de nuevo las piezas, de modo que el capitán Daoiz, agitando en molinetes el sable sobre su cabeza, reúne a cuanta gente puede.
– ¡Aquí, conmigo!… ¡Que les cueste caro!
Acuden alrededor, con desesperada resolución, el resto de la partida de Cosme de Mora, el crudo chispero Gómez Mosquera, el artillero Antonio Martín Magdalena, el escribiente de artillería Domingo Rojo, la manola Ramona García Sánchez, el estudiante José Gutiérrez, algunos Voluntarios del Estado y una docena de paisanos de los que todavía no huyen buscando refugio. Pedro Velarde, también sable en mano y fuera de sí, corre de un lado a otro, obligando a volver al combate a quienes se esconden en las Maravillas o dentro del parque. Saca así del convento, a empujones, al joven Francisco Huertas de Vallejo, a don Curro y a algunos heridos leves que habían buscado cobijo, y los hace unirse a los que defienden los cañones.
– ¡Al que retroceda, lo mato yo!… ¡Viva España!
Continúa cuerpo a cuerpo el segundo asalto francés, bayonetas por delante. Nadie entre los defensores ha tenido tiempo de morder cartuchos y cargar fusiles, de manera que suenan algunos pistoletazos a bocajarro y se confía la matanza a bayonetas, cuchillos y navajas. Ahora, en corto, la ventaja de los enemigos no es otra que la del número, pues a cada paso que dan se ven acometidos por hombres y mujeres que lidian como fieras, borrachos de sangre y de odio.
– ¡Que lo paguen!… ¡Al infierno con ellos!… ¡Que lo paguen!
Abaten de ese modo a muchos franceses; pero también, revueltos entre enemigos a los que golpean con los fusiles descargados o apuñalan, caen acribillados a tiros y golpes de bayoneta el artillero Martín Magdalena, el chispero Gómez Mosquera, los Voluntarios del Estado Nicolás García Andrés, Antonio Luce Rodríguez y Vicente Grao Ramírez, el sereno gallego Pedro Dabraña Fernández y el botillero de San Jerónimo José Rodríguez, muerto cuando acomete a un oficial enemigo en compañía de su hijo Rafael.
– ¡Se han parado los franceses! -aúlla el capitán Daoiz-. ¡Resistid, que los hemos parado!
Es cierto. Por segunda vez, el ataque de los mil ochocientos hombres de la columna Lagrange-Lefranc se ve detenido ante los cañones, donde los muertos y heridos de uno y otro bando se amontonan hasta el punto de dificultar el paso. Una nueva andanada artillera -inesperada descarga hecha desde la calle de San Pedro- acribilla al estudiante José Gutiérrez, que se desploma milagrosamente vivo, pero con treinta y nueve impactos de metralla en el cuerpo. La misma descarga mata a la vecina de la calle de la Palma Ángela Fernández Fuentes, de veintiocho años, que combate bajo el arco de la puerta del parque, a su comadre Francisca Olivares Muñoz, al vecino José Álvarez y al paisano de sesenta y seis años Juan Olivera Diosa.
– ¡Recargad!… ¡Ahí vienen otra vez!
En esta ocasión el asalto francés ya no se detiene. Gritando «Sacré nom de Dieu, en avant, en avant!» , los granaderos, gastadores y fusileros trepan sobre el montón de cadáveres, desbordan a los que defienden los cañones y alcanzan la puerta del parque. La humareda y los fogonazos de quienes todavía tienen armas cargadas se salpican de gritos y alaridos, chasquidos de carne abierta y huesos que se rompen, olor a pólvora quemada, exclamaciones, blasfemias e invocaciones piadosas. Enloquecidos por la carnicería, los últimos defensores del parque matan y mueren, rebasadas las fronteras de la desesperación y el coraje. Daoiz, que se defiende a sablazos, ve caer a su lado, muerto, al escribiente Rojo. El veterano cabo Eusebio Alonso es desarmado -un granadero enemigo le arrebata el fusil de las manos- y se desploma malherido tras defenderse con los puños, a patadas y golpes. Y cae también la manola Ramona García Sánchez, que provista de su enorme cuchillo de cocina tiene arrestos para espetarle a un enemigo: «Ven que te saque los ojos, mi alma», antes de que la maten a bayonetazos. En ese momento, cuando desde el interior del parque acude con refuerzos, un balazo mata en la puerta al capitán Velarde. El cerrajero Blas Molina, que corre detrás con el escribiente Almira, el hostelero Fernández Villamil, los hermanos Muñiz Cueto y algunos Voluntarios del Estado, lo ve caer al suelo y, desconcertado, se detiene y retrocede con los otros. Sólo Almira y el sobrestante de la Real Florida Esteban Santirso se inclinan sobre el capitán, y agarrándolo por un brazo intentan ponerlo a resguardo. Otra bala alcanza en el pecho a Santirso, que cae a su vez. Almira desiste al comprobar que sólo arrastra un cadáver.
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