Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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Desde la calle, el joven Francisco Huertas de Vallejo ha visto morir al capitán Velarde, y también observa que los franceses empiezan a entrar por la puerta del parque.

«Es hora de irse», piensa.

Peleando de cara, pues no se atreve a dar la espalda a los enemigos, caminando hacia atrás mientras se cubre con el fusil armado de bayoneta, el joven intenta alejarse de la carnicería en torno a los cañones. De ese modo retrocede con don Curro García y otros paisanos, formando un grupo al que se unen los hermanos Antonio y Manuel Amador -que cargan con el cuerpo sin vida de su hermano Pepillo-, el impresor Cosme Martínez del Corral, el soldado de Voluntarios del Estado Manuel García, y Rafael Rodríguez, hijo del botillero de Hortaleza José Rodríguez, muerto hace rato. Todos intentan llegar a la puerta trasera del convento de las Maravillas, pero en la verja les caen encima los imperiales. Apresan a Rafael Rodríguez, huyen Martínez del Corral y los hermanos Amador, y cae don Curro con la cabeza abierta, abatido por el sablazo de un oficial. Forcejean otros, escapan los más, y Francisco Huertas acomete al oficial en un impulso de rabia, resuelto a vengar a su compañero. Penetra la bayoneta sin dificultad en el cuerpo del francés, y al joven se le eriza la piel cuando siente rechinar el acero entre los huesos de la cadera de su adversario, que lanza un alarido y cae, debatiéndose. Recuperando el fusil, despavorido de su propia acción, eludiendo los plomazos que zumban alrededor, Francisco Huertas da media vuelta y se refugia en el interior del convento.

Rodeado de muertos, cercado de bayonetas, aturdido por el estruendo del cañón y la fusilería, el capitán Daoiz sigue defendiéndose a sablazos. En la calle sólo queda una docena de españoles resguardados entre las cureñas, sumergidos en un mar de enemigos, ya sin otro objeto que seguir vivos a toda costa o llevarse por delante a cuantos puedan. Daoiz es incapaz de pensar, ofuscado por el fragor del combate, ronco de dar gritos y cegado de pólvora. Se mueve entre brumas. Ni siquiera puede concertar los movimientos del brazo que maneja el sable, y su instinto le dice que, de un momento a otro, uno de los muchos aceros que buscan su cuerpo le tajará la carne.

– ¡Aguantad! -grita a ciegas, al vacío.

De pronto siente un golpe en el muslo derecho: un impacto seco que le sacude hasta la columna vertebral y hace que le falten las fuerzas. Con gesto de estupor, mira hacia abajo y observa, incrédulo, el balazo que le desgarra el muslo y hace brotar borbotones de sangre que empapan la pernera del calzón. «Se acabó», piensa atropelladamente mientras retrocede, cojeando, hasta apoyarse en el cañón que tiene detrás. Luego mira en torno y se dice: «Pobre gente».

Pie a tierra entre la confusión del combate, casi en la vanguardia misma de sus tropas, el general de división Joseph Lagrange ordena que cese el fuego. Unos pasos atrás, junto al magullado general de brigada Lefranc, se encuentra un alto dignatario español, el marqués de San Simón, que con uniforme de capitán general y revestido de todas sus insignias y condecoraciones ha logrado abrirse paso hasta allí, a última hora, para rogarles que detengan aquella locura, ofreciéndose a reducir a la obediencia a quienes aún resisten dentro del parque de artillería. Al general Lagrange, espantado de las terribles bajas sufridas por su gente en el asalto, no le gusta la idea de seguir combatiendo habitación por habitación para despejar los edificios donde se refugian los rebeldes; de modo que accede a la solicitud del anciano español, a quien conoce. Se agitan pañuelos blancos, y el toque de corneta, repetido una y otra vez, obra efecto sobre los disciplinados soldados imperiales, que detienen el fuego y dejan de acometer a los pocos supervivientes que permanecen entre los cañones. Cesan así disparos y gritos, mientras se disipa la humareda y los adversarios se miran unos a otros, aturdidos: centenares de franceses alrededor de los cañones y en el patio de Monteleón, españoles en las ventanas y en las tapias acribilladas de metralla, que arrojan los fusiles o huyen hacia el edificio principal, y el reducido grupo que sigue de pie en la calle, tan sucio y roto que apenas es posible distinguir a paisanos de militares, negros todos de pólvora, cubiertos de sangre, mirando alrededor con los ojos alucinados de quien ve suspender su sentencia en el umbral mismo de la muerte.

– ¡Rendición inmediata o degüello! -grita el intérprete del general Lagrange-. ¡Armas abajo o serán pasados a cuchillo!

Tras unos momentos de duda, casi todos obedecen lentos, agotados. Como sonámbulos. Siguiendo al general Lagrange, que se abre paso entre sus tropas, el marqués de San Simón contempla con horror la calle cubierta de cadáveres y heridos que se agitan y gimen. Asombra la cantidad de paisanos, entre ellos muchas mujeres, que se encuentran mezclados con los militares.

– ¡Todos ustedes son prisioneros! -vocea el intérprete francés, repitiendo las palabras de su general-. ¡Queda el parque bajo autoridad imperial por derecho de conquista!

Algo más allá, el marqués de San Simón divisa a un oficial de artillería al que increpa el general francés. El oficial está de rodillas y recostado sobre uno de los cañones, lívido el rostro, una mano apretándose la herida de una pierna ensangrentada y la otra sosteniendo todavía un sable. Quizás, concluye San Simón, se trate del capitán Daoiz, a quien no conoce en persona, pero al que sabe -a estas horas está al corriente todo Madrid- responsable de la sublevación del parque. Mientras avanza curioso, dispuesto a echarle un vistazo más de cerca, el anciano marqués escucha algunas palabras subidas de tono que el general Lagrange, descompuesto por la matanza y en atropellada jerga de francés y mal español, dirige al herido. Habla de responsabilidades, de temeridad y de locura, mientras el otro lo mira impasible a los ojos, sin bajar la cabeza. En ese momento, Lagrange, que tiene su sable en la mano, toca con la punta de éste, despectivo, una de las charreteras del artillero.

Traître! -lo increpa.

Es evidente que el capitán herido -ahora el marqués de San Simón está seguro de que es Luis Daoiz- entiende el idioma francés, o intuye, al menos, el sentido del insulto. Porque su rostro, blanco por la pérdida de sangre, enrojece de golpe al oírse llamar traidor. Después, sin pronunciar palabra, incorporándose de improviso con una mueca de dolor y violento esfuerzo sobre la pierna sana, tira un golpe de sable que atraviesa al francés. Cae hacia atrás Lagrange en brazos de sus ayudantes, desmayado y echando sangre por la boca. Y mientras estalla un confuso griterío alrededor, varios granaderos que están detrás acometen al capitán español y lo traspasan por la espalda, a bayonetazos.

8

El coronel Navarro Falcón llega al parque de Monteleón poco antes de las tres de la tarde, cuando todo ha terminado. Y el panorama lo espanta. La tapia está picada de balazos y la calle de San José, la puerta y el patio del cuartel, cubiertos de escombros y cadáveres. Los franceses agrupan en la explanada a una treintena de paisanos prisioneros y desarman a artilleros y Voluntarios del Estado, haciéndolos formar aparte. Navarro Falcón se identifica ante el general Lefranc, que lo trata muy desabrido -aún atienden al general Lagrange, maltrecho por la espada de Daoiz-, y luego recorre el lugar, interesándose por la suerte de unos y otros. Es el capitán Juan Cónsul, que pertenece al arma de artillería, quien le da el primer informe de la situación.

– ¿Dónde está Daoiz? -pregunta el coronel.

Cónsul, cuyo rostro muestra los estragos del combate, hace un ademán vago, de extremo cansancio.

– Lo han llevado a su casa, muy grave… Muriéndose. No había camilla, así que lo pusieron sobre una escalera y una manta.

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