Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– Están bajo su jurisdicción, diantre… ¡Es su responsabilidad, y no la mía!

Hace quince minutos que intercambian reproches. José Navarro Falcón, director de la junta de Artillería y superior directo de los capitanes Daoiz y Velarde, se ha presentado en el cuartel de Mejorada asustado por las noticias que llegan de Monteleón. No menos preocupación embarga a Giraldes, enterado de que la tropa que encomendó a Velarde y al capitán Goicoechea se encuentra mezclada en el combate. Además, la mortandad entre las tropas francesas está siendo terrible. Con tales antecedentes, a ambos jefes se les descompone el cuerpo imaginando las consecuencias.

– ¿Cómo se le ocurrió confiarle tropa a Pedro Velarde, en el estado en que se hallaba ese oficial? -pregunta Navarro Falcón.

– Me dejé liar -responde Giraldes-. Ese loco de capitán suyo pretendía amotinarme a la tropa.

– ¡Haberlo arrestado!

– ¿Y por qué no lo hizo usted, que es su superior inmediato?… No me fastidie, hombre. Mis oficiales también andaban calientes, queriendo echarse a la calle. Para quitármelo de encima, no tuve más remedio que mandar a Goicoechea con treinta y tres soldados… ¡Y mire que lo dejé claro! Nada de confraternizar con el pueblo, nada de oposición a los franceses… Ya ve. Una desgracia, de verdad. Le aseguro, por mi honor, que esto es una completa desgracia.

– Y que lo diga. Para todos.

– Pero mucho ojo, ¿eh?… Quien dejó salir de la Junta Superior a Velarde, y luego envió a Monteleón al capitán Daoiz, fue usted. ¿Estamos?… Es su parque de artillería, Navarro, y su gente. Insisto: la mía no tuvo más remedio que obedecer.

– ¿Y cómo sabe que ocurrió así?

– Bueno. Lo supongo.

– ¿Lo supone?… ¿Eso es lo que piensa decir al capitán general, en su descargo?

Giraldes alza un dedo.

– Es lo que he dicho ya, si usted me permite. Le he enviado un oficio a Negrete asegurándole que soy ajeno a esa barbaridad… ¿Y sabe qué responde?… Pues que él se lava las manos… ¡Otro que tal! -Giraldes coge un pliego manuscrito que tiene sobre la mesa y se lo muestra al coronel de artillería-. Para dejarlo claro, me ha remitido con acuse de recibo una copia de la carta que Murat mandó esta mañana a la junta. Lea, lea… Me la trajeron hace un momento.

Es preciso que la tranquilidad se restablezca inmediatamente, o que los habitantes de Madrid esperen sobre sí todas las consecuencias de su resolución…

– ¿Qué le parece? -prosigue Giraldes recuperando el papel-. Más claro, agua. Y todavía, cuando mando a uno de mis ayudantes a Monteleón para que reduzca a esos caribes a la obediencia, cosa que debería haber hecho usted, no se les ocurre más que disparar un cañonazo en mitad del parlamento y hacer una sarracina… Así que lo de menos es cómo termine el parque. Lo que me preocupa ahora son las consecuencias.

– ¿Se refiere a usted y a mí?

– En cierta manera, sí. A nosotros como responsables… Quiero decir a todos, naturalmente. Ya ha visto cómo las gasta Murat. En mala hora, Navarro. Le digo que en mala hora.

Exasperado, lleno de irritación y sin saber qué hacer, el coronel Navarro Falcón se despide de Giraldes. Una vez afuera decide echar un vistazo por la parte de Monteleón y camina San Bernardo arriba, hasta que en la esquina de la calle de la Palma un retén le corta el paso con malos modos, sin deferencia hacia su uniforme y charreteras.

Arrêtez-vous!

En su torpe francés, aprendido durante la campaña de los Pirineos, el jefe de la junta de Artillería de Madrid pide hablar con un oficial; pero lo más que logra es que se acerque un subteniente bigotudo con granos en la cara. Por las insignias, Navarro Falcón comprueba que pertenece al 5.° regimiento de la 2.ª división de infantería, que a primera hora de la mañana, según sus noticias, se hallaba acampada en la carretera de El Pardo. Los imperiales están metiendo en danza, deduce, todo lo que tienen.

– ¿Puedo paser un peu avant, silvuplé?

Interdit!… Reculez!

Navarro Falcón se toca las bombas doradas del cuello de la casaca.

– Soy el director de la junta…

Reculez!

Un par de soldados levantan sus fusiles, y el coronel, prudente, da media vuelta. Está enterado de que al brigadier Nicolás Galet y Sarmiento, gobernador del Resguardo, que esta mañana quiso interceder por sus funcionarios del portillo de Recoletos, los franceses le han pegado un tiro. Así que mejor será no tentar la suerte. Para Navarro Falcón, sus años de juventud intrépida, Brasil, Río de la Plata, la colonia de Sacramento, el asedio de Gibraltar y la guerra contra la República francesa están demasiado lejos. Ahora tiene un ascenso en puertas -lo tenía hasta esta mañana- y dos nietos a los que desea ver crecer. Mientras se aleja procurando hacerlo despacio y sin perder la compostura, oye a lo lejos descargas aisladas de fusilería. Antes de volver la espalda ha tenido ocasión de ver mucha infantería y cuatro cañones franceses frente al palacio de Montemar, junto a la fuente de Matalobos. Dos de las piezas apuntan hacia San Bernardo y la cuesta de Santo Domingo; y a su ojo experto no escapa que están allí para impedir todo socorro a los cercados. Los otros cañones enfilan la calle de San José y el parque de artillería. Y mientras sigue alejándose del lugar sin mirar atrás, el coronel los oye abrir fuego.

El primer disparo de metralla arroja sobre los defensores una nube de polvo, yeso pulverizado y fragmentos de ladrillos.

– ¡Tiran de Matalobos!… ¡Cuidado!… ¡Cuidado!

Advertida de los movimientos franceses por el capitán Goicoechea y los que observan desde las ventanas altas del parque, la gente tiene tiempo de buscar cobijo, y la primera andanada sólo se cobra dos heridos. Bernardo Ramos, de dieciocho años, y Ángela Fernández Fuentes, de veintiocho, que se encuentra allí acompañando a su marido, un piconero de la calle de la Palma llamado Ángel Jiménez, son evacuados al convento de las Maravillas.

– ¡Los artilleros en la calle, y agachados! -vocea el capitán Daoiz-. ¡Los demás, busquen resguardo!… ¡A cubierto, rápido!… ¡A cubierto!

La orden es oportuna. Siguen al poco rato un segundo disparo francés y un tercero, antes de que el fuego se haga preciso y constante, con gran despliegue de fusilería desde todas las esquinas, terrazas y tejados. Para Luis Daoiz, único que se mantiene en pie entre los cañones pese al horroroso fuego que bate la calle, la intención de los franceses está clara: impedir el descanso de los defensores y mantenerlos con la cabeza baja, sometidos a intenso desgaste como preparación de un asalto general. Por eso sigue gritando a la gente que se proteja y economice munición hasta que la infantería enemiga se ponga a tiro. También ordena al capitán Velarde, que se ha acercado entre el fuego para pedir instrucciones, que mantenga a los suyos dentro del parque, listos para salir cuando asomen bayonetas enemigas.

– Y tú quédate con ellos, Pedro. ¿Me oyes?… Aquí no haces nada, y alguien tiene que tomar el mando si me dan.

– Pues como sigas ahí, de pie, tendré que relevarte pronto.

– Adentro, te digo. Es una orden.

Al poco rato, el bombardeo ensordecedor -la onda expansiva de los cañonazos emboca la calle, retumbando en todos los pechos junto al estrépito de la metralla- y la intensa fusilada francesa empiezan a hacer daño. Crece el castigo, corre la sangre, y alguna gente de la que se resguarda en los portales cercanos, en la huerta y tras la verja del convento, se desbanda y desaparece por donde puede. Es el caso del joven Francisco Huertas de Vallejo y su compañero don Curro, que se cobijan en las Maravillas después de que al cajista de imprenta Gómez Pastrana una esquirla le seccione la yugular y muera desangrado. También son heridos un cerrajero llamado Francisco Sánchez Rodríguez, el presbítero de treinta y siete años don Benito Mendizábal Palencia -que viste ropa seglar y se ha estado batiendo con una escopeta- y el estudiante José Gutiérrez, que hoy frecuenta todos los lugares de peligro. La herida de este asturiano de Covadonga es ya la cuarta -aún ha de recibir hoy treinta y nueve más, y pese a ello sobrevivirá-: un rebote le arranca el lóbulo de una oreja. Gutiérrez acude por su pie a hacerse vendar donde las monjas antes de volver al combate. Luego contará que lo que más lo impresiona es la cantidad enorme de sangre -«como si hubieran echado en el suelo cubos y cubos» - que pisa mientras camina por los pasillos del convento.

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