Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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7

Desde la una de la tarde, un silencio siniestro se extiende por el centro de Madrid. En torno a la puerta del Sol y la plaza Mayor sólo se oyen tiros aislados de las patrullas o pasos de piquetes franceses que caminan apuntando sus fusiles en todas direcciones. Los imperiales controlan ya, sin oposición, las grandes avenidas y las principales plazas, y los únicos enfrentamientos consisten en escaramuzas individuales protagonizadas por quienes intentan escapar, buscan refugio o llaman a puertas que no se abren. Aterrados, escondidos tras postigos, celosías y cortinas, asomados a portales y ventanas los más osados, algunos vecinos ven cómo patrullas francesas recorren las calles con cuerdas de presos. Una la forman tres hombres maniatados que caminan por la calle de los Milaneses bajo custodia de un grupo de fusileros que los hacen avanzar a golpes. Un platero de esa calle, Manuel Arnáez, que pese a los ruegos de su mujer se encuentra asomado a la puerta del taller, reconoce en uno de los cautivos a su compañero de profesión Julián Tejedor de la Torre, que tiene tienda en la calle de Atocha.

– ¡Julián!… ¿Adónde te llevan, Julián?

Los guardias franceses le gritan al platero que se meta dentro, y uno llega a amenazarlo con el fusil. Arnáez ve cómo Julián Tejedor se vuelve a mostrarle las manos atadas y levanta los ojos al cielo con gesto resignado. Más tarde sabrá que Tejedor, tras echarse a la calle para batirse junto a sus oficiales y aprendices, ha sido capturado en la plaza Mayor en compañía de uno de los hombres que van atados con él: su amigo el guarnicionero de la plazuela de Matute Lorenzo Domínguez.

El tercer preso del grupo se llama Manuel Antolín Ferrer, y es ayudante de jardinero del real sitio de la Florida, de donde vino ayer para mezclarse en los tumultos que se preparaban. Es hombre corpulento y recio de manos, como lo ha probado batiéndose en los Consejos, la puerta del Sol y la plaza Mayor, donde resultó contuso y capturado por los franceses en la última desbandada. Testarudo, callado, ceñudo, camina junto a sus compañeros de infortunio con la cabeza baja y el ojo derecho hinchado de un culatazo, barruntando el destino que le aguarda. Confortado por la satisfacción de haber despachado, con sus propias manos y navaja, a dos soldados franceses.

La escena de la calle de los Milaneses se repite en otros lugares de la ciudad. En el Buen Retiro y en las covachuelas de la calle Mayor, los franceses siguen encerrando gente. En estas últimas, bajo las gradas de San Felipe, el número de presos asciende a dieciséis cuando los franceses meten dentro, empujándolo a culatazos, al napolitano de veintidós años Bartolomé Pechirelli y Falconi, ayuda de cámara del palacio que el marqués de Cerralbo tiene en la calle de Cedaceros. De allí salió esta mañana con otros criados para combatir, y acaban de apresarlo cuando huía tras deshacerse la última resistencia en la plaza Mayor.

Cerca, por la plaza de Santo Domingo, otro piquete imperial conduce en cuerda de presos a Antonio Macías de Gamazo, de sesenta y seis años, vecino de la calle de Toledo, al palafrenero de Palacio Juan Antonio Alises, a Francisco Escobar Molina, maestro de coches, y al banderillero Gabriel López, capturados en los últimos enfrentamientos. Desde la puerta de las caballerizas reales, el ayudante Lorenzo González ve venir de Santa María a unos granaderos de la Guardia que conducen, entre otros, a su amigo el oficial jubilado de embajadas Miguel Gómez Morales, con quien hace unas horas asistió a los incidentes de la plaza de Palacio y que luego, no pudiendo sufrir el desafuero de la fusilada francesa, fue a batirse en los alrededores de la plaza Mayor. Al pasar maniatado y ver a González, Gómez Morales le pide ayuda.

– ¡Acuda usted a alguien, por Dios! ¡A quien sea!… ¡Estos bárbaros van a fusilarme!

Impotente, el ayudante de caballerizas ve cómo un caporal francés le cierra la boca a su amigo con una bofetada.

El mismo camino sigue otra cuerda de presos en la que figuran Domingo Braña Calbín, mozo de tabaco de la Real Aduana, y Francisco Bermúdez López, ayuda de cámara de Palacio. Braña y Bermúdez se cuentan entre quienes con más coraje se han batido en las calles de Madrid, y diversos testigos acreditarán puntualmente su historia. Braña, asturiano, tiene cuarenta y cuatro años y ha sido capturado cuando peleaba al arma blanca, con un valor extremo, cerca del Hospital General. En cuanto a Francisco Bermúdez, vecino de la calle de San Bernardo, salió al estallar los tumultos armado con una carabina de su propiedad, y tras pelear durante toda la mañana donde la refriega era más intensa -«bizarramente» , afirmarán los testigos en un memorial-, fue apresado cuando, herido y exhausto, rodeado de enemigos y aún con su carabina en las manos, ya no podía valerse. Antonio Sanz, portero de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte, lo identifica al pasar llevado por los franceses, junto a la parroquia de Santa María. Al poco rato, también Juliana García, una conocida que vive en la calle Nueva, lo ve desde su balcón, entre otros presos, «cojeando de una herida en la pierna y con la cara quemada de pólvora».

Otros tienen más suerte. Es el caso del joven Bartolomé Fernández Castilla, que en la plazuela del Ángel salva la vida de milagro. Sirviente en casa del marqués de Ariza, donde se aloja el general francés Emmanuel Grouchy, Fernández Castilla salió a pelear con el primer alboroto del día, armado de una escopeta. Asistió así a los combates de la puerta del Sol, y tras batirse en las callejuelas que van de San Jerónimo a Atocha, resultó herido por una descarga hecha desde la plaza Mayor. Disperso su grupo, llevado por tres compañeros de aventura hasta la casa de su amo, donde lo dejan en el portal, es rodeado por la guardia del general francés, que pretende acabarlo a bayonetazos. Lo advierte una criada, pide socorro, acuden los demás sirvientes y se oponen todos a los franceses. Porfían unos y otros, amagan empujones y golpes, logran los criados meter a Fernández Castilla en la casa, y sólo se calman los ánimos cuando acude un ayudante del general Grouchy, quien ordena respetar la vida del mozo y llevarlo preso en una camilla al Buen Retiro. Vuelven a amotinarse los criados, negándose a entregarlo, y hasta las cocineras salen a forcejear con los imperiales. El propio marqués, don Vicente María Palafox, termina por intervenir y convence a los franceses de que respeten al herido. Bajo su cuidado personal, el joven permanecerá en cama cuatro meses, convaleciente de sus heridas. Años más tarde, acabada la guerra contra Napoleón, el marqués de Ariza comparecerá por iniciativa propia ante la comisión correspondiente, para que las autoridades concedan a su criado una pensión por los servicios prestados a la patria.

Mientras en la plazuela del Ángel se decide sobre la vida o muerte de Bartolomé Fernández Castilla, cerca de allí, en la de la Provincia, el portero jefe de la Cárcel Real, Félix Ángel, oye golpes en la parte trasera del edificio y acude a ver quién llama. Al cabo empiezan a llegar presos de los que salieron a combatir por la mañana. Muchos vienen ahumados de pólvora, rotos de la lucha, ayudando a caminar a sus camaradas; pero todos se tienen, más o menos, sobre sus pies. Acuden solos, en parejas o pequeños grupos, sofocados por el esfuerzo de la carrera que se han dado para escapar de los franceses.

– Nunca pensé que me alegraría de volver aquí -comenta uno.

No falta quien conserva ánimo para alardear de lo que hizo afuera, ni quien tuvo tiempo de remojarse en la taberna del arco de Botoneras. Varios traen las ropas manchadas de sangre, no siempre propia, y también armas capturadas al enemigo: sables, fusiles y pistolas que van dejando en el zaguán y que, a toda prisa, el portero jefe hace desaparecer arrojándolas al pozo. Entre ellos vienen el gallego Souto -vestido con una casaca de artillero francés- y un sonriente Francisco Xavier Cayón, el recluso que escribió la petición para que los dejaran salir a la calle bajo palabra de reintegrarse a prisión cuando todo acabase.

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