– ¿Cuándo llegan los refuerzos, señor capitán? -pregunta Ramona García Sánchez, que se ha situado junto a Daoiz, cuchillo en una mano y bayoneta en la otra-… Porque la verdad es que tardan, sentrañas.
– Pronto.
La maja sonríe, hombruna y feroz, sucio el rostro de pólvora.
– Pues como tarden más de minuto y medio, a buenas horas.
Daoiz abre la boca para ordenar la última andanada: los franceses están a punto de rebasar la esquina de San Andrés, a cuarenta pasos. Y en ese instante, cuando la columna enemiga llega al mismo cruce, suenan clarinazos y alguien uniformado, un oficial español, aparece en la esquina con un sable en alto y, anudada en el, una bandera blanca.
– ¡Deteneos!… ¡Alto el fuego!
La tentación de evitar más efusión de sangre es poderosa. El comandante Montholon sabe que, aunque tome el parque de artillería por asalto, las bajas entre su tropa serán muchas. Y ese oficial que llega agitando bandera de parlamento mientras hace esfuerzos desesperados para que cese el combate, ofrece una oportunidad que sería suicida -literalmente, pues el propio Montholon avanza a la cabeza de sus hombres- desaprovechar. Por eso el francés ordena detenerse a la columna y colgar los fusiles al hombro culata arriba, a la funerala. El momento es de extrema tensión, pues aún hay disparos y la actitud de los españoles no está clara. Desde la puerta del parque llegan gritos con órdenes y contraórdenes, mientras un oficial de baja estatura y casaca azul se mueve entre los cañones con los brazos en alto, conteniendo a su gente. Un disparo abate a un soldado imperial, que se desploma entre las protestas de indignación de sus camaradas. Confuso, Montholon está a punto de ordenar que prosiga el ataque cuando, tras otros dos tiros sueltos, el fuego cesa por completo, y desde las tapias y ventanas del parque algunos insurrectos se incorporan para ver qué ocurre. El oficial de la bandera blanca ha llegado hasta los cañones, donde todos gritan y discuten. Montholon no entiende una palabra del idioma, así que ordena al intérprete, pegado a sus talones con el corneta y un tambor, que traduzca cuanto oiga. Luego ordena a la columna seguir adelante a paso ordinario, manteniendo los fusiles culata arriba, hasta que llegan a diez pasos de los cañones. Allí, un oficial sin sombrero y con una charretera de su casaca verde partida de un sablazo les sale al encuentro, y gesticulando con malos modos suelta una áspera parrafada en español, que remata en mal francés:
– Si continués, ye ordone vu tirer desús… ¿Comprí o no comprí?
– Dice… -empieza a traducir el intérprete.
– Comprendo perfectamente lo que dice -responde Montholon.
Ordenando hacer alto a la columna, el comandante francés se adelanta seguido por el intérprete, el corneta y los capitanes Hiller y Labedoyere, hacia el grupo formado por el oficial de la bandera blanca, el de la casaca azul -capitán de artillería, comprueba al ver de cerca los ribetes rojos del uniforme-, el de la casaca verde, que es otro capitán, y media docena de militares y paisanos que se adelantan entre los cañones, más curiosos que los demás, agolpados detrás de las cureñas, en la puerta, sobre las tapias y en las ventanas del parque, armas en mano, en actitud al tiempo curiosa y hostil. Hasta del convento de las Maravillas salen hombres armados a ver qué ocurre, y escuchan y miran desde la verja retorcida de balazos. El oficial recién llegado discute vivamente con los otros dos. Montholon observa que también lleva distintivos de capitán y viste uniforme blanco con vueltas carmesíes, como algunos de los soldados que defienden el parque. Eso lo identifica con el mismo regimiento al que pertenece esa tropa. Sin embargo, entre ésta se ven también casacas azules de artillería, como la que lleva el capitán bajito. Y aunque el capitán alto lleva en el cuello las bombas de artillero, su casaca verde lo distingue como perteneciente al estado mayor de esa arma. Desconcertado, el comandante francés se pregunta a quién tiene enfrente, en realidad, y quién diablos manda allí.
Además de sudoroso y jadeante, el capitán Melchor Álvarez, del regimiento de infantería Voluntarios del Estado, está irritado. El sudor y el jadeo se deben a la carrera que acaba de darse desde el cuartel de Mejorada, donde el coronel don Esteban Giraldes lo comisionó hace quince minutos con la instrucción de ordenar a los responsables del parque de Monteleón que cesen el fuego y entreguen el recinto a los franceses. En cuanto a la irritación, proviene de que, pese al riesgo que ha corrido interponiéndose entre los contendientes sin más resguardo que un pañuelo blanco en la punta del sable, ninguno de los oficiales al mando de aquel disparate le hace el menor caso. El capitán Luis Daoiz le ha dicho que se vaya por donde vino, y el otro insurrecto, Pedro Velarde, acaba de reírse con todo descaro en su cara:
– El coronel Giraldes no manda aquí.
– ¡No es cosa de Giraldes, sino de la Junta de Gobierno! -insiste Álvarez, mostrando el documento-. La orden viene firmada por el ministro de la Guerra en persona… Lo indigna esta sinrazón, y ordena cesar el fuego inmediatamente.
– El ministro pierde el tiempo -declara Velarde-. Y usted, también.
– Están solos. Nadie va a secundarlos, y en el resto de la ciudad reina la calma.
– ¡Le digo que pierde el tiempo, rediós!… ¿Está sordo?
El capitán Álvarez mira malhumorado al oficial de estado mayor. Al entregarle la orden, el coronel Giraldes lo previno sobre la exaltación y fanatismo de ese Pedro Velarde, aunque sin detallarle que llegara a tal extremo. Más inquietante resulta que el otro capitán, cuya reputación es de hombre ecuánime y sereno, se enroque de tal manera. Lo cierto, concluye Álvarez observando los estragos y los regueros de sangre en el suelo, la gente agolpada y expectante, es que todo ha ido demasiado lejos.
– Son ustedes unos irresponsables -insiste severo-. Están precipitando al pueblo, y lo exponen a consecuencias aún más desastrosas… ¿No les basta la sangre derramada por unos y otros?
El capitán Daoiz estudia a los franceses. El jefe de la columna se mantiene a cuatro pasos, acompañado de dos capitanes y un corneta. A su lado, un intérprete traduce cuanto se habla. El comandante escucha atento, inclinada a un lado la cabeza, fruncido el ceño y manoseando la hebilla del cinturón, el sable todavía en la otra mano.
– Al pueblo lo ametrallan y su sangre la vierten estos señores -dice Daoiz, señalando al francés-. Y el Gobierno, y usted mismo, capitán Álvarez, y muchos otros, siguen cruzados de brazos, mirando.
– Eso -interviene Velarde, muy acalorado- cuando no lo hacen en connivencia directa con el enemigo.
Álvarez, que es hombre poco sufrido, siente que la cólera le sube a la cabeza. No es partidario de los franceses, sino militar fiel a las ordenanzas y al rey Fernando VII. Está allí, órdenes aparte, porque considera la resistencia a los imperiales una aventura temeraria e inútil. Ni el pueblo y los militares juntos, ni España entera levantada en armas, tendrían la menor posibilidad frente al ejército más poderoso del mundo.
– ¿Enemigo? -protesta, amoscado-. Aquí el único enemigo es el populacho sin freno y el desorden… ¡Y lo de la connivencia lo tomo como un insulto personal!
Pedro Velarde se adelanta un paso, duros los rasgos, la mano izquierda crispada en torno a la empuñadura del sable.
– ¿Y qué? ¿Quiere que le dé satisfacción?… ¿Le apetece batirse conmigo?… Pues retire esa vergonzosa bandera blanca y júntese con estos señores franceses, que ellos y usted se verán bien servidos.
– Tranquilízate -tercia Daoiz, sujetándolo por un brazo.
– ¿Que me tranquilice? -Velarde se libera de la mano del otro, con malos modos-. ¡Que se vayan ellos al diablo, maldita sea!
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