Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– ¿Ha sido duro?

– A ratos.

Sin más comentarios, con el aplomo de la gente cruda, Cayón se va derecho al porrón de vino que el portero jefe tiene sobre la mesa de la entrada, echa atrás la cabeza y se mete un largo chorro en el gaznate. Luego se lo pasa a Souto, que hace lo mismo.

– ¿Muchas desgracias? -se interesa Félix Ángel.

Cayón se seca la boca con el dorso de la mano.

– Que yo sepa, han matado a Pico.

– ¿A Frasquito? ¿El pastor mozo de la Paloma?

– Ese mismo. Y a Domingo Palén también se lo llevaron herido al hospital, pero no sé si habrá llegado o no… También me parece que vi caer a otros dos, pero de ésos no estoy seguro.

– ¿Quiénes?

– Quico Sánchez y el Gitano.

– ¿Y los demás que faltan?

El preso cambia una mirada guasona con su compañero Souto y luego se encoge de hombros.

– No sé. Estarán por ahí.

– Prometieron volver.

El otro le guiña un ojo.

– Pues si lo prometieron, volverán, ¿no?… Supongo.

El pronóstico de Francisco Xavier Cayón se cumple casi al pie de la letra. El último preso llamará a la puerta principal de la Cárcel Real al mediodía del día siguiente, bien afeitado y vestido con ropa limpia, tras haber pasado tranquilamente la noche en su casa del Rastro, con la familia. Y el recuento definitivo, remitido dos días más tarde por el portero jefe al director de la cárcel, concluirá con la siguiente lista:

Presos: 94

Se negaron a salir: 38

Salieron: 56

Muertos: 1

Heridos: 1

Desaparecidos (que se dan por muertos): 2

Prófugos: 1

Regresaron: 51

En la cuesta de San Vicente, a Joachim Murat se lo llevan los diablos. Sus ojos de brutal espadón echan chispas entre los rizos negros y las frondosas patillas. Un ayudante lo está poniendo al corriente de los sucesos en el parque de artillería.

– ¿Prisioneros? -Murat no da crédito a lo que oye-. ¡Imposible!… ¿Cuántos?

El ayudante traga saliva. Tampoco él daba crédito hasta que acudió en persona a comprobarlo. Acaba de regresar con las espuelas ensangrentadas, reventando a su caballo.

– Han cogido al comandante Montholon con varios oficiales y unos cien soldados de su columna -dice con cuanta suavidad le es posible, viendo enrojecer el rostro de su interlocutor-… Si se les suman los heridos que han metido dentro y el destacamento de setenta y cinco hombres que teníamos allí cuando se sublevó el cuartel, salen unos… En fin… Alrededor de doscientos.

El gran duque de Berg, los ojos inyectados en sangre, lo agarra por los alamares bordados de la pelliza.

– ¿Doscientos?… ¿Me está diciendo que esa gentuza tiene en su poder a doscientos prisioneros franceses?

– Más o menos, Alteza.

– ¡Hijos de puta!… ¡Hijos de la grandísima puta!

Ciego de ira, Murat dirige una mirada homicida a dos dignatarios españoles que aguardan algo más lejos, descubiertos y a pie. Se trata de los ministros de Hacienda, Azanza, y de la Guerra, O’Farril, a los que hace esperar desde hace rato. A última hora de la mañana, Murat mandó un mensaje al Consejo de Castilla para que aplacase al pueblo, so pena de males mayores. Y los dos ministros, tras recorrer -inútilmente y con riesgo para su integridad física- las calles próximas al Palacio Real, se han presentado al jefe de las tropas francesas para pedirle que no extreme el rigor en la venganza.

– ¡Que no lo extreme, dicen!… ¡Van a ver todos lo que es extremar de verdad!

Acto seguido, descompuesto y a gritos, Murat ordena una sucesión de represalias que incluyen arcabucear sobre el terreno a todo madrileño culpable de la muerte de un francés, así como el juicio sumarísimo, condena de muerte incluida, de cuantos hombres, mujeres o muchachos sean apresados con armas en la mano, desde las de fuego hasta simples navajas, tijeras y cualquier instrumento que pinche o corte. También ordena la detención inmediata, en su domicilio, de todo sospechoso de haber intervenido en el motín, y autoriza a los imperiales a entrar en casas desde las que se haya disparado contra ellos.

– ¿Qué hacemos con los insurrectos del parque de artillería, Alteza?

– Fusílenlos a todos.

– Antes habrá que… Bueno. Tendremos que tomar el parque.

Con violencia, Murat se vuelve hacia el general de división Joseph Lagrange.

– Oiga, Lagrange. Quiero que se ponga usted al mando del Sexto regimiento de la brigada Lefranc, que se está moviendo desde la carretera de El Pardo y San Bernardino hacia Monteleón. Y que con ésta, auxiliado de artillería y de cuantas fuerzas necesite, incluido lo que quede del batallón de Westfalia y del Cuarto provisional, acabe con la resistencia del parque. ¿Me oye?… Páselos a cuchillo a todos.

El otro, un soldado veterano y duro, con las campañas de los Pirineos, Egipto y Prusia en la hoja de servicios, se cuadra con un taconazo.

– A la orden, Alteza.

– No quiero recibir de usted ningún parte, ningún informe, ningún mensaje. ¿Comprende?… No quiero saber una maldita palabra de nada que no sea el completo exterminio de los rebeldes… ¿Lo ha entendido bien, general?

– Perfectamente, Alteza.

– Pues muévase.

Aún no ha montado Lagrange a caballo, cuando Murat se vuelve hacia Augustin-Daniel Belliard, también general de división y jefe de su estado mayor.

– ¡Belliard!

– A la orden.

El gran duque de Berg señala, despectivo, a los dos ministros españoles que aguardan mansamente a que los reciba. Semanas más tarde, ambos se pondrán sin reservas al servicio del rey intruso José Bonaparte. Ahora siguen esperando, sin que nadie los atienda. Hasta los batidores y granaderos de la escolta de Murat se les ríen en la cara.

– Ocúpese de esos dos imbéciles. Que sigan ahí, pero lejos de mi vista… Ganas me dan de hacerlos fusilar a ellos también.

Apoyado en una jamba rota de la puerta de Monteleón, el capitán Luis Daoiz no se hace ilusiones. Desde el desastre de la columna francesa no han sufrido ningún ataque serio, pero los tiradores enemigos mantienen la presión. El cerco es total, y los servidores de los cañones españoles se mantienen lo más a cubierto que pueden para eludir los disparos. Todo el que cruza entre la puerta del parque, el convento de las Maravillas y las casas contiguas, debe hacerlo a la carrera, con riesgo de recibir un balazo. Y por si fuera poco, el capitán Goicoechea, que con sus Voluntarios del Estado y buen número de paisanos sigue apostado en las ventanas altas del edificio principal, anuncia movimiento de cañones enemigos por la parte de San Bernardo, junto a la fuente de Matalobos. Todo indica que los franceses preparan un nuevo asalto en toda regla, y que esta vez no tienen intención de fracasar.

– ¿Cómo ves el panorama? -pregunta Pedro Velarde.

Daoiz mira a su amigo, que viene fumando una pipa. Lleva el sable en la funda y dos pistolas metidas en el cinto. Con algunos botones menos en la casaca, la charretera partida y la mugre del combate, más parece contrabandista de Ronda que oficial de estado mayor. Tampoco yo, piensa el capitán, debo de tener mejor aspecto.

– Mal -responde.

Los dos militares permanecen callados, atentos a los sonidos del exterior. Salvo algún disparo esporádico de los tiradores ocultos, la ciudad está en silencio.

– ¿Cómo sigue el teniente Ruiz? -se interesa Daoiz.

– Gravísimo. No ha perdido el conocimiento, y sufre horrores… Un chico valiente, ¿verdad?… Un buen muchacho.

– ¿No sería mejor llevarlo al convento, con las monjas?

– No conviene moverlo. Ha perdido mucha sangre y podría quedarse en el camino. Lo tengo en la sala de oficiales, con otros heridos nuestros y franceses.

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