Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– El señor comandante dice que siente la muerte de tantos compatriotas suyos… Que lo siente de verdad.

Al escuchar las palabras que traduce el intérprete, el teniente Rafael de Arango mira a Charles Tristan de Montholon, coronel en funciones del 4.° regimiento provisional. Tras la retirada del grueso de las fuerzas imperiales, innecesarias ya en el conquistado parque de artillería, Montholon ha quedado al mando con quinientos soldados. Y lo cierto es que el jefe francés está tratando con humanidad a heridos y prisioneros. Hombre educado, generoso en apariencia, no parece guardar rencor por su breve cautiverio. «Azares de la guerra», comentó hace un rato. Ante el estrago de tanto muerto y herido, muestra una expresión apenada, noble. Parece sincero en tales sentimientos, así que el teniente Arango se lo agradece con una inclinación de cabeza.

– También dice que eran hombres valientes -añade el intérprete-. Que todos los españoles lo son.

Arango mira en torno, sin que las palabras del francés lo consuelen del triste panorama que se ofrece a sus ojos enrojecidos, donde el humo de pólvora que le tizna el rostro forma legañas negras. Sus jefes y compañeros lo han dejado solo para ocuparse de los heridos y los muertos. Los demás se fueron con orden de mantenerse a disposición de las autoridades, después de un tira y afloja entre el duque de Berg -que pretendía fusilarlos a todos- y el infante don Antonio y la Junta de Gobierno. Ahora parece haberse impuesto la cordura. Quizá los imperiales y las autoridades españolas hagan cuenta nueva con los militares sublevados, atribuyendo la responsabilidad de lo ocurrido a los paisanos y a los muertos. De éstos hay donde escoger. Todavía se identifican cadáveres españoles y franceses. En el patio del cuartel, donde los cuerpos se alinean cubiertos unos por sábanas y mantas y descubiertos otros en sus horribles mutilaciones, grandes regueros de sangre apenas coagulada bajo el sol surcan la tierra de fango rojizo.

– Un espectáculo lamentable -resume el comandante francés.

Es más que eso, piensa Arango. El primer balance, sin considerar los muchos que morirán de sus heridas en las próximas horas y días, es aterrador. A ojo, en un primer vistazo, calcula que los franceses han tenido en Monteleón más de quinientas bajas, sumando muertos y heridos. Entre los defensores, el precio es también muy alto. Arango ha contado cuarenta y cuatro cadáveres y veintidós heridos en el patio, y desconoce cuántos habrá en el convento de las Maravillas. Entre los militares, además de los capitanes Daoiz y Velarde y el teniente Ruiz, siete artilleros y quince de los Voluntarios del Estado que vinieron con el capitán Goicoechea están muertos o heridos, y se ignora la suerte reservada al centenar de paisanos apresados al final del combate; aunque según las disposiciones del mando francés -fusilar a quienes hayan tomado las armas- ésta tiene mal cariz. Por fortuna, mientras los imperiales entraban por la puerta principal, buena parte de los defensores pudo saltar la tapia de atrás y darse a la fuga. Aun así, antes de irse con los capitanes Cónsul y Córdoba, los oficiales supervivientes y el resto de los artilleros y Voluntarios del Estado -desarmados y con la aprensión de que los franceses cambien de idea y los arresten de un momento a otro-, Goicoechea confió a Arango que en los sótanos y desvanes del parque hay numerosos civiles escondidos. Eso inquieta al joven teniente, que procura disimularlo ante el comandante francés. No sabe que casi todos lograrán escapar, sacados de allí con sigilo al llegar la noche por el teniente de Voluntarios del Estado Ontoria y el maestro de coches Juan Pardo.

Hay un grupo de heridos puestos aparte, bajo la sombra del porche del pabellón de guardia. Alejándose de Montholon y del intérprete, Rafael de Arango se acerca a ellos mientras camilleros franceses y españoles empiezan a trasladarlos a casa del marqués de Mejorada, en la calle de San Bernardo, convertida en hospital por los imperiales. Son los artilleros y Voluntarios del Estado que siguen vivos. Separados de los paisanos, esperan el momento de su evacuación, después de que la buena voluntad del comandante francés haya facilitado las cosas.

– ¿Cómo se encuentra, Alonso?

El cabo segundo Eusebio Alonso, tumbado sobre un lodoso charco de sangre con un torniquete y un vendaje empapado de rojo en la ingle, lo mira con ojos turbios. Fue herido de mucha gravedad en el último instante de la lucha, batiéndose junto a los cañones.

– He tenido días mejores, mi teniente -responde con voz muy baja.

Arango se pone en cuclillas a su lado, contemplando el rostro del bravo veterano: demacrado y sucio, el pelo revuelto, los ojos enrojecidos de sufrimiento y fatiga. Hay costras de sangre seca en la frente, el bigote y la boca.

– Van a llevárselo ahora al hospital. Se pondrá bien.

Alonso mueve la cabeza, resignado, y con débil ademán se indica la ingle.

– Ésta es la del torero, mi teniente… La femoral, ya sabe. Me voy despacito, pero me voy.

– No diga bobadas. Lo van a curar. Yo mismo me ocuparé de usted.

El cabo frunce un poco el ceño, como si las palabras de su superior lo incomodaran. Muchos años más tarde, al escribir una relación de esta jornada, Arango recordará puntualmente sus palabras:

– Acuda usted mejor a quien pueda tener remedio… Yo no me he quejado ni he llamado a nadie… Yo no llamo más que a descansar de una vez. Y lo hago conforme, porque muero por mi rey, y en mi oficio.

Tras vigilar el traslado de Alonso -fallecerá poco después, en el hospital- Arango se acerca a echar un vistazo al teniente Jacinto Ruiz, a quien en ese momento colocan en una camilla. Ruiz, que hasta ahora no ha recibido más atención que un mal vendaje, está pálido por la pérdida de sangre. Su respiración entrecortada hace temer a Arango -ignora que el teniente de Voluntarios del Estado padece de asma- que haya una lesión mortal en los pulmones.

– Se lo llevan ahora, Ruiz -le dice Arango, inclinándose a su lado-. Se curará.

El otro lo mira aturdido, sin comprender.

– ¿Van a… fusilarme? -pregunta al fin, con voz desmayada.

– No diga barbaridades, hombre. Todo acabó.

– Morir desarmado… De rodillas -balbucea Ruiz, cuya piel sucia reluce de sudor-. Una ignominia… No es final para un soldado.

– Nadie va a fusilarle, créame. Nos han dado garantías.

La mano derecha del herido, asombrosamente vigorosa por un momento, se engarfía en un brazo de Arango.

– Fusilado no es… manera honrosa… de acabar.

Dos enfermeros se hacen cargo del teniente. Al levantar la camilla su cabeza cae a un lado, balanceándose al paso de quienes lo llevan. Arango lo mira alejarse, y luego echa un vistazo en torno. No tiene nada más que hacer allí -los civiles heridos están siendo llevados al convento de las Maravillas-, y las palabras de Jacinto Ruiz le producen singular desazón. Su experiencia de las últimas horas, el trato que se da a los paisanos y la enormidad de las bajas imperiales, lo preocupa. Arango sabe lo que puede esperarse de las garantías francesas y del poco vigor con que las autoridades españolas defienden a su gente. Todo dependerá, en última instancia, del capricho de Murat. Y no van a ser pundonorosos gentilhombres como el comandante Montholon los que detengan a su general en jefe, si éste decide dar amplio y sonado escarmiento. «Deberías poner tierra de por medio, Rafael», se dice con una punzada de alarma. De pronto, el recinto devastado del parque de artillería le parece una trampa de las que llevan derecho al cementerio.

Tomando su decisión, Arango va en busca del comandante imperial. Por el camino se compone la casaca, abrochándola para que adopte el aspecto más reglamentario posible. Una vez ante el francés, pide a través del intérprete licencia para ir a su casa.

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