Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– ¡Tengo tres hijos pequeños!… ¡Voy a dejar una mujer viuda, una madre anciana y tres criaturas!

Impasibles, los imperiales siguen con sus preparativos. Resuenan las armas al amartillarse. El amanuense Sobola, que conoce el francés, se dirige en ese idioma al suboficial que manda el piquete, proclamando la inocencia de todos. Para su fortuna, el suboficial, un sargento joven y rubio, se queda mirándolo.

Est-ce que vous parlez notre langue? -pregunta, sorprendido.

Oui! -exclama el amanuense, con la elocuencia de la desesperación-. Je parle français, naturellement.!

El otro aún lo observa un poco más, pensativo. Luego, sin decir palabra, lo aparta del grupo y lo aleja a empujones, devolviéndolo al calabozo mientras los soldados levantan los fusiles y apuntan al resto. Mientras se lo llevan -logrará salir de allí al día siguiente, milagrosamente vivo-, Esteban Sobola escucha los últimos gritos de sus compañeros, interrumpidos por una descarga.

Anochece. Sentado en un poyo junto a la fuente de los Caños, envuelto en su capote y cubierto con una montera, el cerrajero Blas Molina Soriano se confunde con la oscuridad que empieza a adueñarse de las calles de Madrid. Lleva un rato inmóvil, el corazón oprimido por cuanto ha visto. Se retiró a este rincón de la plaza desierta después de que unos jinetes franceses dispersaran un pequeño grupo de vecinos que, con el irreductible cerrajero entre ellos, reclamaba libertad para una cuerda de presos conducidos por la calle del Tesoro hacia San Gil. Toda la tarde, desde que salió de su casa al volver del parque de artillería, Molina ha ido de un lado a otro, consumido por la desazón y la impotencia. Nadie lucha ya, ni se resiste. Madrid es una ciudad en tinieblas, estrangulada por las tropas enemigas. Quienes se aventuran por las calles para cambiar de refugio, volver a casa o indagar el paradero de amigos y familiares, lo hacen furtivamente, apresurando el paso en las sombras, expuestos a ser detenidos o recibir, sin previo aviso, el disparo de un centinela francés. Las únicas luces encendidas son las hogueras que los piquetes imperiales hacen en esquinas y plazas con muebles de las viviendas saqueadas. Y esa luz oscilante, rojiza y siniestra, ilumina bayonetas, piezas de artillería, muros acribillados a balazos, cristales rotos y cadáveres tirados por todas partes.

Blas Molina se estremece bajo el capote. De algunas casas brotan gritos y llantos, pues las familias se angustian por la suerte de los ausentes o se duelen con tanta muerte consumada o inevitable. De camino a esta parte de la ciudad, el cerrajero se ha cruzado con parientes de presos y desaparecidos. Procurando no formar grupos que susciten la ira de los franceses, esa pobre gente acude a Palacio o a los Consejos, reclamando mediaciones imposibles: hace rato que ministros y consejeros se han retirado a sus casas; y a los pocos que interceden ante las autoridades imperiales nadie los atiende. Descargas aisladas de fusilería siguen sonando en la noche, tanto para señalar nuevas ejecuciones como para mantener a los madrileños amedrentados y en sus casas. De camino a los Caños del Peral, Molina ha visto cuatro cadáveres recientes junto al convento de San Pascual y otros tres entre la fuente de Neptuno y San Jerónimo -según contó un vecino, venían de esquilar mulas en el Retiro y los franceses les hallaron encima las tijeras-, además de mucho muerto suelto que nadie recoge y diecinueve cuerpos cosidos a tiros en el patio del Buen Suceso, todos en montón y arrimados a un muro.

Considerando todo eso con extremo dolor, Blas Molina llora al fin, de rabia y de vergüenza. Tantos valientes, concluye. Tantos muertos en el parque de Monteleón y en otros lugares, para que todo acabe bajo el telón siniestro de la noche negra, las hogueras francesas de las que llegan risas y voces de borrachos, las descargas que sobrecogen el corazón de los madrileños que hace un rato luchaban, desafiando el peligro, por su libertad y por su rey.

«Juro vengarme», se dice, erguido de pronto en la oscuridad. «Juro que me vengaré de los franceses y de cuanto han hecho. De ellos y de los traidores que nos han dejado solos. Y que Dios me mate si desmayo.»

Blas Molina Soriano mantendrá el juramento. La Historia de los turbulentos tiempos futuros ha de registrar, también, su humilde nombre. Huido de Madrid para evitar represalias, vuelto después de la batalla de Bailén a fin de colaborar en la defensa de la ciudad, huido de nuevo tras la capitulación, el tenaz cerrajero acabará por unirse a las guerrillas. Finalizada la contienda, Molina escribirá un memorial -«Quedando abandonada mi mujer en total desamparo, para hacer yo el servicio de V.M y la Patria…»- solicitando del rey un modesto empleo en la Corte. Pero Fernando VII, regresado a España tras pasar la guerra en Bayona felicitando a Bonaparte por sus victorias, no responderá nunca.

9

El asturiano José María Queipo de Llano, vizconde de Matarrosa y futuro conde de Toreno, tiene veintidós años. Elegante, culto, de ideas avanzadas que en otro momento lo situarían más cerca de los franceses que de sus compatriotas, será con el tiempo uno de los constitucionalistas de Cádiz, exiliado liberal con el regreso de Fernando VII y autor de una fundamental Historia del levantamiento, guerra y revolución de España . Pero esta noche, en Madrid, el joven vizconde está lejos de imaginar todo eso; ni tampoco que dentro de veintiocho días se hará a la mar desde Gijón a bordo de un corsario inglés, con objeto de pedir ayuda en Londres para los españoles en armas.

– No hemos podido salvar a Antonio Oviedo -dice abatido, dejándose caer en un sillón.

Los amigos en cuya casa acaba de entrar -los hermanos Miguel y Pepe de la Peña- se muestran desolados. Desde media tarde, en compañía de su primo el también asturiano Marcial Mon, José María Queipo de Llano ha estado recorriendo Madrid en procura de la liberación de un íntimo de todos ellos, Antonio Oviedo; que, sin haber intervenido en los enfrentamientos, fue apresado por los franceses al cruzar una calle, yendo desarmado y sin que mediara provocación por su parte.

– ¿Lo han fusilado? -pregunta Pepe de la Peña, lleno de angustia.

– A estas horas, seguro.

Queipo de Llano refiere a sus amigos lo ocurrido. Tras indagar el paradero de Antonio Oviedo, él y Mon averiguaron que lo habían llevado al Prado con otros presos, y que allí, pese a las promesas de Murat y a las afirmaciones de que todo estaba compuesto y terminado, se ejecutaba sin juicio ni procedimiento a revoltosos y a inocentes. Alarmados, los dos amigos fueron a casa de don Antonio Arias Mon, que además de gobernador del Consejo y miembro de la Junta de Gobierno es pariente del joven Marcial Mon y del propio Queipo de Llano.

– El pobre anciano, rendido de cansancio, estaba durmiendo la siesta… Confiaba, como todos, en que Murat mantendría su palabra. Y cuando logramos despertarlo y contarle lo que pasaba, no lo podía creer… ¡Tanto repugnaba a su honradez!

– ¿Y qué hizo?

– Lo que cualquier persona decente. Convencido al fin de que cuanto contábamos era cierto, se lamentó, diciendo: «¡Y yo, que de buena fe, he procurado quitar las armas al pueblo, empeñando mi palabra!». Luego nos dio de su puño y letra una orden para que se pusiera en libertad a Oviedo, estuviera donde estuviese. Corrimos con ella de un lado a otro, pasando entre franceses y más franceses…

– Que nos dieron buenos sustos -apunta Marcial Mon.

– El caso es que terminamos en la casa de Correos -prosigue Queipo de Llano-, donde manda por los nuestros el general Sexti. Aunque lo de manda es un decir.

– Conozco a Sexti -dice Miguel de la Peña-. Un italiano estirado y fatuo, al servicio de España.

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