Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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El tono de ese oficio contrasta con otros que el mismo jefe superior de Artillería de Madrid escribirá en los días siguientes, a medida que vayan sucediéndose acontecimientos en la capital y en el resto de España. El último de tales documentos, firmado por Navarro Falcón en Sevilla en abril de 1814, terminada la guerra, concluirá con estas palabras:

El 2 de mayo de 1808 los referidos héroes Daoiz y Velarde adquirieron la gloria que inmortalizará sus nombres y ha dado tanto honor a sus familias y a la nación entera.

Mientras el director de la junta de Artillería escribe su informe, en el edificio de Correos de la puerta del Sol se reúne la comisión militar presidida por el general Grouchy, a quien el duque de Berg ha encomendado juzgar a los insurrectos capturados con armas en la mano. Por parte española, la Junta de Gobierno mantiene allí al teniente general José de Sexti. Emmanuel Grouchy -cuya negligencia influirá siete años más tarde en el desastre de Waterloo- es hombre experto en represiones: en su currículum vitae consta, con letras negras, el incendio de Strevi y las ejecuciones de Fossano durante la insurrección del Piamonte en el año 99. En cuanto a Sexti, desde el primer momento decide inhibirse, dejando en manos francesas la suerte de los prisioneros que llegan atados, de uno en uno o en pequeños grupos, y a quienes los jueces no escuchan ni ven siquiera. Convertidos en tribunal sumarísimo, Grouchy y sus oficiales resuelven fríamente nombre tras nombre, firmando sentencias de muerte que los secretarios redactan a toda prisa. Y mientras los magistrados españoles que recorrieron las calles proclamando «paz, que todo está compuesto» se retiran a sus casas, convencidos de que su pobre mediación devuelve la tranquilidad a Madrid, los franceses, libres de trabas, intensifican los apresamientos, y la matanza se establece ahora de un solo signo, a modo de venganza implacable.

Los primeros en sufrir ese rigor son los prisioneros depositados en las covachas de San Felipe, a los que acaban de unirse el impresor Cosme Martínez del Corral, traído desde su casa de la calle del Príncipe, el cerrajero de veintiséis años Bernardino Gómez y el panadero de treinta Antonio Benito Siara, apresado cerca de la plaza Mayor. De camino, mientras un piquete francés conducía a los dos últimos, una ronda de Guardias de Corps se topó con ellos e intentó liberarlos. Discutieron unos y otros, porfiaron los Guardias y acudieron mas franceses al tumulto. Al fin, los militares españoles no lograron impedir que los imperiales se salieran con la suya. Encerrados ahora en las covachuelas, un suboficial francés lleva a Correos la lista de ese depósito, donde Martínez del Corral, Gómez y Siara figuran junto al maestro de esgrima Vicente Jiménez, el contador Fernández Godoy, el corredor de letras Moreno, el joven criado Bartolomé Pechirelli y los otros detenidos, hasta un total de diecinueve. Firma el general Grouchy todas las sentencias de muerte -ni siquiera las lee- mientras el teniente general Sexti observa sin despegar los labios. Al instante, para angustia de los amigos y parientes que se atreven a permanecer en la calle y siguen de lejos a los presos que caminan entre bayonetas, éstos son llevados al Buen Suceso. En el trayecto, que es cono, los detenidos cruzan la puerta del Sol, llena de soldados y cañones, en cuyo pavimento, entre grandes regueros de sangre seca, yacen los caballos destripados por las navajas durante el combate de la mañana.

– ¡Nos van a matar! -grita el napolitano Pechirelli a la gente con la que se cruzan junto a la Mariblanca-. ¡Estos canallas nos van a matar!

De la cuerda de presos se alza un clamor desgarrado, de protesta y desesperación, coreado por los familiares que siguen el triste cortejo. A todas esas voces y llantos acuden más soldados franceses, que dispersan a la gente y empujan entre culatazos a los hombres maniatados. Llegan así al Buen Suceso, en una de cuyas salas vacías son confinados los prisioneros mientras sus verdugos los despojan de los escasos objetos de valor y prendas de buena ropa que aún conservan. Luego, sacados de cuatro en cuatro, son puestos ante un piquete de fusileros dispuesto en el claustro, que los arcabucea a quemarropa mientras los amigos y familiares, que aguardan afuera o en los corredores del edificio, gritan horrorizados al oír las descargas.

El Buen Suceso es el comienzo de una matanza organizada, sistemática, decretada por el duque de Berg pese a sus promesas a la Junta de Gobierno. A partir de las tres de la tarde, el estrépito continuo de fusilería, los gritos de los torturados y el vocerío de los verdugos sobrecoge a los pocos madrileños que, buscando noticias de los suyos, se aventuran cerca del Buen Retiro y el paseo del Prado. La alameda y el terreno comprendido entre los Jerónimos, la fuente de la Cibeles, las tapias de Jesús Nazareno y la puerta de Atocha se convierten en vasto campo de muerte donde irán amontonándose cadáveres a medida que decline el día. Los fusilamientos, que empezaron de forma espontánea por la mañana y se intensifican ahora con las sentencias de muerte oficiales, se suceden hasta la noche. Sólo en el Prado, los sepultureros llenarán al día siguiente nueve carros de cadáveres, pues la cantidad de ejecutados allí es enorme. Entre ellos se cuentan el zapatero Pedro Segundo Iglesias, que tras matar a un francés fue delatado por un vecino en la calle del Olivar, el mozo de labor del real sitio de San Fernando Dionisio Santiago Jiménez Coscorro , el toledano Manuel Francisco González, el herrero Julián Duque, el escribiente de lotería Francisco Sánchez de la Fuente, el vecino de la calle del Piamonte Francisco Iglesias Martínez, el criado asturiano José Méndez Villamil, el mozo de cuerda Manuel Fernández, el arriero Manuel Zaragoza, el aprendiz de quince años Gregorio Arias Calvo -hijo único del carpintero Narciso Arias-, el vidriero Manuel Almagro López, y el joven de diecinueve años Miguel Facundo Revuelta, jardinero de Griñón que combatió junto a su padre Manuel Revuelta, en cuya compañía vino a Madrid para intervenir contra los franceses. También fusilan a otros infelices que no han participado en la lucha, como es el caso de los albañiles Manuel Oltra Villena y su hijo Pedro Oltra García, apresados en la puerta de Alcalá cuando, ajenos a todo, venían de trabajar fuera de la ciudad.

Sortez!… ¡Afuega todos!

En un patio del palacio del Buen Retiro, el guardacoches del edificio, Félix Mangel Senén, de setenta años, entorna los ojos en la luz poniente y gris, bajo un cielo que de nuevo amenaza lluvia. Los franceses acaban de sacarlo a empujones de su improvisado calabozo, un almacén de la antigua fábrica de porcelana de la China donde ha pasado las últimas horas a oscuras, en compañía de otros detenidos. Mientras sus ojos se acostumbran a la claridad exterior, el guardacoches advierte que sacan también al cochero Pedro García y a los mozos de Reales Caballerizas Gregorio Martínez de la Torre, de cincuenta años, y Antonio Romero, de cuarenta y dos -los tres son subordinados suyos, y juntos se han batido contra los franceses hasta caer presos en la reja del Botánico-. Con ellos vienen el alfarero Antonio Colomo, trabajador de los tejares de la puerta de Alcalá, el comerciante José Doctor Cervantes y el amanuense Esteban Sobola. Todos están mugrientos, heridos o contusos, muy maltratados después de que los capturasen luchando o con armas escondidas. Los franceses se han ensañado con el alfarero Colomo, que por resistirse cuando fueron a buscarlo al tejar donde se escondía, vino lleno de golpes y ensangrentado. Apenas se tiene en pie, hasta el extremo de que deben sostenerlo sus compañeros.

Allez!… Vite!

El modo en que los franceses aprestan los fusiles no deja lugar a dudas sobre la suerte que aguarda a los prisioneros. Al advertirlo, prorrumpen en ruegos y lamentos. Colomo cae al suelo, mientras Mangel y Martínez de la Torre, que retroceden hasta apoyar las espaldas en el muro, insultan con gruesos términos a los verdugos. De rodillas junto a Colomo, que mueve débilmente los labios rotos -está rezando en voz baja-, Antonio Romero pide misericordia con gritos desgarrados.

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