– Madre del Amor Hermoso -murmura entre dientes el carpintero Pedro Navarro.
– Silencio, carajo.
Los franceses que llegan desde la calle Fuencarral son muchos. Por lo menos una compañía entera, calcula el portero de juzgado Félix Tordesillas, que tuvo en su juventud alguna experiencia militar. Vienen con redoble de tambor y bien formados, arrogantes, llevando desplegado un banderín tricolor. Para sorpresa de los paisanos que los observan ocultos, tanto oficiales como soldados se cubren con el alto chacó característico de los franceses, pero sus casacas de uniforme no son azules, sino blancas con pecheras abotonadas de color azul. Los preceden gastadores con hachas, granaderos y un par de oficiales.
– Ésos traen malas pulgas -susurra Cosme de Mora-. Que a nadie se le escape un tiro ni haga ruido, o estamos apañados.
El tambor francés ha enmudecido, y por las rendijas se ve a dos oficiales acercarse a la puerta del cuartel, llamar a ella a voces y con los puños, y mirar a los lados de la calle. Después uno de los oficiales da una orden, y una veintena de gastadores y soldados se acerca a la puerta y empieza a dar hachazos y golpes. En el almacén de esparto, arrodillado sobre un montón de sacos nuevos de arpillera, un ojo pegado a la rendija del postigo, el lencero Benito Amégide y Méndez se pasa la lengua por los labios y cuchichea con el sangrador Jerónimo Moraza, que está a su lado.
– No creo que los de adentro vayan a…
Un estampido ensordecedor le corta las palabras y el aliento, mientras la onda expansiva de tres explosiones encadenadas, rebotando en los muros de la calle, revienta los vidrios de las ventanas y arroja una nube de astillas, esquirlas y fragmentos de yeso y ladrillo que crujen y saltan por todas partes. Aturdidos, sin reponerse de su asombro, Cosme de Mora y sus hombres se asoman a la calle, fusil en mano, y lo que ven los deja estupefactos: las puertas del parque han desaparecido, y bajo el arco de hierro forjado penden sólo maderas rotas colgadas de sus bisagras. Frente a ellas, en una extensión semicircular de quince o veinte varas de diámetro, el suelo está cubierto de escombros, sangre y cuerpos mutilados de franceses, mientras los supervivientes de la tropa corren en completo desorden, atropellándose unos a otros.
– ¡Les han tirado desde dentro!… ¡Han disparado los cañones a través de la puerta!
– ¡Viva España!… ¡Que no escape ninguno!… ¡A ellos, a ellos!
La calle se llena de paisanos que disparan contra los franceses fugitivos, perseguidos casi hasta la fuente Nueva de los Pozos, en el cruce con la calle Fuencarral. El entusiasmo es delirante. De las casas salen hombres, mujeres y niños que se apoderan de las armas abandonadas por el enemigo en fuga, disparan contra los franceses que aún se hallan a la vista, rematan a los heridos a navajazos y cuchilladas y despojan los cuerpos de cuanto útil, arma, munición, dinero, anillos o ropa intacta llevan encima.
– ¡Victoria! ¡Van de huida!… ¡Victoria!… ¡Mueran los gabachos!
Con toda ingenuidad, la multitud -más grupos de vecinos quieren unirse ahora a los paisanos armados- pretende lanzarse tras los franceses, dándoles alcance hasta sus cuarteles. El teniente Arango, a quien Luis Daoiz ha hecho salir con varios artilleros para impedirlo, debe emplearse a fondo para convencer a la gente de que entre en razón.
– ¡No están vencidos! -grita hasta volverse ronco-. ¡Cuando se reorganicen, volverán! ¡Volverán!
– ¡¡Viva España y viva el rey!!… ¡¡Muera Napoleón!!… ¡¡Abajo Murat!!
Al fin, casi a golpes y empujones, Arango y los artilleros logran restablecer el orden. Los ayuda la llegada oportuna de la partida de civiles que acaudilla el cerrajero Blas Molina Soriano, que tras prolongados rodeos para evitar a los franceses -y una prudente espera en la calle de la Palma hasta ver en qué terminaba el último episodio-, se incorpora, al fin, al número de defensores de Monteleón. Recibido el refuerzo con alborozo y conducido al interior del parque, es Molina quien informa al capitán Daoiz de la presencia de más fuerzas imperiales en las proximidades. Acuden con mucha prisa, señala, desde la puerta de Santa Bárbara. Por su parte, observando los uniformes y divisas de la docena de enemigos muertos en la calle, el capitán Velarde, que por su experiencia de estado mayor conoce la composición de las fuerzas napoleónicas, identifica a la tropa que llevó a cabo el último intento. Se trata de una compañía adelantada del batallón de Westfalia, que suma al completo más de medio millar de hombres. Los mismos que, según el cerrajero Molina, acuden a paso ligero hacia Monteleón.
Junto a la fuente de la Mariblanca, en la puerta del Sol, Dionisio Santiago Jiménez, mozo de labor conocido por Coscorro en el real sitio de San Fernando, de donde es natural, ve morir a su amigo José Fernández Salcedo, de cuarenta y seis años, cuando una bala francesa le arranca media cara.
– ¡No os quedéis al descubierto, carajo! ¡Cubríos!
Coscorro y otros que andan cerca forman parte de los grupos de gente forastera, robusta y decidida, que entró ayer en Madrid para pronunciarse a favor de Fernando VII; y que hoy, lejos de sus casas y sin refugio posible, pelean en las calles con la determinación de quien no tiene adónde ir. Tal es el caso de muchos de los que integran la partida numerosa, casi un centenar de hombres, que lleva hora y media tenazmente pegada a los aledaños de la plaza, retirándose dispersa ante cada acometida francesa y volviendo a juntarse y pelear en cuanto puede. Están allí el sexagenario José Pérez Hernán de la Fuente y sus hijos Francisco y Juan, que vinieron ayer de Miraflores de la Sierra endomingados con marsellés, gorro de pelo y capote de grana, y también el jardinero del marqués de Santiago en Griñón Miguel Facundo Revuelta Muñoz, de diecinueve años, a quien acompaña su padre Manuel Revuelta, jardinero del real sitio de Aranjuez. Andan cerca, lanzando golpes de mano contra los franceses desde las puertas del hospital del Buen Suceso que dan a San Jerónimo y a Alcalá, los hermanos Rejón, con su bota de vino vacía y sus navajas ensangrentadas, en compañía de Mateo González, el actor Isidoro Máiquez, el oficial de imprenta Antonio Tomás de Ocaña, que va armado con un trabuco, los vecinos de Perales del Río Francisco del Pozo y Francisco Maroto, y los muchachos Tomás González de la Vega, de quince años, y Juanito Vie Ángel, de catorce. Este último se encuentra en compañía de su padre, el antiguo soldado inválido de Guardias Walonas Juan Vie del Carmen.
– ¡Ahí vienen más!
Cuatro jinetes polacos y unos dragones sables en mano se acercan al galope, dispuestos a dispersar el pequeño grupo que de nuevo se ha formado junto a la Mariblanca. En ese momento, saliendo del Buen Suceso, el oficial de imprenta Ocaña descerraja un trabucazo en el pecho de uno de los caballos, que cae arrastrando al jinete. Aún no ha tocado éste el suelo cuando los hermanos Rejón y Mateo González lo cosen a puñaladas, y Máiquez, que acaba de cargar una pistola, dispara contra los otros. Acuden los demás paisanos, sablean polacos y dragones, suenan mosquetazos de infantes franceses que cargan a la bayoneta desde la calle de Alcalá, y en medio de una confusión enorme, entre gritos y maldiciones, se baten todos con rápida ferocidad. Un sablazo deja fuera de combate a Mateo González, que se arrastra como puede, desangrándose, hasta un portal cercano. Suenan tiros, llegan más enemigos, cae Antonio Ocaña atravesado de un balazo, Francisco del Pozo retrocede dando alaridos con un profundo tajo de sable que casi le cercena un hombro, y el resto busca resguardo en el claustro del Buen Suceso, donde varias mujeres aterrorizadas gritan e intentan esconderse mientras suenan las descargas y los franceses fuerzan la entrada.
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