– ¡A ellos!… ¡Que lo paguen, esos gabachos!… ¡Que lo paguen!
Para unos y otros, el precio es terrible. Hay muertos en cada calle del centro, en cada portal y en cada esquina. El fuego de artillería, que no escatima la metralla, ha hecho desaparecer de balcones y ventanas a casi todos los tiradores españoles, y descargas continuas de fusileros, cazadores y granaderos mantienen desiertas las fachadas superiores, tejados y terrazas de los edificios. Varias mujeres perecen así, alcanzadas cuando arrojan desde sus casas macetas, floreros y muebles contra los franceses. Entre ellas se cuentan la aragonesa de treinta y seis años Ángela Villalpando, que muere en la calle Fuencarral; en la de Toledo, las vecinas Catalina Calderón, de treinta y siete años, y María Antonia Monroy, de cuarenta y ocho; en la del Soldado, la chispera de treinta y ocho años Teresa Rodríguez Palacios; y en la de Jacometrezo, la viuda Antonia Rodríguez Flórez. Por su parte, el comerciante Matías Álvarez recibe un disparo en el pecho cuando hostiga a los imperiales con una escopeta desde un balcón de la calle de Santa Ana. Y en su casa de la calle de Toledo, esquina a la Concepción Jerónima, desde donde arroja tejas y enseres de cocina contra todo francés que pasa por debajo, a Segunda López del Postigo le atraviesan el muslo izquierdo de un balazo.
Sin embargo, muchos de quienes hoy mueren o quedan heridos en ventanas y balcones son ajenos al combate, alcanzados al asomarse o mientras intentan resguardarse del tiroteo. Es así como, en la calle del Espejo, una misma bala perdida, o intencionada, mata a la joven Catalina Casanova y Perrona -hija del alcalde de Casa y Corte don Tomás de Casanova- y a su hermano Joselito, de pocos años; y en la esquina de la calle de la Rosa con la de Luzón, otra descarga francesa cuesta la vida, en vísperas de su boda, a la joven de dieciséis años Catalina Pajares de Carnicero, hiriendo a la criada de la casa, Dionisia Arroyo. De ese modo mueren también, entre numerosas víctimas no combatientes, Escolástica López Martínez, de treinta y seis años, natural de Caracas; el pinche de cocina de treinta años José Pedrosa, en la plaza de la Cebada; Josefa Dolz de Castellar, en la calle de Panaderos; la viuda María Francisca de Partearroyo, en la plaza del Cordón; y muchos otros, entre los que se cuentan los niños Esteban Castarera, Marcelina Izquierdo, Clara Michel Cazervi y Luisa García Muñoz. Tras poner a esta última, de siete años, en manos de su madre y de un cirujano, su padre y el mayor de sus hermanos, que no habían participado hasta ahora en los acontecimientos de la jornada, cogen un viejo sable de la familia, un cuchillo de monte y dos pistolas, y se echan a la calle.
Los franceses tiran a bulto, sin avisar. En la calle del Tesoro, un destacamento de la Guardia Imperial y un cañón emplazado en la esquina de la Biblioteca Real disparan contra un grupo nutrido donde se mezclan fugitivos de los combates, vecinos y curiosos. Mueren en el acto Juan Antonio Álvarez, jardinero de Aranjuez, y el septuagenario napolitano Lorenzo Daniel, profesor de italiano de los infantes de la familia real; y queda herido Domingo de Lama, aguador del retrete de la reina María Luisa. Cuando acude a ayudar a este último, que se arrastra por el suelo dejando un reguero de sangre, Pedro Blázquez, maestro de primeras letras, soltero, es acometido por un granadero francés, al que se enfrenta sin otra arma que un cortaplumas que lleva en el bolsillo. Perseguido hasta un patio interior, Blázquez logra despistar al granadero y regresa para ayudar a Domingo de Lama, a quien pone al cuidado de unos vecinos. El maestro de primeras letras se encamina entonces a su casa, situada en la calle Hortaleza, con tan mala suerte que al doblar una esquina se da de boca con un centinela francés, allí apostado con fusil y bayoneta. Consciente de que, si se aleja, el otro disparará su arma, Blázquez se abraza a él, intentando acuchillarlo en el cuello con su cortaplumas, recibiendo a cambio un bayonetazo en un costado. Al fin logra desasirse y huir por la calle de las Infantas, refugiándose en casa de una conocida, Teresa Miranda, soltera, maestra de niñas. Atemorizada por el tumulto, la maestra abre la puerta a Blázquez tras mucho hacerse de rogar y lo encuentra ante sí, ensangrentado, todavía con el cortaplumas en la mano, con aspecto que más tarde, entre sus amistades, calificará de «homérico y varonil». Haciéndolo pasar, y mientras el hombre se desnuda de cintura para arriba a fin de que le cure la herida, la solterona se enamorará perdidamente del maestro de primeras letras. Transcurrido el tiempo de noviazgo al uso y hechas las amonestaciones pertinentes, Pedro Blázquez y Teresa Miranda se casarán un año más tarde, en la iglesia de San Salvador.
Mientras el maestro Blázquez es curado de su bayonetazo, en el centro de la ciudad prosiguen los combates. Aunque las tropas imperiales se mantienen desplegadas en las grandes avenidas, ni las cargas de caballería ni el fuego nutrido de la infantería logran despejar del todo la puerta del Sol, donde grupos de paisanos siguen atacando desde el Buen Suceso y las calles próximas sin desmayar por las enormes pérdidas y la dureza de la respuesta. Lo mismo pasa en Antón Martín, Puerta Cerrada, la parte alta de la calle de Toledo y la plaza Mayor. En ésta, bajo el arco de la calle Nueva, los artilleros franceses de un cañón de a ocho libras se ven acometidos por medio centenar de hombres mal vestidos, sucios e hirsutos, que se han ido acercando a saltos, en pequeños grupos, resguardados en zaguanes y soportales. Se trata de los presos liberados de la cercana Cárcel Real, en la plazuela de la Provincia, que tras dar un rodeo caen sobre los franceses con la contundencia propia de su cruda condición, armados con pinchos, navajas y cuantas armas han podido coger por el camino. Atacados desde varios sitios a la vez, los artilleros son descuartizados sin misericordia junto al cañón y despojados de ropa, fusiles, sables y bayonetas. Luego de aliviar a conciencia los cadáveres, dientes de oro incluidos, los atacantes, asesorados por un gallego llamado Souto -que hace tres años, según afirma, sirvió a bordo del navío San Agustín en Trafalgar-, dan la vuelta al cañón y enfilan la desembocadura de la calle Nueva con la puerta de Guadalajara, disparando contra la infantería francesa que viene desde los Consejos.
– ¡Metralla!… ¡Meted metralla, que es lo que más daño hace!… ¡Y refrescad antes, no se inflame la pólvora!… ¡Así!… ¡Venga acá ese botafuego!
Alentados por su ferocidad, otros paisanos dispersos o fugitivos engrosan el grupo, atrincherado en el ángulo noroeste de la plaza. Se unen a los presos, entre otros, los asturianos Domingo Girón, de treinta y seis años de edad, casado, carbonero de la calle Bordadores, y Tomás Güervo Tejero, de veintiuno, criado de la casa de monsieur Laforest, embajador de Francia. También se incorporan a la partida, tras venir corriendo por la calle de Postas a causa de una nueva carga francesa y la consiguiente dispersión, el murciano de cuarenta y dos años Felipe García Sánchez, inválido de la 3ª compañía, su hijo -zapatero de oficio- Pablo Policarpo García Vélez, el tahonero Antonio Maseda, el guarnicionero Manuel Remón Lázaro, y Francisco Calderón, de cincuenta años, que vive de pedir limosna en las gradas de San Felipe.
– ¿Qué pasa con los militares, amigo? ¿Salen o no salen a echar una mano?
– ¿Salir?… Ya lo ve. ¡Aquí los únicos que salen son gabachos!
– Pues en la plaza de la Cebada acabo de cruzarme con unos de Guardias Walonas…
– Son desertores, seguro… Todavía los fusilaran si los cogen, o cuando vuelvan a su cuartel.
Llega a congregarse en aquel ángulo de la plaza una nutrida fuerza que, pese a estar mal organizada y peor armada, impone respeto a los franceses procedentes de la puerta de Guadalajara, obligándolos a retirarse hacia los Consejos. Eso envalentona a algunos presos, que se aventuran bajo los soportales y acometen a los rezagados, entablándose confusos combates parciales al arma blanca, bayonetas contra navajas, entre la Platería, la cava de San Miguel y la plazuela del mismo nombre. Ese ir y venir, que despeja un trecho de la calle Mayor, permite llevar a varios heridos hasta la botica de don Mariano Pérez Sandino, en la vecina calle de Santiago, que su propietario mantiene abierta desde que empezaron los combates. Entre los allí atendidos se cuenta Manuel Calvo del Maestre, oficial de archivo del Ministerio de la Guerra y veterano de la campaña del Rosellón, que tiene un carrillo destrozado de un balazo. Al poco rato llegan el guarnicionero Remón, con los dedos de una mano cercenados por un sable francés, y el criado de la embajada francesa Tomás Güervo, que grita de dolor mientras contiene con ambas manos sus tripas abiertas. Según comenta el preso Francisco Xavier Cayón, que trae al herido, Güervo parece el caballo de un picador después de que lo empitone un toro.
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