Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– Sólo podrán encaramarse cuatro o cinco.

– Cuatro o cinco fusiles ahí son un mundo.

– A la orden.

De acuerdo con el capitán de Voluntarios del Estado, Velarde ha dividido en dos a los soldados traídos del cuartel de Mejorada, reforzándolos con cuadrillas de paisanos. Quince de los treinta y tres fusileros, bajo el mando del teniente José Ontoria y el subteniente Tomás Bruguera, vigilan la parte trasera del recinto -las cocinas, los talleres y las cuadras, contiguas a la calle de San Bernardo y a la Ronda-. El resto, del que se harán cargo Goicoechea y su ayudante Francisco Alveró cuando empiece el combate, ocupa las pocas ventanas que dan a la fachada principal, la puerta del parque y la calle de San José, con gente de la partida de paisanos reunida por el oficial de obras Francisco Mata. A los demás civiles los deja Velarde bajo el mando de quienes vinieron acaudillándolos, pero con supervisión de los capitanes Cónsul, Córdoba, Rovira y Dalp. De ese modo los sitúa junto a la tapia y en los edificios particulares que hay al otro lado de la calle, al abrigo de portales y zaguanes o parapetados con muebles, fardos, colchones y cuanto amontonan los vecinos. También destaca avanzadillas de paisanos en la esquina de San Bernardo, la calle de San Pedro, que desemboca junto al convento de las Maravillas -el edificio de las monjas carmelitas está frente a la puerta principal del parque-, y la esquina de la calle Fuencarral, con órdenes de avisar cuando aparezcan enemigos. En ese último punto, Velarde sitúa la partida del estudiante asturiano José Gutiérrez, al que acompañan, entre otros, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio. Sus órdenes son dar aviso, replegarse y entrar en las casas próximas para combatir allí.

– Sobre todo, que nadie dispare sin órdenes. En cuanto vean enemigos, se retiran ustedes con mucha cautela y vienen a avisar. Es mejor pillarlos desprevenidos… ¿Está claro?

– Clarísimo, mi capitán. Ver, callar y volver a contarlo.

– Justo. Así que hala, espabilen. Y viva España.

– ¡Viva!

– ¿Qué hacemos nosotros, señor capitán?

Velarde se vuelve hacia otro grupo que aguarda instrucciones: la partida de José Fernández Villamil, el hostelero de la plazuela de Matute, cuya gente -José Muñiz Cueto y su hermano Miguel, otros mozos de la hostería, algunos vecinos del barrio y el mendigo de Antón Martín- llegó armada por su cuenta, tras apoderarse de fusiles del retén de Inválidos de las Casas Consistoriales. El hostelero y los suyos son de los pocos civiles presentes en el parque que han olido hoy la pólvora, batiéndose en varios lugares de la ciudad. Esa experiencia les da aplomo. Incluso, le cuenta Fernández Villamil al capitán de artillería, su mozo José Muñiz mató de un tiro a un oficial francés. Al escuchar aquello, Velarde asiente y felicita a Muñiz. Sabe lo que significa el elogio de un superior, sobre todo viniendo de un militar y en estas circunstancias. Con lo que se avecina.

– Díganme una cosa… ¿Se ven capaces de aguantar en la calle, a pecho descubierto?

– Espere y lo verá -gallea el hostelero.

– La duda ofende -apunta otro.

Velarde sonríe aprobador, procurando poner cara de que lo han impresionado. Está en su salsa.

– No se hable más, porque voy a encomendarles una misión crucial… De momento embósquense enfrente, en el huerto de las Maravillas, sin pegar un tiro hasta que empiece el fuego en serio. Tenemos intención de sacar luego los cañones a la calle, y hará falta quien nos proteja. Cuando eso ocurra, ustedes salen del huerto y se tumban en la acera, unos apuntando hacia Fuencarral y otros hacia San Bernardo. ¿Entendido?… Así impedirán que los tiradores franceses se acerquen y disparen contra nuestros artilleros.

– ¿Y por qué no sacamos ya los cañones? -pregunta con mucho desparpajo el mendigo de Antón Martín.

Los escribientes Rojo y Almira, que siguen pegados a Velarde, estudian al mendigo con ojo crítico: nariz roja de vino, calzón sucio y chupa vieja sobre una camisa llena de mugre. Los dedos que aferran el mosquete reluciente tienen las uñas rotas y negras. Pero Velarde sonríe con naturalidad. Es un hombre más, a fin de cuentas. Un fusil, una bayoneta y dos manos. Esta mañana no sobra nada de eso.

– Es pronto para arriesgarlos sin saber por dónde vendrá el ataque -responde, paciente-. Los sacaremos cuando tengamos claro dónde disparar.

Fernández Villamil y los otros miran al artillero, entusiasmados. Todos muestran una confianza ciega.

– ¿Vendrán más militares, señor capitán?

– Por supuesto -responde Velarde, impasible-. En cuanto empiecen los tiros… ¿Imaginan que nos van a dejar solos peleando?

– ¡Claro que no!… ¡Cuente con nosotros, mi capitán!… ¡Viva el rey Fernando! ¡Viva España!

– Viva siempre. Y ahora ocupen sus puestos.

Viéndolos irse, fanfarrones y bulliciosos como una pandilla de chicos dispuestos a jugar a la guerra, Velarde siente una punzada incómoda. Sabe que los manda a una posición expuesta. Haciendo como que no advierte las miradas que le dirigen los escribientes Rojo Palmira -los dos saben que no hay tropas españolas que esperar, ni mucho menos-, prosigue la distribución de gente que acordó con Luis Daoiz.

– A ver, ¿quién manda en este grupo?… Usted es Cosme, ¿verdad?

– Sí, mi capitán -responde el almacenista de carbón Cosme de Mora, encantado de que el militar haya retenido su nombre-. Para servirle a usted y a la patria.

– ¿Saben todos manejar los fusiles?

– Más o menos. Yo cazo con escopeta.

– No es lo mismo. Estos dos señores les dirán lo más básico.

Mientras los escribientes explican a Mora y los suyos el modo de morder el cartucho con rapidez, cargar, atacar, disparar y cargar de nuevo, Velarde observa a los hombres que tiene alrededor. Algunos son sólo unos chicos. Con ellos está un niño pequeño que lo mira impávido.

– ¿Y este crío?

– Es nuestro hermano, señor capitán -dice un joven que está junto a otro que se le parece mucho-. No hay forma de convencerlo de que vuelva a casa… Ni pegándole se va.

– Será peligroso para él. Y vuestra madre estará angustiada.

– ¿Y qué quiere que hagamos? No consiente en irse.

– ¿Cómo se llama?

– Pepillo Amador.

Velarde decide olvidarse del niño, pues tiene cosas urgentes que atender. Aquélla es la partida más numerosa de las que han llegado a Monteleón, y los rostros traslucen sentimientos diversos: inquietud, decisión, desconcierto, angustia, esperanza, valor… También muestran una ingenua fe en el capitán que tienen delante, o más bien en su graduación y uniforme. La palabra capitán suena bien, inspira confianza elemental a esos voluntarios valerosos, sencillos, huérfanos de su rey y su Gobierno, dispuestos a seguir a quien los guíe. Todos han dejado familias, casas y trabajos, arriesgándose para acudir al parque impulsados por la rabia, el pundonor, el patriotismo, el coraje, el odio a la arrogancia francesa. Dentro de un rato, concluye Velarde, muchos quizás estén muertos. Incluso él mismo, con ellos. El pensamiento lo deja absorto, silencioso, hasta que se percata de que todos lo miran expectantes. Entonces se yergue y alza la voz.

– En cuanto al manejo de la bayoneta y el arma blanca -añade-, tratándose de hombres como ustedes, seguro que no hace falta que nadie les enseñe nada.

La bravata da en el blanco: los rostros se relajan, hay algunas carcajadas y palmadas en los hombros. Ni sobre bayonetas ni sobre navajas, alardean algunos golpeando la cachicuerna que llevan en la faja. Que se lo pregunten, si no, a los gabachos.

– Lo bueno de esta munición -remata Velarde, tocando a su vez la empuñadura del sable- es que ni se acaba nunca, ni precisa quemar pólvora… ¡Y ningún francés la maneja como los españoles!

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