Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– ¡Alto el fuego!… ¡No gastemos más cartuchos!

Tumbados en la esquina de las calles de San José y San Bernardo, al extremo de la tapia de Monteleón, los hombres de la partida de José Fernández Villamil cargan y disparan sus fusiles, ensordecidos por las detonaciones, irritados los ojos por el humo de la pólvora quemada. Han salido desde el huerto de las Maravillas por iniciativa propia, antes de tiempo, y disparan a ciegas, derrochando munición para nada. Los franceses que se acercaban al parque -veinte hombres y un oficial queriendo entrar en el recinto- hace rato que desaparecieron calle abajo, ahuyentados a tiros, a excepción de dos cuerpos inmóviles en el suelo, junto a la Visitación, y un herido que se arrastra hacia la fuente de Matalobos. Imponiéndose al fin a sus compañeros, el hostelero de la plazuela de Matute logra que dejen de disparar. Se incorporan mirándose unos a otros, desconcertados. En la confusión del primer tiroteo salieron todos a la calle contraviniendo las órdenes del capitán Velarde, que les había encargado permanecer ocultos en el huerto del convento. La escaramuza real, intensa de fuego, apenas duró un minuto; pero el tiroteo se prolongó un rato, ya sin objeto, a causa del ardor de los voluntarios, a quienes sólo las advertencias de los soldados del cuartel han impedido meterse en San Bernardo detrás de los franceses fugitivos.

– ¡Ésos no paran de correr!

– ¡Recuerdos a Napoleón, mosiús!

– ¡Cobardes!… ¡Les hemos dado para el pelo!

Ahora se abren un poco las puertas del parque, y el capitán Luis Daoiz, con semblante hosco, sale y se dirige a grandes zancadas hacia Fernández Villamil y su gente. Viene sin sombrero, y pese a las charreteras de la casaca azul, el sable y las botas altas, su pequeña estatura no impondría gran cosa, de no ser por la autoridad de su aire resuelto y la mirada furiosa que perfora a los paisanos.

– ¡No vuelvan a desobedecer las órdenes!… ¿Me oyen?… ¡Ustedes se someten a la disciplina militar, o se van todos a casa!

Protesta débilmente el hostelero, arropado por su gente. Sólo pretendían ayudar, argumenta. Al ver a los franceses, creyeron su deber unirse a los que disparaban.

– De los franceses se han encargado, y muy bien, el capitán Goicoechea y los Voluntarios del Estado -lo corta Daoiz-. Aquí cada uno tiene su obligación. La de ustedes es quedarse en el huerto, como les dijo don Pedro Velarde, hasta que salgan los cañones.

– ¡Pero si los hemos hecho correr como conejos! ¡Ésos no vuelven!

– Era sólo una patrulla despistada. Vendrán más, se lo aseguro. Y no será tan fácil ahuyentarlos la próxima vez… ¿Les queda munición?

– Alguna queda, señor oficial.

– Pues no malgasten la que tienen. Hoy cada bala vale una onza de oro. ¿Entendido?… Ahora, regresen a sus puestos inmediatamente.

– A sus órdenes.

– Eso. A ver si es verdad. A mis órdenes.

Desde el primer piso de la casa contigua, en el balcón protegido por los colchones de don Curro García, el joven Francisco Huertas de Vallejo asiste a la conversación del artillero y la gente de Fernández Villamil. Está sentado en el suelo, la espalda apoyada en la pared y el mosquete entre las piernas, y experimenta una extraña sensación de euforia. Durante la escaramuza ha disparado dos de los veinte cartuchos que traía en los bolsillos, y ahora se lleva a los labios la tercera copa de anís que el dueño de la casa acaba de ofrecerles a él y al cajista de imprenta Gómez Pastrana. Para celebrar, argumenta, el bautismo de fuego.

– Tiene razón ese capitán -dice don Curro, filosófico, fumando con parsimonia el resto de su cigarro habanero-. Sin disciplina, España se iría al carajo.

Esta vez Francisco Huertas apenas prueba el licor. Alguien se acerca a la carrera desde el otro extremo de la calle, dando voces junto al convento de las Maravillas. Los tres hombres empuñan sus armas y se incorporan, asomándose a mirar desde el balcón. Quienes llegan, sin aliento, son el estudiante José Gutiérrez, el peluquero Martín de Larrea y su mancebo Felipe Barrio, que estaban de avanzadilla en la esquina de las calles San José y Fuencarral. Por las trazas, traen prisa.

– ¡Gabachos!… ¡Vienen más gabachos!… ¡Ahora es por lo menos un regimiento!

En un abrir y cerrar de ojos, la calle se vacía, El capitán Daoiz da tres o cuatro órdenes secas y se encamina despacio a la puerta del parque, con mucha serenidad y sin descomponer el paso. José Gutiérrez y los suyos se meten en el huerto del convento con la partida del hostelero Fernández Villamil. En balcones y ventanas, soldados y paisanos se agachan, ocultándose lo mejor que pueden.

– ¿Queríamos bailar?… Pues ahí traen la música -comenta don Curro, amartillando su escopeta tras despachar, con mirada ya un poco turbia, la cuarta copita de anís.

Cuando las puertas de Monteleón se cierran tras Luis Daoiz, el teniente Rafael de Arango, que supervisa la traída de cargas de pólvora para balas de cañón y las hace apilar en lugar seguro cerca de la entrada, observa que Pedro Velarde va al encuentro de su superior, que ambos discuten en voz baja, y que Daoiz mueve la cabeza con ademán rotundo, señalando los cuatro cañones dispuestos junto a la entrada. Después, los dos capitanes se acercan a las piezas recién engrasadas, pulidas y relucientes en sus cureñas.

– ¡Los militares, a formar! -ordena Daoiz.

Sorprendidos, Arango, Velarde, los otros oficiales, los dieciséis artilleros y los Voluntarios del Estado que están en el patio se alinean en dos grupos, junto a los cañones. También el capitán Goicoechea y los suyos se asoman arriba, por las ventanas. Daoiz se adelanta tres pasos y mira a los hombres casi uno por uno, impasible. Luego saca el sable de la vaina.

– Hasta ahora -dice en voz alta y clara-, todo cuanto ha ocurrido aquí es de mi exclusiva responsabilidad, y de ello responderé ante mis superiores, mi patria y mi conciencia… En lo que pase a partir de ahora, las cosas son diferentes. Quien se una al grito que me dispongo a dar, no podrá volverse atrás… ¿Está claro?

Una pausa. El silencio es mortal. A lo lejos empieza a oírse el redoble de un tambor que se aproxima. Todos saben que se trata de un tambor francés.

– ¡Viva el rey don Fernando Séptimo! -grita Daoiz-. ¡Viva la libertad de España!

El teniente Arango, por supuesto, grita con todos. Sabe que a partir de ese momento no podrá alegar que sólo cumple órdenes, pero el honor militar le impide hacer otra cosa. De los demás, oficiales o soldados, nadie se queda callado: dos sonoros «¡viva!» de respuesta atruenan el patio. Sin poderse contener, exaltado como suele, Pedro Velarde rompe la formación, saca su espada y la levanta, cruzándola en alto con la de Daoiz.

– ¡Muertos antes que esclavos! -exclama a su vez.

Un tercer oficial se adelanta de las filas. Es el teniente Jacinto Ruiz, con paso vacilante por la fiebre, que se acerca a los dos capitanes, saca también su sable y sin decir una palabra cruza su hoja con las otras dos. Tropas y oficiales los vitorean. Por su parte, Rafael de Arango permanece inmóvil en la fila, el sable en la vaina. Resignado. El joven tiene la boca seca y amarga como si hubiera masticado granos de pólvora. Se batirá, por supuesto, si no queda otro remedio. Hasta la muerte, como es su obligación. Pero malditas las ganas que tiene de morir allí.

Impresionados, la boca abierta de estupor, el almacenista de carbón Cosme de Mora y su gente se mantienen con la cabeza baja y en silencio, espiando a los franceses por las rendijas de las puertas y tras los postigos entornados de las ventanas. Los quince hombres, entre los que se cuentan Antonio y Manuel Amador y su hermanito Pepillo, ocupan el almacén de un espartero que da a la calle de San José, situado en la planta baja de una casa vecina al convento de las Maravillas.

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