Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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Recibe el tiro casi antes de escucharlo. Un golpe en el pecho y un chasquido. Pero no siente dolor. Creo que me han disparado, concluye. Tengo que salir de aquí. Ayúdame, Dios mío. De pronto advierte que tiene la cara pegada al suelo y que todo se vuelve oscuro. Tengo que entregar el mensaje, piensa angustiado. Hace un esfuerzo para levantarse, y muere.

La llegada de más infantería enemiga por San Jerónimo y desde Palacio ha hecho insostenible la situación en la puerta del Sol. El suelo está cubierto de cadáveres de franceses y españoles, caballos muertos, sangre y escombros. Desiertos balcones y ventanas, marcados los edificios con viruela de balas y metralla, el lugar queda al fin en manos imperiales. En los últimos combates, huyendo hacia las calles próximas o luchando como perros acorralados, caen el carbonero de veinticuatro años Andrés Cano Fernández, Juan Alfonso Tirado, de ochenta años, el jornalero Félix Sánchez de la Hoz, de veintitrés, y muchos otros que, sin poder escapar, quedan heridos o presos. Mientras huyen calle Montera arriba, una descarga mata al tejedor septuagenario Joaquín Ruesga y a la manola de Lavapiés Francisca Pérez de Párraga, de cuarenta y seis años. El último disparo español en la puerta del Sol lo hace, con una carabina y desde su casa -situada cerca de la esquina con Arenal-, el oficial de la Real Lotería José de Fumagal y Salinas, de cincuenta y tres años, a quien la fusilada francesa que llega como respuesta deja muerto sobre los hierros del balcón, ante los ojos espantados de su esposa. Y abajo, junto a la fuente de la Soledad, el maestro de esgrima Pedro Jiménez de Haro, que salió a batirse en compañía de su primo el también maestro de armas Vicente Jiménez, cae tras vérselas a sablazos con un grupo de dragones franceses mientras el primo, desarmado por los imperiales, es hecho prisionero. A golpes, los franceses llevan a Vicente Jiménez a las covachuelas de San Felipe, bajo las gradas de la iglesia, donde están concentrando a cuantos capturan cerca. Allí es puesto con otros hombres que aguardan a que se decida su suerte.

– Nos van a fusilar -comenta alguien.

– Ya veremos.

En la penumbra de la covacha, unos rezan y otros blasfeman. Alguno confía en una intervención de las autoridades españolas, y no falta quien manifiesta su esperanza en un alzamiento general de los militares contra los franceses; pero el comentario sólo suscita un silencio escéptico. De vez en cuando se abre la puerta y los centinelas meten dentro a otro prisionero. De ese modo, a medida que sus captores los traen atados, sangrando y maltratados, llegan el contador del Ayuntamiento Gabino Fernández Godoy, de treinta y cuatro años, y el corredor de letras de cambio aragonés Gregorio Moreno y Medina, de treinta y ocho.

– Nos van a fusilar, seguro -insiste el de antes.

– No sea usted cenizo, hombre… ¡Habrase visto mala sombra!

No todos los fusilamientos se hacen esperar. En algunos lugares de Madrid, los franceses pasan de las represalias individuales a las ejecuciones en grupo, sin juicio previo. En la zona oriental de la ciudad, apenas se despeja de resistencia la amplia alameda del paseo del Prado, los funcionarios del Resguardo de Recoletos y otros paisanos capturados con las armas en la mano son empujados a culatazos hasta la fuente de la Cibeles, donde se les obliga a desnudarse para no estropear la ropa con las balas y la sangre. En la calle de Alcalá, asomado a un balcón del palacio del marqués de Alcañices, el oficial de contaduría Luis Antonio Palacios ve traer del Buen Retiro a una de esas cuerdas de prisioneros, custodiada por mucha tropa francesa. Tumbado en el balcón para no recibir un balazo desde abajo, con un catalejo para observar mejor la escena, Palacios reconoce entre los prisioneros a algunos de los funcionarios del Resguardo y a un amigo suyo, de familia distinguida, llamado Félix de Salinas González. Aterrado, el contador ve a través de la lente cómo a Salinas, tras despojarlo de su levita y su reloj, lo hacen arrodillarse y le disparan en la cabeza, desde atrás. A su lado ve caer, uno tras otro, a los aduaneros Gaudosio Calvillo, Francisco Parra y Francisco Requena, y al hortelano de la duquesa de Frías Juan Fernández López.

Atruena de punta a punta, entre turbonadas de humo de pólvora, la calle de San José, frente al parque de Monteleón. Las balas crepitan por todas partes, punteadas por estampidos y fogonazos de artillería.

– ¡Cubrirse! -grita ronco el capitán Daoiz-. ¡Los que no estén en los cañones, que se protejan!

Los franceses han aprendido la lección de los dos fracasos anteriores: no intentan ya forzar el asalto, sino que aprietan el cerco desde San Bernardo, Fuencarral y la Palma, destacando tiradores que hacen fuego graneado sobre los defensores del parque. De vez en cuando, resueltos a apoderarse de un zaguán o a desalojar un edificio, lanzan ataques puntuales, con grupos reducidos que avanzan pegados a las casas; pero sus esfuerzos se ven obstaculizados por el fuego de los paisanos parapetados en las viviendas próximas, el de los Voluntarios del Estado que disparan desde el tercer piso del edificio del parque, y el de los cuatro cañones situados ante la puerta que enfilan las calles a lo largo, en todas direcciones. Aun así, entre quienes sirven las piezas de artillería o combaten tumbados en la acera junto a la tapia, hay varias bajas. Muy castigado por los tiradores franceses, con las balas estrellándose sobre sus cabezas o rebotando en el suelo, el grupo del hostelero Fernández Villamil, cegado por el humo de las descargas, se ve obligado a retirarse al interior del parque, luego que la fusilada enemiga mate al mendigo de Antón Martín -nunca llegará a saberse su nombre- y hiera en la cabeza a Antonio Claudio Dadina, platero de la calle de la Gorguera, a quien los hermanos Muñiz, con los fusiles terciados a la espalda y a gatas por el suelo bajo las balas francesas, arrastran por los pies hasta poner en resguardo.

– ¡Sólo quedan dos saquetes de metralla, mi capitán!

– Usad bala rasa… Y guardad los saquetes para cuando los franceses estén más cerca.

– ¡A la orden!

De pie entre los cañones, paseándose con el sable apoyado en el hombro como si estuviera en una parada militar, el semblante en apariencia tranquilo, Luis Daoiz dirige con mucho oficio el fuego de los que sirven las cuatro piezas, mientras el tiroteo enemigo busca su cuerpo. La fortuna, sin embargo, sonríe al capitán: ninguno de los moscardones de plomo que pasan zumbando da en el blanco.

– ¡Ruiz!

El teniente Ruiz, que ayuda a cargar una de las piezas de a ocho libras, se yergue entre el humo de la refriega. Está más pálido que la casaca de su uniforme, pero los ojos le brillan enrojecidos de fiebre.

– ¡A sus órdenes, mi capitán!

Una bala roza la charretera derecha de Daoiz, haciéndole sentir un hondo vacío en el estómago. Esto no puede durar mucho, piensa. De un momento a otro, esos cabrones se harán conmigo.

– Mire aquellos franceses que se agrupan en la esquina de San Andrés. ¿Cree que podrá alcanzarlos con un disparo?

– Si movemos el cañón unos pasos allá, podría intentarse.

– Pues a ello.

Otras dos balas francesas zumban entre los dos hombres. El teniente Ruiz mira de dónde provienen con aire molesto, como si algún inoportuno maleducado se inmiscuyera en la conversación. Buen muchacho, piensa Daoiz. Nunca lo había visto antes de hoy, pero le gusta el tenientucho. Desea que salga de ésta.

– ¡Alonso!… ¡Portales!… ¡Ayuden a mover esta pieza!

El cabo segundo Eusebio Alonso y el artillero valenciano de treinta y tres años José Portales Sánchez, que acaban de municionar un cañón cuyo fuego dirige el teniente Arango, acuden con la cabeza baja, esquivando balazos, y empujan las ruedas de la cureña. A medio camino es alcanzado Portales, que se desploma sin abrir la boca. Al verlo caer, una mujer de buen palmito que, desafiando el tiroteo, remangada la basquiña, trae dos cartuchos de cañón desde la puerta del parque, se une al grupo.

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