Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– ¿Saben manejar un cañón?

– No… Pero llevamos un rato mirando cómo lo hacen.

– Pues ayuden aquí. Ahora están a las órdenes de este oficial.

– ¡Sí, señor capitán!

No todos parecen tan dispuestos, comprueba Daoiz. Artilleros, soldados y voluntarios aguantan lo mejor que pueden; pero cada vez que se intensifica el fuego francés, más gente busca refugio dentro del parque o se queda en el convento con pretexto de llevar a los heridos. Es lógico, concluye desapasionado el capitán. No hay como los metrallazos y la sangre para templar entusiasmos. Tampoco todos los oficiales que esta mañana se presentaron voluntarios asoman la nariz. Alguno de los que más alto hablaban en tertulias y cafés prefiere ahora quedarse dentro. Daoiz suspira, resignado, el sable sobre el hombro y rozándole la hoja la patilla derecha. Allá cada cual. Mientras él mismo, Velarde y algunos otros sigan dando ejemplo, la mayor parte de militares y civiles aguantará; ya sea por confianza ciega en los uniformes que los guían -si esos pobres paisanos supieran, concluye-, o por mantener las formas y el qué dirán. A falta de otra triste cosa, la palabra cojones sigue obrando efectos prodigiosos entre el pueblo llano.

– ¡Apunten esta pieza!… ¡Ya!

Las órdenes de Jacinto Ruiz vuelven a resonar junto a su cañón. Satisfecho, Daoiz comprueba que también las otras dos piezas cumplen su cometido. Las balas pasan zumbando como abejorros, y el sevillano se sorprende de seguir vivo en vez de tirado en el suelo, como otros infelices que están junto a la tapia con los ojos abiertos y las caras rebozadas de sangre, o los que gritan mientras los llevan camino del convento, la amputación o la muerte. Así, tarde o temprano, vamos a terminar todos, piensa. En el suelo o en el convento. La idea le hace torcer la boca en una mueca sin esperanza. Por un instante su mirada se cruza con la del teniente Rafael de Arango, negro de pólvora, sudoroso y con la casaca y el chaleco desabrochados, que da órdenes a su gente. El comportamiento del joven es correcto, pero en sus ojos puede leerse un reproche. Creerá que disfruto con esto, deduce Daoiz. Un chico extraño, de todas formas: suspicaz y poco simpático. Debe de pensar que, si sale vivo de Monteleón y no acaba fusilado o en un castillo, le hemos reventado para siempre la carrera. Pero al diablo. Que cada palo aguante su vela. Tenientes, capitanes o soldados, no hay vuelta atrás para nadie. Eso vale para todos, paisanos incluidos. Lo demás carece de importancia.

Con tales pensamientos en la cabeza, cuando Daoiz se vuelve a mirar hacia otro lado, encuentra al capitán Velarde.

– ¿Qué haces aquí?

Pedro Velarde, con el escribiente Almira pegado a él como una sombra, viene tiznado y roto de su refriega en la esquina de San Andrés, donde acaba de mandar como refuerzo a la otra mitad de la partida de Cosme de Mora. Daoiz observa que su amigo ha perdido algunos botones de la elegante casaca verde de estado mayor y trae una charretera partida de un sablazo.

– ¿Crees que vendrán a socorrernos? -pregunta Velarde.

Ha debido gritar para hacerse oír entre el tiroteo. Daoiz encoge los hombros. Hoy no sabe qué soporta menos: los reproches mudos del teniente Arango o el optimismo desaforado de Velarde.

– No creo. Estamos solos… No hay más cera que la que arde.

– Pues los franceses aflojan el fuego.

– De momento.

Velarde se acerca más, intentando que no los oiga Almira.

– Aún hay esperanza, ¿no? Ya le habrá llegado tu mensaje al capitán general… Tal vez reaccionen… ¡Nuestro ejemplo los estará haciendo enrojecer de vergüenza!

Una bala francesa zumba entre los dos militares, que se miran a los ojos. Exaltado como siempre el uno, sereno el otro.

– No digas tonterías, hombre -responde Daoiz-. Y vete adentro, que te van a matar.

6

Disparando sus últimos cartuchos, los soldados de Guardias Walonas Paul Monsak, Gregor Franzmann y Franz Weller se repliegan en buen orden desde Puerta Cerrada a la plaza Mayor por el arco de Cuchilleros. Retroceden cubriéndose unos a otros, amparados en los portales y sin dejar de batirse con tenacidad germánica, desde que la última carga de coraceros e infantería francesa los desalojó de la plaza de la Cebada, donde se habían juntado con un grupo que intentaba resistir allí, y en el que se contaban, entre otros, el vecino de la Arganzuela Andrés Pinilla, el zapatero de viejo Francisco Doce González, el guarda de la Casa de Campo León Sánchez y el maestro veterinario Manuel Fernández Coca. Entre todos mataron a un oficial y dos soldados franceses cerca de la casa del arzobispo de Toledo, lo que dio lugar a que los imperiales asaltaran la vivienda, saqueándola con mucho estrago. Ahora, acosada por jinetes franceses, la cuadrilla se dispersa. Sánchez y Fernández Coca escapan hacia la plazuela del Cordón, y el resto hacia la Cava Alta, donde una bala de fusil destroza las piernas de Andrés Pinilla y otra mata al zapatero Doce González. Cuando los supervivientes -los tres Guardias Walonas, un médico militar de treinta y un años llamado Esteban Rodríguez Velilla, el peón de albañil Joaquín Rodríguez Ocaña y el vizcaíno Cayetano Artúa, dependiente del marqués de Villafranca- intentan parapetarse tras dos carros abandonados al pie de las escaleras de Cuchilleros, un pelotón de infantería imperial baja desde la puerta de Guadalajara disparando contra todo lo que se mueve.

– ,Vámonos!… ¡Aprisa!… ¡Vámonos de aquí!

Cogidos entre dos fuegos, caen heridos de muerte el albañil y el vizcaíno, escapan Monsak, Franzmann y Weller escaleras arriba, y a Esteban Rodríguez Velilla, que tocado de bala en un muslo pretende refugiarse en la posada de la Soledad, donde vive, un coracero lo alcanza y derriba de dos sablazos, uno de los cuales le abre la cabeza y otro le deja un tajo hondo en el cuello. Malherido, desangrándose, el médico se arrastra de portal en portal hasta Puerta Cerrada, donde unos vecinos piadosos, de los pocos que se aventuran a asomarse a la calle, lo recogen y llevan a la posada. Sale al patio su joven esposa, Rosa Ubago, espantada por el aspecto del marido, que viene exánime y empapadas las ropas de sangre. En ese momento entran detrás varios soldados enemigos, que han visto retirar al herido y pretenden rematarlo.

Coquin! Salaud! -lo insultan los imperiales, enfurecidos.

Llueven empujones y culatazos, maltratan a la mujer, huyen los vecinos, dejan los franceses por muerto a Rodríguez Velilla y saquean el lugar. El médico agonizará penosamente hasta morir al décimo día, maltrecho por las heridas y golpes. Retirada a Galicia, su viuda Rosa Ubago, según una carta familiar que será conservada, no volverá a casarse «en respeto a la memoria del que murió como un héroe».

– ¡Vivan los valientes!… ¡Que Dios los bendiga!… ¡Viva España!

Los gritos los da una monja, sor Eduarda de San Buenaventura: una de las cinco religiosas de velo que, con otras catorce profesas, una priora y una subpriora, residen en el convento de clausura de las Maravillas, justo enfrente del parque de Monteleón. A diferencia de sus compañeras, sor Eduarda no atiende a los heridos que traen de la calle, ni ayuda al capellán don Manuel Rojo a administrarles auxilio espiritual. Se encuentra encaramada a una de las ventanas del convento que dan a la puerta del parque, enardeciendo a los hombres que luchan y arrojándoles a través de la reja estampas de santos y escapularios, que los combatientes recogen, besan y se meten entre la ropa.

– ¡Quítese de ahí, hermana, por el amor de Dios! -le ruega la superiora, madre sor María de Santa Teresa, intentando retirarla de la ventana.

– ¡Salve! ¡Salve! -sigue gritando la religiosa, sin hacer caso-. ¡Viva España!

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