Arturo Pérez-Reverte - Un Día De Colera

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Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos del 2 de mayo de 1808 en Madrid. Héroes y cobardes, víctimas y verdugos, la Historia retuvo los nombres de buena parte de ellos: las relaciones de muertos y heridos, los informes militares, las memorias escritas por actores principales o secundarios de la tragedia, aportan datos rigurosos para el historiador y ponen límites a la imaginación del novelista. Cuantas personas y lugares aparecen aquí son auténticos, así como los sucesos narrados y muchas de las palabras que se pronuncian. El autor se limita a reunir, en una historia colectiva, medio millar de pequeñas y oscuras historias particulares registradas en archivos y libros. Lo imaginado, por tanto, se reduce a la humilde argamasa narrativa que une las piezas. Con las licencias mínimas que la palabra novela justifica, estas páginas pretenden devolver la vida a quienes, durante doscientos años, sólo han sido personajes anónimos en grabados y lienzos contemporáneos, o escueta relación de víctimas en los documentos oficiales.

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– ¡Gabachos cabrones!… ¡Os vamos a meter los sables por el culo!

En la refriega degüellan al caído y vuelven grupas los otros, mientras los cuatro hombres cruzan corriendo la calle Mayor. Acuden al galope más polacos, suenan tiros, y en la esquina de la calle Bordadores cae muerto el carbonero Girón. Unos pasos más allá, en la de las Aguas, una bala le destroza una rodilla a Fernández Pico, y da con él en tierra.

– ¡No me dejéis aquí!… ¡Socorredme!

Los cascos de los jinetes enemigos suenan cerca. Ni Souto ni Cayón se vuelven a mirar atrás. El caído intenta arrastrarse hasta el resguardo de un portal, pero un polaco refrena su caballo junto a él e, inclinado y sin desmontar, lo remata despacio, a sablazos. Muere así el preso Francisco Fernández Pico, de dieciocho años, vecino de la calle de la Paloma y pastor de profesión. Se encontraba en la cárcel por apuñalar a un tabernero que le había aguado el vino.

Los avatares de la última resistencia en la plaza Mayor han reunido en el mismo grupo, junto al arco de Cuchilleros, al vecino de la escalera de las Ánimas Teodoro Arroyo, al conductor de Correos Pedro Linares -superviviente de varias escaramuzas-, a los Guardias Walonas Monsak, Franzmann y Weller, al napolitano Bartolomé Pechirelli, al inválido de la 3ª compañía Felipe García Sánchez y su hijo el zapatero Pablo García Vélez, a los oficiales jubilados de embajadas Nicolás Canal y Miguel Gómez Morales, al sastre Antonio Gálvez y a los restos de la partida formada por el platero de Atocha Julián Tejedor de la Torre, su amigo el guarnicionero Lorenzo Domínguez y varios oficiales y aprendices. Son diecisiete hombres los que se resguardan en la desembocadura del arco con la plaza, y su número llama la atención de un pelotón enemigo que en ese momento recupera el cañón abandonado. Al no poder alcanzarlos con el fuego de sus fusiles, pues los españoles se protegen en los zaguanes y en las gruesas columnas de los soportales, cargan los otros a la bayoneta y se entabla un reñido cuerpo a cuerpo. Caen varios imperiales, y también Teodoro Arroyo con la ingle abierta de un bayonetazo, mientras el conductor de Correos Pedro Linares, abrazado en el suelo a un sargento francés, intercambia puñaladas con él hasta que lo matan entre varios enemigos.

– ¡Paul!… ¡Quítate de ahí, Paul!

El grito de advertencia del soldado de Guardias Walonas Franz Weller a su camarada Monsak llega tarde, cuando a éste ya le han atravesado los pulmones y cae ahogándose en sangre. Fuera de sí, Weller y Gregor Franzmann acometen a los franceses, manejando sus fusiles armados con bayonetas contra las aceradas puntas enemigas. Hay golpes, culatazos, cuchilladas. Gritan los de uno y otro bando para inspirarse valor o infundir miedo al enemigo, cae más gente, salpica la sangre por todas partes. Aguantan los insurgentes y retroceden los imperiales.

– ¡A ellos! -aúlla Pablo García Vélez-. ¡Se retiran!… ¡Acabemos con ellos!

Weller y Franzmann, que han recibido heridas ligeras -el primero tiene una ceja abierta hasta el hueso y el segundo un bayonetazo en un hombro-, saben que la palabra retirada aplicada al enemigo es una quimera; así que, tras cambiar un rápido vistazo de inteligencia, arrojan los fusiles y salen corriendo bajo los soportales, esquivando como pueden el fuego de mosquetería que les hacen desde el otro lado de la plaza. Llegan de ese modo a la plazuela de la Provincia, donde tropiezan con unos soldados franceses. Para su sorpresa, al verlos solos, de uniforme y desarmados, los imperiales no se muestran hostiles. Cambian con ellos unas palabras en francés y alemán, e incluso los ayudan a vendar sus heridas cuando los Guardias Walonas cuentan que las recibieron intentando poner paz entre los combatientes.

– Estos españoles, vous savez -apunta Franzmann-… Verdaderas bestias, todos ellos. Ja .

Luego, orientados por los franceses sobre el mejor camino para no encontrar problemas, los dos camaradas se dirigen calle Atocha abajo, para curarse en el Hospital General. Horas después, avanzada la tarde, el húngaro y el alsaciano regresarán sin otros incidentes a su cuartel. Y allí, tras presentarse convencidos de que los espera un severo castigo por deserción, comprobarán con alivio que, a causa de la confusión reinante, nadie ha advertido su ausencia.

Menos suerte que los Guardias Walonas Franzmann y Weller tiene el sastre Antonio Gálvez, que intenta escapar tras deshacerse el grupo en la refriega del arco de Cuchilleros. Cuando corre de la calle Nueva a la plazuela de San Miguel, un disparo de metralla barre el lugar, arranca esquirlas del empedrado de la acera y alcanza a Gálvez en las piernas, derribándolo. Consigue incorporarse y correr de nuevo, maltrecho, dando traspiés, mientras unos pocos vecinos asomados a los balcones próximos lo animan a escapar; pero sólo avanza unos pasos antes de caer de nuevo. Sigue arrastrándose cuando los imperiales le dan alcance, disparan contra los balcones para ahuyentar a los vecinos y le tunden sin piedad el cuerpo a culatazos. Dejado por muerto, reanimado más tarde gracias a la caridad de dos mujeres que salen a recogerlo y lo llevan a una casa cercana, Antonio Gálvez quedará inválido para el resto de su vida.

No lejos de allí, tras escapar de la plaza Mayor, el zapatero Pablo García Vélez, de veinte años, busca a su padre. Cuando la segunda carga a la bayoneta francesa se vio apoyada por unos coraceros venidos de la calle Imperial, y los restos del grupo del arco de Cuchilleros acabaron deshechos bajo una lluvia de sablazos, García Vélez y su padre -el murciano de cuarenta y dos años Felipe García Sánchez- se vieron separados, pues cada uno procuró salvarse como pudo. Ahora, con la navaja metida en la faja y un tajo de sable que le sangra un poco en el cuero cabelludo, exhausto por el combate y las carreras que se ha dado con los franceses detrás, el zapatero recorre prudente los alrededores, guareciéndose de portal en portal, preocupado por la suerte de su padre; ignorando que a estas horas, después de huir hasta las cercanías de la calle Preciados, Felipe García Sánchez yace en el suelo con dos balas en la espalda.

– ¡Tenga cuidado, señor!… ¡Hay franceses en los Consejos!

García Vélez se vuelve, sobresaltado. Sentada en los escalones de madera, en la penumbra del zaguán donde acaba de refugiarse, hay una joven de dieciséis o diecisiete años.

– Súbete arriba, niña. Eso de afuera no es para ti.

– Ésta no es mi casa. Estoy esperando a poder irme.

– Pues quédate un poco más, hasta que amaine.

El joven permanece en el umbral, espiando las inmediaciones. Parecen tranquilas, aunque hacia la plaza Mayor suenan tiros sueltos. Alcanza a ver un hombre muerto: un paisano boca abajo en la acera, a quince pasos.

«Espero -se dice- que mi padre haya logrado escapar».

Luego piensa en los otros. En toda la gente dispersa con la última arremetida francesa. Antes de echar a correr tuvo tiempo de ver a alguno con las manos levantadas, rindiéndose. No le gustaría estar en su pellejo, concluye, con tanto gabacho muerto en la plaza.

– ¿Quiere un poco de pan?

García Vélez no ha probado bocado desde que salió de su casa, muy temprano. Así que va a sentarse en la escalera, junto a la muchacha que le ofrece medio pan de los dos que lleva en una cesta. No es ni fea ni bonita. Dice llamarse Antonia Nieto Colmenar, costurera y vecina del barrio, con casa junto a la iglesia de Santiago. Había salido a comprar en la plaza cuando se vio sorprendida por las cargas de los franceses, y buscó refugio.

– Tienes sangre en la falda, chica -observa el zapatero.

– También usted la lleva en las manos y en la cabeza.

Sonríe el joven, mirando el rojo oscuro que se coagula en sus dedos y en la navaja. Luego se toca la herida del pelo. Le escuece.

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