Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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– Como digo, ojo por ojo -el tráfico comenzaba a ser más denso y Rebus levantó el pie del acelerador-. Bien, debes sentirte contento, liberado, vengado, etcétera.

– Estoy libre de pecado.

– ¿Es otra cita de la Biblia? -dijo Rebus asintiendo despacio con la cabeza-. Todo perfecto, pero no basta para salvarte, ni mucho menos.

– Semáforo rojo -dijo Goodyear, y cuando el coche se detuvo abrió la portezuela.

– Estaba pensando en ir a ver a Cafferty -añadió Rebus-. Y no sé si tú querrás volver a verle. Los médicos dicen que mejora.

Goodyear había bajado del coche, pero Rebus lo llamó y se inclinó hacia la ventanilla.

– Cuando Cafferty recobre el conocimiento -añadió Rebus-, la primera cara que verá será la mía… y ¿sabes lo que voy a decirle, Todd? Más vale que te cubras la espalda y sobre todo el frente, Todd Goodyear. Cafferty será todo lo que tú quieras, pero no la clase de cobarde que ataca por la espalda.

Goodyear cerró la portezuela de golpe al cambiar la luz del semáforo. Rebus apretó el acelerador y contempló por el retrovisor cómo Goodyear se ajustaba la gorra y se quedaba mirando el coche que se alejaba. Suspiró hondo y abrió ligeramente la ventanilla. Tenía que ir al taller a que le conectaran el nuevo iPod al estéreo. Apretó el botón de « play » y subió el volumen.

« Sinner Boy » de Rory Gallagher hasta el hospital donde estaba Cafferty.

* * *

Siobhan Clarke le estaba esperando a la cabecera del gángster en coma.

– ¿Has hablado con él? -preguntó. Rebus asintió con la cabeza sin dejar de mirar a un Cafferty inmóvil, cuyos únicos signos de vida eran los pitidos y destellos de los aparatos. Le habían trasladado de Cuidados Intensivos pero con todo el equipo de mantenimiento.

– Me he enterado de que tu equipo empató.

– A dos en el último momento… pero yo ni me enteré.

– Claro, bien ocupada estabas con Stuart Janney. ¿No ha confesado aún?

– Ya lo hará -dijo ella haciendo una pausa-. ¿Y Goodyear? ¿Va a confesar?

– Todd no va a ser tan tonto.

– Aún no acabo de creérmelo…

– Qué diablos, Shiv, ¿cómo íbamos a imaginárnoslo? -añadió Rebus sentándose en la silla junto a ella-. Si de alguien es la culpa, es sólo mía.

Ella le miró.

– ¿Todavía quieres cargar con más cosas?

– Hablo en serio. Las cosas se torcieron para Todd y sus padres desde el momento en que el abuelo fue a la cárcel, y yo contribuí a ello.

– Eso no quiere… -Siobhan calló al ver que Rebus se volvía hacia ella.

– En aquel pub encontraron droga dura, Shiv, pero el abuelo de Todd no distribuía nada parecido.

– ¿Qué me dices?

Rebus miró a la pared.

– En aquella época Cafferty tenía policías a sueldo y los del DIC preparaban lo que él les dijera.

– ¿Tú…?

Rebus negó con la cabeza.

– Gracias por no ponerlo en duda.

– Pero sabías lo que habían preparado.

Él asintió despacio con la cabeza.

– Y no hice nada por impedirlo… Así eran entonces las cosas. Cafferty traficaba y no le gustaba que le hicieran la competencia en el pub de Harry Goodyear -infló las mejillas y expulsó aire antes de continuar-. Hace tiempo me preguntaste sobre mi primer día en el DIC y te mentí diciendo que no lo recordaba. Lo que sucedió fue que salí de la escuela de la policía para ir directamente a la cantina de la comisaría, y lo primero que me dijeron fue que me olvidara de todo lo que había aprendido. « Aquí empieza el juego, hijo, y sólo hay dos bandos: ellos y nosotros » -la miró otra vez-. Echabas un capote a los compañeros que habían tomado más whisky de lo debido… o se habían excedido al detener a alguien, si se caía un detenido por la escalera o se daba contra la pared… se tapaba todo lo de los compañeros de tu equipo. Yo testifiqué en aquel estrado sabiendo perfectamente que encubría a un compañero que había tendido una trampa a aquel hombre.

Ella no apartaba la vista de él.

– ¿Y por qué me lo cuentas? ¿Para qué demonios tengo yo que saberlo?

– Algo se te ocurrirá.

– Es tan típico de ti, John… Es una vieja historia, pero no podías guardártela para ti y tenías que hacerme partícipe.

– En espera de la absolución.

– ¡Pues te equivocas! -Clarke permaneció en silencio un instante con los hombros caídos. Luego, lanzó un profundo suspiro-. La enfermera me ha dicho que viniste aquí después de la fiesta apestando a alcohol.

– ¿Y bien?

– Y que había otro policía.

– Stone -dijo Rebus-. Quería asegurarse de que no iba a desenchufar los aparatos al paciente.

– La sutileza no es tu fuerte, ¿verdad?

– ¿Quieres decir que soy como un toro en una cristalería?

– ¿Tú qué crees?

Rebus reflexionó cinco segundos.

– Tal vez un toro que ha escapado del matadero -dijo, haciendo gesto de levantarse. Ella se puso en pie también, perpleja al verle inclinarse sobre la cama como ansiando que Cafferty despertase.

– ¿De verdad que vas a decirle lo que hizo Goodyear? -preguntó ella.

– ¿Qué otra alternativa tengo?

– La alternativa es que dejes el asunto en mis manos -echaron a andar hacia la salida-. Ese mierda no va a quedar impune. Las cosas han cambiado, John… se acabaron los encubrimientos y el hacer la vista gorda.

– Eso me recuerda -dijo él-, que ayer hice una visita a los Anderson.

Ella le miró.

– ¿Para comunicarles debidamente tu condición de ex combatiente?

– Había vuelto su hija de la universidad y realmente se parece a Nancy.

– ¿Qué quieres decir?

– Llevé a Roger Anderson fuera de la casa y le dije que sabía que había reconocido a Nancy aquella noche. Me refiero a que la había reconocido por el DVD. Él se complacía en la sensación de poder que eso le daba, en saber algo que ella ignoraba. Por eso no dejaba de acosarla. No le gustó nada que le dijera que tal vez hubiera cierta relación con el parecido con su hija -añadió con una sonrisa al recordarlo-. Y en ese momento le dije quién era la chica del cuarto de baño…

Su mirada se cruzó con la de Clarke y se interrumpió de pronto al pensar lo que iba a preguntarle ella. Y se lo preguntó.

– ¿Qué DVD?

Rebus se aclaró aparatosamente la garganta.

– Se me olvidó que no te lo había dicho.

Abrió la puerta, cediéndole el paso, pero Clarke no se movió.

– Dímelo ahora -exigió ella.

– Sería una carga más, Shiv. De verdad que es mejor que no lo sepas.

– Cuéntamelo, de todos modos.

Apenas Rebus abrió la boca oyeron un agudo pitido de alarma en la sala. Aunque él no era experto en instrumental clínico, sí sabía lo que era un pitido de constante plana procedente de uno de los aparatos instalados junto a la cama de Cafferty. Rebus volvió corriendo sobre sus pasos, entró en tromba en la habitación y se montó a horcajadas sobre el cuerpo de Cafferty masajeándole el tórax con las dos manos.

– Boca a boca cada tres pitidos -gritó a Clarke.

– Ya viene el personal -dijo ella-. Deja que se ocupen ellos.

– Maldita sea si este cabrón va ahora a entregar su alma.

Sobre la frente de Cafferty caían salpicaduras de saliva de Rebus. Volvió a presionar con las manos superpuestas, contando, uno, dos, tres; uno, dos, tres; uno, dos, tres. Sabía que con aquella maniobra se lograba revivir a algunos, pero con una o dos costillas rotas.

« Aprieta con ganas », se dijo.

– ¡Ni se te ocurra! -exclamó entre dientes.

Vio que la primera enfermera que entró retrocedía pensando que se lo gritaba a ella. Sentía en los oídos una intensa palpitación casi ensordecedora. « No puedes tener una muerte serena, aséptica », pensó.

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