Rebus fue al despacho de Macrae y dejó el carnet en la esquina de la mesa. Pensó en todas las comisarías en que había estado: Great London Road, St. Leonard’s, Craigmillar y Gayfield Square. Recordó los hombres y mujeres con los que había trabajado, la mayoría jubilados y algunos muertos hacía tiempo; los casos cerrados y los no resueltos, los días ante los tribunales, horas esperando para testificar. El papeleo y las disputas y triquiñuelas legales. Los testimonios entre lágrimas de las víctimas y sus familiares; los gestos de desdén y las negaciones de los acusados. La locura humana al desnudo, todos los pecados mortales de la Biblia a la vista y algunos más.
El lunes por la mañana no le haría falta despertador. Podía dedicar todo el día a desayunar y guardar el traje en el armario para ponérselo sólo para algún entierro. Conocía todas aquellas historias alarmantes: gente que había dejado su trabajo y una semana después estaban en el ataúd; la pérdida del trabajo equivalía a la pérdida de propósito en el esquema vital. Muchas veces había pensado si lo mejor para él no sería largarse de Edimburgo por las buenas. Con lo que sacara del piso podía comprarse una casa aceptable en cualquier sitio, la costa de Fife; o en el oeste, en una de las islas del archipiélago de las destilerías; o al sur, en el país expoliador. Pero se veía incapaz de marcharse de Edimburgo. Era el oxígeno de su sangre y aún tenía misterios por explorar. Había vivido allí desde que era policía, y las dos cosas -la profesión y la ciudad- formaban un todo. Cada crimen había acrecentado su saber, pero ese saber distaba mucho de ser completo. El pasado manchado de sangre se mezclaba con el presente salpicado de sangre; los conjurados de la Alianza y el comercio; una ciudad de bancos y burdeles, de virtud y vitriolo…
El hampa en connivencia con las altas esferas.
– ¿En qué piensas?
Era Siobhan desde la puerta.
– En nada importante -respondió.
– No me lo creo. ¿Estás listo? -añadió colgándose el bolso del hombro.
– Siempre lo estaré.
Pensó que eso sí que era verdad.
* * *
Primero fueron los cuatro al bar Oxford. Tenían reservado el salón de atrás con una cinta de « Policía. No pasar ».
– Es un buen detalle -comentó Rebus, alzando la primera pinta de cerveza de la velada.
Al cabo de casi una hora se encaminaron al restaurante. Allí le esperaba una bolsa de regalos: un iPod de Siobhan que levantó las protestas de Rebus alegando que él nunca dominaría el funcionamiento.
– Ya lo he cargado -dijo ella-. Rolling Stones, los Who, Wishbone Ash… y muchos más.
– ¿John Martyn? ¿Jackie Leven?
– Incluso algo de Hawkind.
– Mi música de adiós -comentó Rebus con gesto casi de satisfacción.
De Hawes y Tibbet recibió una botella de malta de 25 años y un libro de rutas históricas de Edimburgo. Rebus dio un beso a la botella y unos golpecitos al libro y se empeñó en ponerse los auriculares en la primera parte de la cena.
– Escuchar a Jack Bruce es mucho mejor que oír lo que decís vosotros -alegó.
Regaron la cena con dos botellas de vino, regresaron al Oxford, donde les esperaban Gates, Curt y Macrae más dos botellas de champán a cuenta de la casa. Todd Goodyear y su novia Sonia fueron los últimos en llegar. Eran casi las once y Rebus iba por su cuarta pinta de cerveza. Colin Tibbet salió a que le diera el aire, con Phyllida Hawes frotándole animosamente la espalda.
– Tiene mala cara -comentó Goodyear.
– La culpa es de siete coñacs dobles.
No había música, pero no hacía falta. Las diversas conversaciones eran fluidas y sazonadas con risas. Contaron anécdotas, las mejores a cargo de los patólogos. Macrae estrechó calurosamente la mano de Rebus y le dijo que tenía que irse a casa.
– No deje de pasarse alguna vez por la comisaría -añadió al despedirse.
Derek Starr estaba de pie hablando del trabajo a un Shug Davidson con cara de aburrimiento. Que hubiese venido era prueba de que no había logrado ligar de nuevo. Cada vez que Davidson miraba hacia Rebus, éste le dirigía un guiño compasivo. Cuando llegó una bandeja con otra ronda de bebidas Rebus se encontró al lado de Sonia.
– Me ha dicho Todd que trabajas en la Científica -comentó él.
– Así es.
– Perdona que no te reconociera.
– Claro, suelo llevar capucha -dijo ella sonriente. Era bajita, quizá medía un metro cincuenta, con pelo rubio corto y ojos verdes. Lucía una especie de vestido japonés que favorecía su cuerpo delgado.
– ¿Cuánto tiempo hace que Todd y tú sois pareja?
– Algo más de un año.
Rebus miró hacia Goodyear, que estaba distribuyendo las bebidas.
– Es buen agente -comentó Rebus.
– Es muy listo. No tardará en entrar en el DIC.
– Puede que haya una vacante -dijo Rebus-. ¿Te gusta trabajar en el escenario del crimen?
– No está mal.
– Me han dicho que fuiste a Raeburn Wynd la noche en que mataron a Todorov.
Ella asintió con la cabeza.
– Y también al canal. Me llamaron.
– Te fastidiarían tus planes con Todd -dijo Rebus en tono amable.
– ¿Cómo dice? -replicó ella entornando los ojos.
– Nada -respondió Rebus, pensando que a lo mejor comenzaba a trabucar al hablar.
– Fui yo quien encontró el protector de zapatos -añadió ella, y acto seguido abrió mucho los ojos y se llevó la mano a la boca.
– No te preocupes -dijo Rebus-. Al parecer ya no soy sospechoso.
Ella se relajó y lanzó una risita.
– Pero dice mucho sobre la valía de Todd, ¿no cree?
– Por supuesto.
– Cualquier cosa que flotase en aquel tramo del canal, lo más probable es que quedase atascada debajo del puente, como él dijo.
– Y tenía razón -dijo Rebus.
– Por eso, creo que si no le admiten en el DIC es que están locos.
– Nuestra salud mental se ha puesto muchas veces en duda -comentó Rebus.
– Pero obtuvieron un resultado en el caso Todorov -añadió ella.
– Efectivamente -asintió Rebus con una sonrisa.
Goodyear charlaba con Siobhan Clarke y él le dijo algo que la hizo reír. Rebus decidió que había llegado el momento de fumarse un cigarrillo y tomó la mano de Sonia y le estampó un beso en el reverso.
– Un perfecto caballero -dijo ella mientras él se alejaba hacia la salida.
– Si tú supieras, muchacha.
Vio a Hawes y a Tibbet al fondo de la calle; Tibbet con la espalda apoyada en la pared y Hawes delante, echándole el pelo hacia atrás. Había otros dos fumadores mirando la escena.
– Hace tiempo que a mí no me sucede algo así -dijo uno de ellos.
– ¿El qué? -preguntó su interlocutor-. ¿Estar a punto de vomitar o estar con una mujer que te pasa la mano por el pelo?
Rebus secundó sus risas y encendió el cigarrillo. Al otro extremo de la calle se veían las luces de la residencia del primer ministro. Era un enclave laborista desde el traspaso de competencias, y amenazado ahora por el nacionalismo. De hecho, Rebus no recordaba una sola ocasión en que Escocia no hubiese conseguido una mayoría laborista. Él sólo había votado tres veces en su vida, y siempre a un partido distinto, pero en la época del referéndum perdió el interés. Desde entonces había conocido a muchos políticos -Megan MacFarlane y Jim Bakewell eran los últimos- y estaba convencido de que los clientes habituales del bar Oxford serían mejores legisladores. Las personas como Bakewell y MacFarlane eran una constante, y, aunque Stuart Janney fuese a la cárcel, dudaba de que eso tuviera repercusiones sobre el banco First Albannach. Seguirían trabajando con gente como Sergei Andropov y Morris Gerald Cafferty, seguirían acumulando el dinero legal con el dinero negro. A la mayoría de la gente le tenía sin cuidado cómo se creaban y se mantenían los empleos y la prosperidad. Edimburgo había crecido a partir de la industria invisible de la banca y los seguros. ¿A quién le importaban los sobornos que engrasaban la rueda? ¿Qué más daba si un grupo de hombres se reunía para ver vídeos grabados a escondidas? Andropov había dicho algo a propósito de que los poetas se consideraban legisladores anónimos, pero ¿merecían realmente ese título los hombres que lucían traje de raya diplomática?
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