Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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Wills había dejado de rebullirse y ahora la taza le temblaba ligeramente en las manos.

– ¿Lo ha entendido bien? -insistió Rebus. El vigilante asintió levemente con la cabeza, pero Rebus no había acabado-. Dirección -añadió dejando la libreta en la mesa-. Escríbala ahí -vio cómo Joe Wills dejaba la taza y hacía lo que le decía. Los compactos de Walsh estaban en el sitio habitual, pero Rebus no pensaba que Wills los escuchara-. Y otra cosa -añadió, recogiendo el bloc-, cuando el Saab llegue a la barrera de salida quiero que la levante. Lo que cobran en este aparcamiento es un verdadero robo.

* * *

Shandon estaba en el sector oeste de Edimburgo, entre el canal y Slateford Road. Poco más de quince minutos en coche, sobre todo el fin de semana. Rebus puso en marcha el reproductor de compactos y lo que sonó fue Eddie Gentry. Extrajo el disco y lo tiró sobre el asiento trasero, sustituyéndolo por Tom Waits; pero la peculiar voz ronca de Waits era demasiado incordiante y optó por el silencio. Gary Walsh vivía en el número 28, un adosado de una calle estrecha. Había sitio junto al coche de Walsh; aparcó allí el Saab y lo cerró. Las ventanas del piso de arriba del número 28 tenían las cortinas echadas. Lógico: cuando se trabaja en turno de noche se duerme hasta tarde. Rebus optó por no tocar el timbre y llamó con los nudillos. Al abrirse la puerta apareció una mujer totalmente maquillada. Su pelo era impecable y estaba ya vestida para ir al trabajo, salvo el calzado.

– ¿La señora Walsh? -preguntó.

– Sí.

– Soy el inspector Rebus.

Mientras ella examinaba el carnet él la examinó a ella. Tendría treinta y tantos años o algo más de cuarenta, o sea mayor que su pareja. A Gary Walsh debían de gustarle las mujeres mayores, pero cuando Joe Wills había definido a la señora Walsh como una « fuera de serie » no había mentido. Estaba bien conservada y llena de vida. « Madura » era el apelativo en que pensó Rebus. Por otro lado, su aspecto no duraría mucho, porque nada permanece maduro indefinidamente.

– ¿Puedo pasar? -inquirió.

– ¿De qué se trata?

– Del homicidio, señora Walsh -la mujer abrió sorprendida sus ojos verdes-. El que ocurrió en el trabajo de su esposo.

– Gary no me dijo nada.

– Me refiero al del poeta ruso hallado cadáver al final de Raeburn Wynd.

– Sí, lo leí en el periódico…

– Pero la agresión se inició en el aparcamiento -la mujer divagó levemente con la mirada-. Fue el miércoles por la noche, poco antes de que su marido acabara el turno -hizo una pausa-. No sabía nada, ¿verdad?

– Él no me dijo nada -respondió ella algo pálida. Rebus buscó en su libreta y sacó un recorte de prensa con la foto del poeta de una solapa del poemario.

– Se llamaba Alexander Todorov, señora Walsh.

Ella había retrocedido hacia el interior, con la puerta a medio cerrar. Rebus aguardó un instante, la abrió del todo y entró tras ella. Era un recibidor pequeño, con media docena de abrigos colgados de perchas junto a la escalera. Había dos puertas: la cocina y el cuarto de estar, donde ella se había sentado en el borde del sofá para abrocharse en los tobillos los zapatos de tacón alto.

– Voy a llegar tarde -musitó.

– ¿Dónde trabaja? -preguntó Rebus examinando el cuarto: un televisor grande, un tocadiscos grande y estanterías a rebosar de compactos y casetes.

– En una perfumería -contestó ella.

– Supongo que cinco minutos no tendrán importancia…

– Gary está durmiendo… puede volver más tarde. Pero él tiene que llevar el coche al taller a que le arreglen el tocadiscos… -añadió disminuyendo el tono de voz.

– ¿Qué sucede, señora Walsh?

La mujer se había puesto en pie restregándose las manos. Rebus dudaba que su inquietud fuese por culpa de los zapatos.

– Por cierto, tiene una trenca muy bonita -añadió, y ella le miró como si hablase en un idioma desconocido-. Esa negra con capucha que hay en el vestíbulo -prosiguió con una sonrisa-, y parece muy confortable. ¿Preparada para contármelo, señora Walsh?

– No hay nada que contar -replicó ella mirando a su alrededor como buscando escapatoria-. Tenemos que arreglar el coche…

– Eso ya lo ha dicho -replicó Rebus entornando los ojos y mirando por la ventana hacia el Ford Escort-. ¿Qué es lo que ha recordado, señora Walsh? Tal vez debamos despertar a Gary, ¿no cree?

– Tengo que ir a mi trabajo.

– Antes tiene que contestar a unas preguntas.

« Menos de lo que parece »: aquellas palabras le rondaban sin cesar por la cabeza. Todorov le había conducido hasta Cafferty y Andropov, y se había aferrado a ello porque eran los que le interesaban, porque eran los que él quería que fuesen culpables. Veía conspiraciones y tapaderas donde no las había. Andropov se había atemorizado por un exabrupto, pero no significaba que hubiera matado al poeta.

– ¿Cómo se enteró de lo de Gary y Cath Mills? -preguntó midiendo las palabras. Cath Mills… le había confesado aquella noche en el bar que « casi » había dejado los ligues de una noche.

La esposa de Walsh puso cara de horror y se derrumbó en el sofá con el rostro hundido entre las manos, descabalando su perfecto maquillaje, y comenzó a musitar repetidas veces «¡ Oh, Dios !», para finalmente decir:

– Él no dejaba de decirme que había sido sólo una vez… sólo una vez, y sin querer. « De verdad, que sin querer ». Un tremendo desliz.

– Pero usted sabía que no -añadió Rebus. Claro, Gary Walsh caería de nuevo en la tentación, volvería a engañarla. Era joven, un guaperas de aspecto roquero, y su esposa se hacía más vieja cada día que pasaba, aunque ocultase los estragos del tiempo con el maquillaje-. Fue un remedio muy desesperado -dijo Rebus despacio-, ponerse esa capucha para que entendiera la alusión, merodear por la acera y ofrecerse a desconocidos…

La mujer no cesaba de sollozar y sus lágrimas le corrían el maquillaje por las mejillas.

Alexander Todorov pasó por el lugar que no debía en el momento erróneo. Una mujer voluptuosa le ofrece sexo sin condiciones y le arrastra dentro del aparcamiento hasta el lugar que enfoca la cámara, donde está el coche de Gary Walsh. Pero eso Todorov no lo sabía. Se trataba de joder con un desconocido para hacer pagar al marido sus infidelidades.

– ¿Lo hicieron apoyados en el coche? -preguntó-. ¿Tal vez sobre el capó? -añadió sin dejar de mirar al Ford Escort, discurriendo sobre huellas digitales, sangre, semen, incluso.

– Dentro de él -contestó ella casi con un suspiro.

– ¿Dentro?

– Yo tengo un juego de llaves.

– ¿Era ahí donde…? -no tuvo que concluir la pregunta. Ella asentía con la cabeza, confirmando que era el lugar en que Walsh y la Muerte consumaban sus ardores.

– No fue idea mía -dijo ella, y Rebus tuvo que esforzarse por entenderlo.

– ¿Fue el hombre que eligió quien quiso hacerlo dentro del coche? -inquirió. Ella asintió de nuevo con la cabeza.

– Sería algo más cómodo, digo yo -comentó. Pero una idea le cruzó por la mente. El CD que faltaba… el último recital de Todorov grabado por Charles Riordan… « El coche al taller… para arreglar el aparato ».

– ¿Qué sucede con el reproductor de compactos, señora Walsh? -preguntó Rebus con voz pausada-. Es por ese disco, ¿verdad? ¿Quiso escucharlo mientras estaban…?

Ella le miró a través del desastre del maquillaje.

– Se ha atascado en el aparato. Pero yo no sabía, yo no sabía…

– ¿No sabía que estaba muerto?

Ella sacudió la cabeza de un lado a otro y Rebus la creyó. Ella sólo quería un hombre, el que fuera, y cuando terminó lo borró de su mente. No le preguntó nombre, ni nacionalidad y probablemente ni le miraría la cara. Tal vez se había tomado dos copas de algo fuerte para darse valor. Y su marido no había querido hablar de ello después… no le había contado nada.

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