« Hace buena noche para un paseo », dijo para sus adentros, mientras seguía cuesta abajo con las manos en los bolsillos.
Marchmont estaba tranquila, en Melville Drive no había coches. En Jawbone Walk, el camino que cruzaba los Meadows, apenas algunos peatones: estudiantes que volvían a casa. Caminó bajo los arcos hechos con mandíbulas reales de ballena y se preguntó -no por primera vez- qué propósito tendría aquello. Cuando su hija era niña jugaban a que les tragaba una ballena, como a Jonás y Pinocho… A lo lejos cantaban unos borrachos; dos vagabundos en un banco junto a unas bolsas con sus bienes materiales. El viejo centro hospitalario estaba siendo transformado en nuevos bloques de apartamentos que modificaban el perfil arquitectónico de las alturas. Siguió caminando y llegó a Forrest Road, pero en lugar de continuar recto hacia The Mound cortó por Greyfriars Bobby y bajó a Grassmarket. Todavía había muchos pubs abiertos y gente rezagada a la entrada de los albergues para los sin-techo. Cuando él vino a vivir a Edimburgo, el Grassmarket era un cuchitril; en realidad, gran parte de la Ciudad Vieja necesitaba desesperadamente una rehabilitación. Ahora se hacía difícil recordar su antiguo mal aspecto de entonces. Había quien decía que Edimburgo no cambiaba, pero era falso de todo punto, porque cambiaba constantemente.
Vio grupos de fumadores en la calle ante los pubs Beehive y Last Drop y en la tiendecita de pescado y patatas fritas había cola. Le asaltó la oleada del olor a frito y respiró hondo con fruición. En otro tiempo, en el Grassmarket se alzaba la horca; en ella murieron docenas y docenas de firmantes del pacto de la Alianza. Tal vez el fantasma de Todorov se habría unido a ellos. El camino se bifurcaba de nuevo y optó por la derecha hacia King’s Stables Road. Al pasar por delante del aparcamiento se detuvo un instante. Sólo había un coche en el nivel cero o planta baja. El dueño tendría que darse prisa porque cerrarían dentro de unos diez minutos. Estaba estacionado junto al sitio en que habían agredido a Todorov. No había ninguna mujer ofreciendo sus favores. Rebus encendió un cigarrillo y continuó caminando. No sabía adonde se dirigía. Por King’s Stables Road llegaría en un minuto a Lothian Road, frente al hotel Caledonian. ¿Seguiría alojado allí Sergei Andropov? ¿Buscaba él realmente otro enfrentamiento?
– Hace buena noche para pasear -repitió.
En ese momento pensó en los pubs de Grassmarket. Mejor retroceder sobre sus pasos, tomarse la última y coger un taxi para volver a casa. Dio la vuelta y comenzó a rehacer su camino. Al aproximarse de nuevo al aparcamiento vio el último coche que salía y paraba junto al bordillo; el conductor bajó y volvió hacia el aparcamiento, donde accionó las persianas metálicas que comenzaron a bajar con un zumbido eléctrico. El hombre no aguardó a verlas cerrarse, subió al coche y arrancó en dirección a Grassmarket.
Era el vigilante Gary Walsh, el guapo. Aparcado en el nivel cero… ¿No le había dicho a él que siempre dejaba el coche junto a la cabina de vigilancia en el primer piso? Las persianas ya se habían cerrado, pero había una ventanita a la altura del pecho. Rebus se agachó para mirar adentro. Las luces seguían encendidas; tal vez permanecieran así toda la noche. Se veía la cámara de seguridad en el rincón. Recordó que el compañero de Walsh le había dicho: « La cámara solía enfocar hacia ese sitio… pero la cambian …». A Rebus le parecía lógico: si trabajas en un aparcamiento de varios niveles, dejas el coche donde las cámaras lo enfoquen, y que se jodan los demás…
Macrae había dicho: « Hay menos de lo que parece ». Todas aquellas relaciones… Cath Mills, apodada la Muerte, insinuándosele y hablando de ligues de una noche con los compañeros de trabajo… Alexander Todorov: al regreso de una jornada en Glasgow, cena con Riordan, Cafferty le invita a una copa y tiene los calzoncillos manchados de semen.
La mujer de la capucha.
« Menos de lo que parece ».
« Cherchez la femme ».
El poeta y la libido. Había un disco de Leonard Cohen titulado Death of a Ladies’ Man [Muerte de un mujeriego] y una de las canciones era « No vuelvas a casa empalmado », y otra: « El verdadero amor no deja huellas ».
Huellas, pruebas: sangre en el suelo del aparcamiento; aceite en la ropa del muerto; manchas de semen…
« Cherchez la femme ».
Tenía cerca la respuesta. Casi en la punta de la lengua.
Sábado, 25 de noviembre de 2006
A primera hora de la mañana Rebus recogió el ticket de la máquina y aguardó a que se alzase la barrera. Había entrado por el último nivel del aparcamiento en Castle Terrace, pero siguió los indicadores hasta el segundo nivel. Había muchos espacios libres junto a la cabina de vigilancia. Se dirigió a la puerta y llamó antes de entrar.
– ¿Qué sucede? -preguntó Joe Wills con una taza de té negro entre las manos, entrecerrando los ojos al ver a Rebus.
– Buenas, de nuevo, señor Wills. Una noche agitada, ¿eh?
Wills estaba sin afeitar, tenía los ojos enrojecidos y llorosos y aún no se había puesto la corbata.
– Estaba tomando unas copas -dijo el hombre-, y la Muerte me cazó por el móvil. Bill Prentice se tuvo que marchar enfermo y me pidió si yo podía hacer el turno de mañana…
– Y a pesar de todo, no se negó. Eso es lo que se llama lealtad a la empresa.
Rebus vio el periódico en la mesa. El Polonio 210 era el veneno que había matado a Litvinenko. Era la primera vez que Rebus oía hablar de aquel producto.
– ¿Qué se le ofrece? -inquirió Joe Wills-. Creía que habían terminado -Rebus advirtió que la taza de Wills tenía el emblema de una emisora local, Talk 107-. No llevará leche por causalidad…
Pero Rebus tenía centrada su atención en los monitores de las cámaras de seguridad.
– ¿Viene a trabajar en coche, señor Wills?
– A veces.
– Si no recuerdo mal me dijo que tuvo una « piña ».
– Pero el coche funciona.
– ¿Lo tiene aquí?
– No.
– ¿Por qué no? -Rebus alzó un dedo-. Por no arriesgarse a un control de alcoholemia, ¿no es cierto? -Wills asintió con la cabeza-. Muy prudente, caballero. Pero cuando viene al trabajo en coche, ¿lo deja a la vista?
– Claro -contestó Wills dando un sorbo al té y haciendo una mueca por lo amargo que estaba.
– Enfocado por una de las cámaras -añadió Rebus señalando con la cabeza la batería de monitores-. ¿Siempre aparca en el mismo sitio?
– Depende.
– ¿Y su compañero? ¿Me equivoco si pienso que el señor Walsh prefiere la planta baja?
– ¿Cómo lo sabe?
Rebus no hizo caso de la pregunta.
– La primera vez que vine -dijo-, el día siguiente al asesinato, no sé si recuerda…
– Sí.
– … las cámaras de la planta baja no estaban enfocadas hacia el sitio en que se produjo la agresión -añadió señalando una de las pantallas-. Y me dijo que una de ellas solía estarlo, pero que la movían. Pero ahora veo que han vuelto a enfocarla a un sitio que… déjeme adivinar, ¿es donde aparca el señor Walsh su coche?
– ¿Y eso qué tiene que ver?
Rebus forzó una sonrisa.
– Me pregunto, señor Wills, cuándo moverían la cámara -dijo inclinándose sobre el vigilante-. Apostaría a que en el último turno que hizo antes del crimen estaba enfocada hacia el mismo lugar que ahora. Pero entre uno y otro alguien la movió.
– Ya le dije que la cambian.
Rebus estaba a diez centímetros de Wills.
– Lo ve claro, ¿no? No es ninguna lumbrera, pero se lo imaginó antes que todos nosotros. ¿Se lo ha dicho a alguien, señor Wills? ¿O se le da bien guardar secretos? Tal vez sólo desea una vida tranquila, con sus copas por la noche y un poco de leche para el té. No va a delatar a un compañero, ¿verdad? Pero le voy a dar un consejo, señor Wills, y va en su propio interés seguirlo -Rebus hizo una pausa para asegurarse de que el hombre prestaba atención-. No se le ocurra decir ni pío a su compañero, porque si lo hace y yo me entero le meteré a usted en la cárcel en vez de a él. ¿Entendido?
Читать дальше