– A los dos. Fueron juntos y yo estuve allí todo el tiempo.
– Ya lo ha dicho.
– Porque es la verdad.
– Pero la noche en que murió el señor Todorov, ¿no recuerda si trabajó o no?
– No.
– Es muy importante, señor Aksanov. Pensamos que quien mató a Todorov iba en un coche…
– ¡Yo no tengo nada que ver! ¡Estas preguntas son intolerables!
– ¿De verdad?
– Intolerables e irracionales.
– ¿Ya lo ha terminado? -preguntó ella tras quince segundos de silencio. El ruso frunció el ceño-. El cigarrillo -añadió ella señalando el cenicero-. No ha hecho más que encenderlo.
El ruso miró un cigarrillo casi entero aplastado que seguía consumiéndose.
* * *
Tras pedir un coche patrulla que llevase a Aksanov a Queensberry Road, Clarke cruzó el pasillo hasta el lugar en que Goodyear charlaba con otros dos agentes, pero en ese momento sonó su móvil. No conocía el número.
– Diga -contestó, dando la espalda a Goodyear y los agentes.
– ¿Sargento Clarke?
– Diga, doctora Colwell. He estado a punto de llamarla.
– ¿Ah, sí?
– Porque creí que iba a necesitar una intérprete, pero no ha sido necesario. ¿Qué se le ofrece?
– Acabo de escuchar ese disco.
– ¿Sigue trabajando con el poema?
– En principio sí… pero al final escuché el disco entero.
– A mí me sucedió igual -dijo Clarke, recordando la hora que ella y Rebus habían pasado en su coche oyéndolo.
– Justo al final -añadió Colwell-. Bueno, después del recital y una vez terminadas las preguntas…
– ¿Sí?
– El micrófono capta un trozo de conversación.
– Lo recuerdo. ¿No es el poeta que murmura algo?
– Eso es lo que yo pensé y me costó entenderlo. Pero no es la voz de Alexander.
– ¿De quién, entonces?
– No tengo ni idea.
– Pero es ruso, ¿no?
– Ah, desde luego. Después de escucharlo varias veces creo que sé lo que dice.
Clarke pensó en Charles Riordan dirigiendo el micrófono hacia el público para grabar sus comentarios.
– ¿Y qué dice? -inquirió.
– Algo así como « Ojalá estuviera muerto ».
Clarke se quedó helada.
– ¿Puede repetírmelo, por favor?
Rebus acudió a la cita con la doctora Colwell en su despacho y escucharon el CD.
– No parece la voz de Aksanov -dijo Clarke.
Sonó su móvil y contestó con un leve gruñido. Era la voz del inspector Calum Stone.
– ¿Quería hablar conmigo? -preguntó él.
– Le llamaré más tarde -replicó ella cortando la comunicación y meneando despacio la cabeza para que Rebus comprendiera que no era nada importante. Comenzaron a escuchar el trozo relevante de la grabación.
– Me apostaría algo a que es Andropov -dijo él, inclinándose hacia delante en la silla, con los codos apoyados en las rodillas y las manos juntas, absolutamente pendiente del disco e inmune a la presencia de Scarlett Colwell, que estaba en cuclillas a un paso de él junto al tocadiscos, con la cara velada por su melena.
– ¿Está segura de que dice eso? -preguntó Clarke.
– Totalmente -respondió Colwell, repitiéndolo en ruso. Lo había escrito en un bloc que Clarke tenía en la mano, el mismo en que había transcrito el poema.
– «¿ Ojalá estuviera muerto ?» -dijo Rebus-. ¿No « Quiero que lo maten » o « Voy a matarlo »?
– No tan explosivo -comentó Colwell.
– Lástima. Pero es de sobra un principio -añadió Rebus volviéndose hacia Clarke.
– De sobra -dijo ella-. Supongamos que es Andropov… ¿con quién habla? Tiene que ser con Aksanov, ¿verdad?
– Y tú le has dejado marchar.
Ella asintió despacio con la cabeza.
– Podemos volver a detenerle… Es residente del país.
– Lo que no significa que el consulado no lo meta en un avión rumbo a Moscú -dijo Rebus mirándola-. ¿Sabes lo que creo? A Andropov le vendría estupendamente tener a alguien dentro del consulado. Así sabría cómo andaban las cosas en Rusia. Si pensaban procesarle, el consulado sería el primero en saberlo.
– ¿Y Aksanov sería su topo? -dijo Clarke asintiendo con la cabeza-. Aceptable, pero ¿es sólo eso?
– ¿Sicario, quieres decir?
Rebus reflexionó un instante y en ese momento advirtió que a Scarlett Colwell le rodaba una lágrima por la mejilla.
– Perdone -se disculpó-. Comprendo que es muy fuerte.
– Atrapen a quien mató a Alexander -dijo ella limpiándose la lágrima con el reverso de la mano-. Se lo ruego.
– Gracias a usted vamos cerrando el círculo -dijo él, cogiendo la traducción del poema-. A Andropov le pondría furioso que le llamara codicioso y « plaga » y le incluyera en la « pandilla de granujas ».
– Lo suficiente para desear la muerte del poeta -dijo Clarke-. Pero ¿quiere eso decir que lo hiciera?
Rebus volvió a mirarla.
– Tal vez deberíamos preguntárselo -dijo.
* * *
Siobhan Clarke dedicó una hora a poner al inspector Derek Starr al corriente del caso. Aun así, él protestó quince minutos porque le hubieran « dejado al margen », antes de dar la orden de que trajeran a Sergei Andropov para interrogarle. Tuvieron que desalojar de un cuarto de interrogatorio a tres agentes instalados en él y que se quejaron por tener que trasladar sus cosas.
– Aquí huele a calzoncillos sudados -comentó Starr.
– Ah, no sé -replicó Clarke con una sonrisita.
Se había tropezado en la sala del DIC con Goodyear, quejándose también de que le hubiera abandonado en la comisaría de West End. Era cierto que tras la llamada de Colwell ella había salido a toda prisa hacia el coche, dejándole en el pasillo charlando con sus compañeros. Pese a todo, Clarke miró su ceño fruncido y le dijo clara y despacio una palabra: « acostúmbrate ». A lo que él replicó que estaba deseando volver a Torphichen de uniforme.
Enviaron un coche patrulla al hotel Caledonian que cuarenta minutos más tarde regresó con un incomodado pasajero. Eran casi las ocho, con cielo oscuro y temperatura en descenso.
– ¿Tengo derecho a un abogado? -dijo Andropov de entrada.
– ¿Cree que lo necesita? -replicó Starr. Le habían prestado un reproductor de compactos y le dio unos golpecitos con el dedo.
Andropov reflexionó sobre la pregunta y se quitó el abrigo, lo puso en el respaldo de la silla y tomó asiento. Clarke estaba sentada junto a Starr, con el móvil y la libreta delante. Rogaba al cielo porque Rebus -estacionado afuera en su coche- no hiciera ningún ruido.
– Cuando quiera, sargento Clarke -dijo Starr juntando las manos.
– Señor Andropov -dijo ella-, he hablado previamente con Boris Aksanov.
– ¿Y?
– Sobre el recital en la Biblioteca de Poesía escocesa… Creo que usted estuvo allí.
– ¿Le dijo él eso?
– Hay muchos testigos, señor -hizo una pausa-. Ya sabemos que usted conoció a Alexander Todorov en Moscú, y que no eran amigos precisamente…
– Le repito: ¿quién le ha dicho eso?
Clarke hizo caso omiso de la pregunta.
– Fue usted al recital con el señor Aksanov y oyó al poeta improvisar un poema -añadió Clarke desdoblando la hoja con la traducción-: « Apetito despiadado… La gula insaciable… esa pandilla de granujas ». No es precisamente una carta de amor, ¿verdad?
– Es un poema.
– Pero dirigido a usted, señor Andropov. ¿No es usted uno de los « hijos de Zhdanov »?
– Como tantos otros miles -respondió Andropov con una risita y ojos relucientes.
– Por cierto -añadió Clarke-. Debería haberle manifestado mi pesar antes que nada.
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