Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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– ¿No han encontrado en el protector fibras que correspondan a su ropa?

– No.

– ¿Hay algún otro sospechoso?

– ¡Dios, Todd, yo qué sé! -el silencio que siguió duró doce segundos hasta que Clarke expulsó aire con fuerza-. Todd, lo siento…

– Soy yo quien debería disculparse -dijo el joven-. No he podido reprimir mi curiosidad.

– No; es culpa mía. Es que… podría tener problemas.

– ¿Cómo?

– Los de la SCDEA vigilaban a Cafferty, y él me encomendó que los desviara a otro lugar.

– Hostia -exclamó el joven con los ojos muy abiertos.

– Habla bien -dijo Clarke.

– Cafferty bajo vigilancia… Las cosas se ponen feas para el inspector Rebus.

Clarke se encogió de hombros.

– Vigilaban a Cafferty -repitió Goodyear, meneando despacio la cabeza. Clarke dirigió su atención a alguien que salía del consulado.

– Esto se pone bien -comentó.

Era el mismo hombre que acompañaba a Stahov en su visita al depósito de cadáveres; el mismo que aparecía en la foto del recital en Word Power. Aksanov abrió el coche y se sentó al volante. Clarke decidió girar la llave de encendido y dejar el motor al ralentí hasta ver si lo cambiaba de estacionamiento o iba a otro lugar. Al ver que dejaba atrás dos espacios libres lo tuvo claro.

– ¿Vamos a seguirle? -preguntó Goodyear abrochándose el cinturón de seguridad.

– Has acertado.

– Y luego, ¿qué?

– Estoy pensando en pararle con algún pretexto falso…

– ¿Cree que es prudente?

– Pues no lo sé. Ya veremos.

En Queensferry Street se encendió el intermitente izquierdo del Mercedes.

– ¿Sale de Edimburgo? -aventuró Goodyear.

– Aksanov vive en Cramond. Tal vez vaya allá.

Después de Queensferry Street, el Mercedes tomó Queensferry Road. Clarke miró el velocímetro y vio que alcanzaba el límite de velocidad. Vio que el siguiente semáforo cambiaba a rojo y comprobó que las luces del freno del Mercedes funcionaban perfectamente. Si iba a Cramond, probablemente seguiría hasta la rotonda de Barnton y luego giraría a la derecha. Lo que no sabía es si iba a dejarle que llegara tan lejos. En Queensferry Road había un semáforo cada cien metros. Al detenerse el Mercedes en uno de ellos, Clarke se acercó casi rozándole.

– Todd, mira en el suelo junto al asiento de atrás -dijo. Él tuvo que desabrocharse el cinturón de seguridad.

– ¿Es esto lo que quiere?

– Conéctalo a ese enchufe y baja tu parasol -añadió Clarke.

– ¿Tiene un magneto en la base?

– Exacto.

La luz parpadeante comenzó a funcionar nada más conectarla. Goodyear la sacó por la ventanilla y la acopló al techo. El semáforo seguía en rojo. Clarke hizo sonar el claxon, vio que el chófer del Mercedes miraba por el retrovisor y le hizo una señal con la mano para que lo estacionara. Al cambiar el semáforo a verde, el del Mercedes hizo lo que le había indicado subiéndose al bordillo después del cruce. Clarke lo adelantó e hizo lo propio con su coche. Los automovilistas que pasaban aminoraban la velocidad para mirar. El chófer bajó del Mercedes y aguardó en la acera. Llevaba gafas de sol, traje y corbata. Clarke se acercó a él con el carnet de policía en la mano.

– ¿Qué sucede? -preguntó él con fuerte acento extranjero.

– ¿El señor Aksanov? Nos vimos en el depósito de cadáveres…

– Le he preguntado qué sucede.

– Tiene que acompañarme a la comisaría.

– ¿Qué es lo que he hecho? -dijo sacando un móvil del bolsillo-. Hablaré con mi consulado.

– No le servirá de nada -dijo ella-. No conduce un coche oficial, lo que me hace pensar que trabaja de autónomo. No goza de inmunidad, señor Aksanov.

– Soy chófer para el consulado.

– Pero no del consulado. Suba al coche -añadió Clarke en tono tajante. El ruso seguía con el móvil en la mano.

– ¿Y si me niego?

– Le acusaré de obstrucción a la autoridad… y de lo que se me ocurra.

– Yo no he hecho nada.

– Eso es lo que queremos aclarar… pero en la comisaría.

– ¿Y mi coche…?

– Déjelo ahí; no se preocupe. Le traeremos después. Se lo prometo -añadió forzando una amable sonrisa.

* * *

– ¿Cómo comenzó a hacer de chófer para Sergei Andropov? -preguntó Clarke.

– Me gano la vida trabajando de chófer.

Estaban en un cuarto de interrogatorios de la comisaría del West End porque Clarke no quiso llevar al ruso a Gayfield Square. Había enviado a Goodyear a por café. Aunque la mesa tenía grabadora no la puso en marcha ni utilizó la libreta de anotaciones. Aksanov solicitó fumar y ella lo permitió.

– Habla usted bien inglés, incluso con cierto acento local.

– Estoy casado con una chica de Edimburgo. Llevo aquí casi cinco años -respondió él inhalando el humo y expulsándolo hacia el techo.

– ¿Es ella también amante de la poesía? -Aksanov miró a Clarke-. ¿Y bien? -insistió.

– Ella lee libros… casi todo, novelas.

– Entonces, ¿es a usted a quien le gusta la poesía? -el ruso se encogió de hombros-. ¿Ha leído algo de Seamus Heaney últimamente? ¿O de Robert Burns?

– ¿Por qué me pregunta esto?

– Porque le vieron en un recital de poesía dos veces hace dos semanas. ¿O es simplemente que le gusta Alexander Todorov?

– Dicen que es el mejor poeta ruso.

– ¿Está de acuerdo? -Aksanov volvió a encogerse de hombros y miró la punta del cigarrillo-. ¿Compró su último libro?

– No sé por qué esto es asunto suyo.

– ¿Recuerda el título?

– No tengo por qué responderle.

– Señor Aksanov, estoy investigando dos asesinatos.

– ¿Y yo qué tengo que ver? -el ruso comenzaba a enojarse, cuando en ese momento se abrió la puerta y entró Goodyear con los cafés.

– Sólo con dos terrones de azúcar -dijo poniendo uno delante de Aksanov-. Con leche y sin azúcar -añadió tendiendo el segundo vaso de plástico a Clarke. Ella dio las gracias con una inclinación de cabeza e hizo una ligera señal que Goodyear captó, dirigiéndose a la pared del fondo en la que se recostó con las manos juntas delante. Aksanov aplastó la colilla y estaba a punto de encender otro cigarrillo.

– La segunda vez que asistió -dijo ella-, llevó a Sergei Andropov.

– ¿Ah, sí?

– Hay testigos -el ruso se encogió de nuevo de hombros, esta vez exageradamente y torciendo el gesto-. ¿Lo niega? -inquirió Clarke.

– No he dicho nada.

– Eso me hace pensar que oculta algo. ¿Estaba de servicio la noche en que murió el señor Todorov?

– No lo recuerdo.

– Sólo le pido que recuerde hechos de hace poco más de una semana.

– Algunas veces trabajo de noche, otras no.

– Andropov fue a su hotel y tuvo un encuentro en el bar.

– No puedo decirle nada.

– ¿Por qué fue a esos recitales de poesía, señor Aksanov? -preguntó Clarke pausadamente-. ¿Le pidió Andropov que fuese? ¿Le pidió que le llevase?

– ¡Yo no he hecho nada, impúteme si quiere!

– ¿Es lo que desea?

– Lo que deseo es irme de aquí.

En los dedos que sostenían el cigarrillo se advirtió un leve temblor.

– ¿Recuerda el recital de la Biblioteca de Poesía? -preguntó Clarke en tono monocorde y moderado-. ¿Recuerda al hombre que lo grabó? También él ha sido asesinado.

– Yo estuve toda la noche en el hotel.

– ¿En el Caledonian? -aventuró Clarke sin estar segura.

– En Gleneagles -replicó él-. La noche del incendio.

– En realidad fue al amanecer.

– Por la noche… o al amanecer… Yo estaba en Gleneagles.

– De acuerdo -dijo ella, extrañada por su súbito nerviosismo-. ¿A quién llevó en el coche, a Andropov o a Stahov?

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