Ian Rankin - La música del Adiós

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Otoño, Edimburgo, hacia el final de la carrera del inspector John Rebus, que intenta cerrar alguno de los casos pendientes antes de jubilarse, cuando aparece muerto joven poeta ruso, al parecer a causa de un atraco que ha salido mal. Como por casualidad, una delegación comercial rusa que intenta de hacer negocios en Escocia visita la ciudad, y políticos y banqueros se muestran decididos a que el caso sea rápidamente cerrado y sin ambigüedades. Pero cuanto más indagan Rebus y su colega, la sargento Siobhan Clarke, más convencidos están de que no se trata de una simple agresión; más aún al producirse un segundo y repugnante homicidio.
Simultáneamente, la brutal agresión a un gángster de Edimburgo sitúa a Rebus bajo sospecha. ¿Ha llevado el inspector Rebus demasiado lejos su intervención en la solución de los casos? A escasos días de jubilarse de su magnífica carrera, ¿se habrá liado Rebus la manta a la cabeza?
Intensa y emocionante, La Música del adiós no es sólo el colofón agridulce de los años de servicio del inspector John Rebus, es una incisiva reflexión sobre el poder, el dinero y el crimen en un país en venta al mejor postor.

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Volvió al piso de abajo y al despacho de Cafferty. Era una habitación espaciosa con una ventana que daba al jardín trasero. También tenía las cortinas echadas, pero se aventuró a abrir una rendija para ver la casita del guardaespaldas. Había dos coches aparcados -el Bentley y un Audi- pero ni rastro de aquél. Corrió las cortinas y encendió la luz. En el centro del cuarto había un viejo escritorio lleno de papeles, facturas a simple vista. Se sentó en el sillón de cuero y comenzó a abrir cajones. Lo primero que encontró fue una pistola con una inscripción grabada en el cañón que parecía en ruso.

«¿ Un regalito de tu amigo ?», pensó. Pero no tenía balas en el cargador, ni las había en el cajón. Hacía tiempo que Rebus no empuñaba un arma de fuego. La sopesó, comprobó el equilibrio y volvió a dejarla en su sitio cogiéndola con el pañuelo. El siguiente cajón estaba lleno de extractos de bancos. Vio que Cafferty tenía dieciséis mil libras en la cuenta corriente, un cuarto de millón con interés en acciones de bolsa y otras cien mil en acciones personales. No encontró recibos de pago de hipoteca, lo que probablemente era prueba de que la casa era de su propiedad. En aquella zona de Edimburgo valdría millón y medio. Pero no sería el único bien del gángster; Stone había insinuado unas compañías de inversión en el extranjero. Cafferty era dueño de bares, discotecas, de una agencia de alquiler de pisos y de unos billares, y se decía que tenía parte en una empresa de taxis.

De pronto advirtió algo en un rincón: una vieja caja de caudales con cerradura de combinación, de color verde grisáceo y fabricada en Kentucky. Se acercó y no le extrañó que estuviera cerrada. La única combinación que se le ocurría probar era la de la fecha de cumpleaños de Cafferty. Dieciocho, diez, cuarenta y seis. Tiró de la manivela y la puerta se abrió.

Se agasajó con una sonrisa. No sabía por qué recordaba aquellas cifras, pero de algo le había servido.

En el interior había dos cajas de munición del calibre nueve milímetros, cuatro gruesos fajos de billetes de cincuenta y de veinte libras, libros de contabilidad, discos de ordenador y un joyero con los collares y pendientes de la difunta esposa. Rebus cogió el pasaporte de Cafferty y lo hojeó: ningún viaje a Rusia. Un certificado de nacimiento de Cafferty y los certificados de defunción de la esposa y el hijo. En el certificado de matrimonio, expedido en Edimburgo, constaba que Cafferty se había casado en 1973. Dejó todo en su sitio y examinó los discos: no tenían etiqueta ni inscripción. Además, en el despacho no había ordenador… ni había visto ninguno en toda la casa. En el estante inferior de la caja de caudales había una caja de cartón. La cogió y la abrió: una docena de discos plateados brillantes. Compactos, pensó de entrada, pero miró una a la luz y vio que estaba marcado DVD-R, 4 7G. Él no era un técnico, pero comprendió que éste podía verlo en el aparato del primer piso. Ninguno tenía etiqueta, sólo señales de colores: verde, azul, roja o amarilla.

Cerró la caja fuerte y giró la combinación, apagó la luz y subió al primer piso. El salón de cine tenía ventanas con contraventanas, con una fila de bancos de cuero y otra detrás de sofás de dos plazas. Se agachó ante los aparatos e introdujo el DVD, conectó la pantalla y tomó asiento. Tuvo que probar con tres mandos a distancia para ponerlo todo en marcha: pantalla, DVD y altavoces. Sentado en el borde del sofá de cuero se dispuso a mirar lo que parecía metraje de vigilancia.

Una habitación. Era un cuarto de estar con cuerpos tumbados. Dos de ellos se separaban y salían del encuadre; se produjo un corte, apareció un dormitorio y la cámara enfocó a los mismos personajes desvistiéndose y besándose. Eran jovenzuelos, y no los conocía, ni conocía el piso mucho menos ostentoso que la casa de Cafferty.

Bien, al gángster le gustaba ver porno de aficionados… Pulsó el avance, pero la acción continuaba con la misma pareja y su cópula. La cámara los captaba desde arriba y de lado; apretó más el avance y apareció la chica en el cuarto de baño, sentada en el váter y volviéndose a desvestir para darse una ducha. Era delgada, casi anoréxica, con cardenales en los brazos. Volvió a pulsar el avance, pero no había nada más.

El siguiente tenía una señal azul en vez de verde. Era distinto, pero en el mismo cuarto y de acción distinta pero sobre el mismo tema.

– Tu secreto perverso, Cafferty-musitó Rebus, extrayendo el disco. Probó otro con señal verde: los mismos personajes que en el primero. « John, esto parece …». Señal roja: otro piso, un fumeteo con diversos personajes; una chica bañándose y un tío masturbándose en el dormitorio.

Rebus no esperaba ninguna sorpresa de los de señal amarilla. Efectivamente, eran las mismas actividades, pero… con una diferencia: conocía el piso y a los personajes.

Eran Nancy Sievewright y Eddie Gentry en el piso de Blair Street: el piso de Alquileres MGC.

– Vaya, vaya -dijo para sus adentros.

Había escenas de una fiesta en el cuarto de estar. Bailaban, bebían y le pareció ver unas rayas de coca junto al hachís. Una mamada en el cuarto de baño, puñetazos en el vestíbulo. El siguiente disco: Sol Goodyear de visita, correspondida con un polvo en el dormitorio de Nancy y unos momentos de intimidad en el estrecho cubículo de la ducha. Después de marcharse él, ella se sentaba con el hachís que le había traído y se hacía un buen porro. Cuarto de estar, cuarto de baño, dormitorio y pasillo.

– Todo menos la cocina -dijo Rebus haciendo una pausa-. La cocina… -repitió-, y el dormitorio de Eddie Gentry.

Al llegar al último disco de la caja estaba aburrido. Era como ver los reality show de la tele pero sin anuncios que interrumpieran la monotonía. El último disco era distinto, y no tenía señal de color; pero sí sonido. En la pantalla apareció la misma habitación en que él estaba sentado, con los asientos ocupados por hombres. Hombres que fumaban puros. Hombres que bebían vino en vasos de cristal. Hombres locuaces, borrosos, contentos, mirando un DVD.

– Ese es un buen bocado -comentó uno de ellos.

Se oyeron gruñidos de aceptación, con volutas de humo. La cámara enfocó a uno de ellos, que debía de ser… Rebus se puso en pie y se acercó a la pantalla de plasma. Había un pequeño orificio en la pared encima de una esquina del televisor. No se apreciaba, o podía confundirse con un defecto de la pintura. Arrimó el ojo, pero no vio nada. Salió de la habitación y abrió la puerta del cuarto contiguo: era un cuarto de baño, con un armarito en una pared de espejos. Dentro del armarito no había nada, ni cámara, ni cables. Acercó el ojo al orificio y vio la habitación de la pantalla. Volvió a ella, y por los comentarios de los hombres no le cupo la menor duda de que contemplaban los mismos vídeos que él acababa de ver.

– Ojalá mi mujer hiciera esas cochinadas.

– A lo mejor emborrachándola con porno en vez de con chardonnay

– Pues valdría la pena.

– ¿Y no saben que los filmas, Morris?

La voz de Cafferty desde el fondo, gruñendo feliz: « Ni se lo imaginan ».

– ¿No tuvo líos Chuck Berry por algo parecido?

– ¿Qué, Roger, inspirándote para hacer algo con tu mujer?

– Stuart, llevo casado más de veinte años.

– O sea que no…

Rebus se puso de rodillas delante de la pantalla. Roger y Stuart, con su vaso de vino y sus puros, bien agasajados por Cafferty, y ahora disfrutando en grupo de su hospitalidad: Roger Anderson y Stuart Janney. Los capitostes del banco First Albannach…

– A Michael le fastidiará haberse perdido esto -añadió Janney con una carcajada.

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