Jeffery Deaver - El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte»
El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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Perkins, embutido en su impecable traje, era un burócrata que se protegía a sí mismo, pero también era razonable. Asintió con la cabeza.

Pero, ¿tengo razón?, se preguntó Rhyme.

¿Qué piensa el Bailarín? ¿Lo sé realmente?

Oh, puedo observar un dormitorio silencioso o un callejón mugriento y leer perfectamente la historia que los convirtió en escenas de crímenes. Puedo ver, en el charco de sangre, como un test de Rorschach dibujado en la alfombra y las baldosas, las pocas posibilidades de escapar que tuvo la víctima y la clase de muerte que sufrió. Puedo examinar el polvo que el asesino deja a su paso y saber inmediatamente de dónde vino.

Puedo responder quién, puedo responder por qué.

Pero, ¿qué va a hacer el Bailarín?

Eso lo puedo adivinar, pero no lo puedo decir con seguridad.

Una figura apareció en el umbral, era uno de los oficiales que estaba en la puerta principal. Le entregó a Thom un sobre y volvió a su puesto de guardia.

– ¿Qué es eso? -Rhyme lo examinó con cuidado. No esperaba ningún informe de laboratorio y tenía muy presente la predilección del Bailarín por las bombas. El paquete no era más grueso que una hoja de papel y provenía del FBI.

Thom lo abrió y leyó.

– Viene de PERT [46]. Encontraron un experto en arena.

– No es para este caso -le explicó Rhyme a Perkins-. Es acerca del agente que desapareció la otra noche.

– ¿Tony? -preguntó el agente de cargo-. Hasta ahora no tenemos ninguna pista.

Rhyme examinó el informe.

La sustancia sometida a análisis técnicamente no era arena. Consistía en fragmentos de coral provenientes de arrecifes y contenía espículas, secciones transversales de tubos de gusanos marinos, conchas de gastrópodos y foraminíferos. Su origen más probable era el norte del Caribe: Cuba y las Bahamas.

El Caribe… Interesante. Bueno, tendría que dejar las pruebas en espera por el momento. Después de que atraparan al Bailarín y lo encerraran, él y Sachs volverían…

Su aparato transmisor sonó.

– Rhyme, ¿estás allí? -se oyó la voz de Sachs.

– ¡Sí! ¿Dónde estás, Sachs? ¿Qué tienes?

– Estamos en el exterior de una vieja estación cerca del Ayuntamiento. Toda cerrada con planchas de madera. Los de S &S dicen que hay alguien dentro. Al menos uno, quizá dos.

– Vale, Sachs -contestó, mientras su corazón palpitaba ante la idea de que podían estar más cerca del Bailarín-. Mantennos informados. -Luego miró a Sellitto y Perkins-. Parece que, después de todo, no tendremos que decidir si los trasladamos de la casa de seguridad.

– ¿Lo han encontrado? -preguntó el detective.

Pero el criminalista, antes que nada un científico, rehusó compartir su esperanza. Tenía miedo de que eso diera mala suerte a la operación, o mejor dicho, darle mala suerte a Sachs, pensó.

– Crucemos los dedos -murmuró.

Silenciosamente, las tropas ESU rodearon la estación de metro.

Aquel era probablemente el lugar donde vivía el nuevo socio del Bailarín, dedujo Amelia Sachs. Los de S &S habían encontrado algunos residentes que les informaron sobre un drogadicto que vendía pildoras por los alrededores. Era un hombre no muy alto, lo que coincidía con el número ocho de los zapatos.

La estación era, en la práctica, un agujero en el muro; había sido remplazada años atrás por la parada más moderna de City Hall, a unas calles de distancia.

El grupo 32E se puso en posición, mientras los de S &S comenzaban a instalar micrófonos y cámaras de infrarrojos, y otros oficiales despejaban la calle de tráfico y de vagabundos que se sentaban en las esquinas o las entradas de los edificios.

El comandante alejó a Sachs de la puerta principal y la situó fuera de la línea de fuego. Le dieron la degradante tarea de custodiar la salida del metro que había permanecido cerrada durante años con planchas de madera y un candado. Se preguntó si Rhyme había hecho un trato con Haumann para mantenerla apartada. Su cólera por lo sucedido la noche pasada, que había olvidado por la búsqueda del Bailarín, reapareció con fuerza.

Sachs señaló con la cabeza el candado oxidado.

– Hum. Probablemente no saldrá por aquí -comentó entusiasmada.

– Tenemos que vigilar todas las entradas -musitó el encapuchado oficial de ESU, que sin captar o ignorando deliberadamente su sarcasmo, volvió junto a sus compañeros.

La lluvia caía a su alrededor. Era una lluvia helada que se descolgaba del cielo gris y sucio, y golpeaba con fuerza sobre los residuos depositados frente a las rejas de hierro.

¿Estaría dentro el Bailarín? Si era así, con toda seguridad habría un tiroteo. Sachs no podía imaginar que el asesino se entregara sin una violenta pelea.

Y le irritaba no poder participar en ella.

Eres un tipo hábil cuando tienes tu fusil y quinientos metros para protegerte, le dijo mentalmente. Pero dime, gilipollas, ¿cómo eres con una pistola y a corta distancia? ¿Cómo te gustaría enfrentarte conmigo? Sobre la repisa de su chimenea tenía una docena de trofeos dorados que representaban a un tirador apuntando con su pistola. (Las figuras doradas eran todas de hombres, lo que divertía muchísimo a Sachs.)

Bajó unos escalones más, hacia las rejas, y se aplastó contra el muro.

Sachs, la criminalista, examinó con cuidado el miserable lugar, que olía a basura, a podredumbre, a orina y que tenía el olor salado del metro. Revisó las rejas, la cadena y el candado. Escudriñó el oscuro túnel y no pudo ver ni oír nada.

¿Dónde está?

¿Qué hacen los policías y los agentes? ¿Por qué tardan tanto?

Escuchó la respuesta instantes después por los auriculares: esperaban tropas de apoyo. Haumann había decidido convocar a otros veinte oficiales de ESU y el segundo equipo 32E.

No, no, no, pensó. ¡Están totalmente equivocados! Todo lo que el Bailarín tenía que hacer era echar un vistazo hacia el exterior y ver que no pasaba ni un coche, taxi o peatón para saber al instante que se estaba realizando una operación táctica. Habría un baño de sangre… ¿No se daban cuenta?

Sachs dejó el equipo de análisis de la escena del crimen en la base de la escalera. Subió nuevamente al nivel de la calle. Unos metros más allá se encontraba una farmacia. Entró y compró dos botes grandes de butano y pidió prestada la barra para subir el toldo, una pieza de acero de metro y medio de largo.

Al volver, en la salida enrejada del metro, Sachs deslizó la barra del toldo por uno de los eslabones de la cadena, que ya estaba medio desvencijado, y la giró hasta que la cadena se puso tensa. Se puso un guante Nomex y vació el contenido de los botes de butano sobre el metal, que enseguida se escarchó por el efecto del gas congelante. (Amelia no había hecho en vano la ronda en Times Square y la calle Cuarenta y dos; sabía lo suficiente sobre las formas de asaltar una vivienda como para tener una segunda profesión.)

Cuando el segundo bote estuvo vacío, cogió la barra con ambas manos y comenzó a darle vueltas. El gas congelante había debilitado mucho el metal. Con un suave chasquido el eslabón se partió en dos. Sachs cogió la cadena antes de que cayera al suelo y la colocó con cuidado sobre un montón de hojas.

Las bisagras estaban mojadas por la lluvia, pero escupió sobre ellas para evitar que crujieran. Se introdujo en la estación y sacó el Glock de la funda. Pensó: fallé a trescientos metros, pero no fallaré a treinta.

Rhyme no lo hubiera aprobado, por supuesto, de momento no lo sabía. Sachs pensó por un instante en él, en la noche pasada, cuando subió a su cama. Pero la imagen de su rostro se desvaneció enseguida. Como le pasaba cuando conducía a doscientos cuarenta kilómetros por hora, su misión no le dejaba tiempo para lamentarse por el desastre que era su vida privada.

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