Jeffery Deaver - El bailarin de la muerte

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A pesar de que un accidente le haya dejado paralítico, Lincoln Rhyme, el protagonista de El coleccionista de huesos, sigue siendo uno de los mejores criminalistas del mundo. Se le considera el único que podría frenar a un asesino muy particular, apodado El Bailarín. Es un matón a sueldo que cambia su aspecto con una rapidez asombrosa. Sólo dos de sus víctimas han podido dar una pista: lleva en un brazo un tatuaje de la Muerte bailando con una mujer delante de un féretro. Su arma más peligrosa es el conocimiento de la naturaleza humana, que maneja sin piedad. Rhyme y su ayudante, Amelia Sachs, se involucran en una partida estratégica contra «el bailarín de la muerte»
El cerebro de Rhyme y las piernas de Amelia se convierten en los únicos instrumentos para perseguir al asesino por todo Nueva York. Sólo tienen cuarenta y ocho horas antes de que El bailarín vuelva a matar.

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– No me importa quién lo vio. Solo vende píldoras. Ni crack, ni heroína, ni maría. Sólo píldoras que te levantan o te tranquilizan, lo que quieras.

– Sí, lo que quieras.

– Tengo dinero -Cats rebuscó en su asqueroso bolsillo y sacó unos arrugados billetes de veinte dólares-. ¿Veis? ¿Entonces, dónde está ese hijo de puta?

– Cerca del Ayuntamiento. En una vieja estación de metro…

– Estoy enfermo, tío. Me dieron una tunda. ¿Por qué me han dado una paliza? ¿Qué hago? Sólo cojo algunos botes, eso es todo. Y mirad lo que pasa. Joder. ¿Cómo se llama?

– No lo sé -respondió rápidamente el Hombre Oso, arrugando la cara como si estuviera pensando a toda pastilla-. No, espera. Dijo algo.

– No me acuerdo.

– Te acuerdas. Estaba mirando tus osos.

– Y dijo algo. Sí, sí. Dijo que su nombre era Joe o algo así. Quizá Jodie.

– Sí, eso es. Estoy seguro.

– Jodie -repitió Cats y luego se enjugó la frente-. Quizá vaya a verlo. Necesito algo. Estoy enfermo, tío. Que os jodan. Estoy enfermo. Que os jodan.

Cuando Cats se fue, tambaleándose, entre quejas y hablando consigo mismo, con su bolsa de botes vacíos detrás, León y el Hombre Oso volvieron a la esquina y se sentaron. León abrió una botella de cerveza ligera Voodoo y empezaron a beber.

– No deberíamos haberle hecho eso a ese tipo -dijo.

– ¿A quién?

– A Jodie o a quien sea.

– ¿Quieres que ese hijo de puta se quede por acá? -preguntó el Hombre Oso-. Es peligroso. Me asusta. ¿Quieres que ande rondando por aquí?

– Por supuesto que no. Pero tío, ya sabes.

– Sí, pero…

– Ya sabes, tío.

– Sí, ya sé. Pásame la botella.

Hora 25 de 45

Capítulo 23

Sentado al lado de Jodie en el colchón, Stephen escuchaba las conversaciones en la línea telefónica de Hudson Air.

Tenía pinchado el teléfono de Ron. Llegó a saber que su apellido era Talbot. No conocía con certeza cuál era su cargo, pero parecía ser un ejecutivo de la compañía de charter, por lo que creía que en esa línea obtendría la mejor información sobre la Mujer y el Amigo.

Escuchó que el hombre discutía con alguien de la empresa distribuidora que vendía recambios para las turbinas Garrett. Como era domingo, tenían problemas para conseguir los elementos necesarios para las reparaciones, el cartucho de un extintor de incendios y algo llamado camisa.

– Lo prometiste para las tres -gruñó Ron-. Lo quiero a las tres.

Después de algunas negociaciones, y quejas, la empresa estuvo de acuerdo en enviar los recambios por vía aérea desde Boston hasta la oficina de Connecticut. De allí irían en camión hasta la oficina de Hudson Air y llegarían a las tres o las cuatro. Colgaron.

Stephen escuchó algunos minutos más pero no hubo otras llamadas.

Cerró el teléfono, frustrado.

No tenía ni idea de dónde estaban la Mujer y el Amigo. ¿Todavía en la casa de seguridad? ¿Los habrían trasladado?

¿Qué estaría pensando en aquellos momentos Lincoln el Gusano? Se preguntaba si sería muy inteligente.

¿Y quién era Lincoln? Stephen trató de imaginarlo, trató de verlo como un objetivo a través del telescopio Redfield. No pudo hacerlo. Todo lo que veía era una masa de gusanos y un rostro que lo miraba con calma a través de una ventana grasienta. Se dio cuenta que Jodie le había dicho algo.

– ¿Qué?

– ¿A qué se dedicaba tu padrastro?

– Hacía chapuzas. Cazaba y pescaba mucho. Fue un héroe en Vietnam. Se deslizó detrás de las líneas enemigas y mató a cincuenta y cuatro personas. Políticos y gente por el estilo, no sólo soldados.

– ¿Te enseñó todo esto acerca de lo que haces? -Las drogas habían perdido efecto y los ojos verdes de Jodie brillaban.

– Me entrené sobre todo en África y Sudamérica, pero él empezó a enseñarme. Yo lo llamaba «WGS». El soldado más grande del mundo [45]. Se reía del apodo.

Cuando tenía ocho, nueve o diez años, Stephen solía caminar detrás de Lou cuando escalaban las colinas de Virginia Occidental. De sus narices caían calientes gotas de sudor, como las que se escurrían por el hueco de sus dedos índice, doblados alrededor de los gatillos estriados de sus Winchesters o Rugers. Solían yacer sobre la hierba durante horas, sin moverse. El sudor brillaba en el cuero cabelludo de Lou, justo debajo de su pelo cortado a cepillo y ambos mantenían los ojos muy abiertos, fijos en los objetivos.

No cierres el ojo izquierdo, soldado.

Señor, nunca, señor.

Cazaban ardillas, pavos salvajes, ciervos en temporada o fuera de ella, osos cuando los podían encontrar, perros en los días en que no había otra cosa.

Mátalos, soldado. Mira cómo lo hago yo.

Ka-rack . El golpe contra el hombro, los ojos asombrados del animal que moría.

O en ardientes domingos de agosto colocaban los cartuchos de CO2 en sus armas de disparar bolas de pintura y se quedaban en pantalones cortos, acechándose y levantándose ronchas en el pecho y los muslos con las bolas del tamaño de canicas que silbaban por el aire a una velocidad de cien metros por segundo. El joven Stephen se empeñaba en contener el llanto ante el terrible dolor. Había bolas de pintura de todos los colores, pero Lou insistía en usar las rojas. Como la sangre.

Y por las noches, sentados frente al fuego en el patio trasero, mientras el humo subía hacia el cielo y hacia la ventana abierta tras la que su madre lavaba los platos de la cena con un cepillo de dientes, el tenso hombrecillo (a los catorce años Stephen era tan alto como Lou) solía beber de su botella recién abierta de Jack Daniels y hablar, hablar, hablar, lo escuchara Stephen o no, mientras observaban las chispas que volaban como luciérnagas color naranja.

– Mañana quiero que mates un ciervo sólo con un cuchillo.

– Bueno.

– ¿Lo puedes hacer, soldado?

– Sí, señor, puedo.

– Ahora escúchame -bebió otro trago-. ¿Dónde piensas que está la vena del cuello?

– Yo…

– No temas decir que no lo sabes. Un buen soldado admite su ignorancia. Pero hace lo que puede para corregirla.

– No sé dónde está la vena, señor.

– Te la mostraré en ti mismo. Está justo aquí. ¿Sientes? Justo aquí. ¿La sientes?

– Sí, señor. La siento.

– Entonces, lo que debes hacer es encontrar una familia, una cierva y sus cervatos. Te acercas. Eso es lo difícil, acercarte. Para matar a la cierva, pones en peligro al cervatillo. Te diriges a su bebé. Amenazas al cervato y la madre no huirá. Te hará frente. Entonces, ¡zas! Le cortas el cuello. No de costado, sino en ángulo recto. ¿Entiendes? En forma de V. ¿Lo sientes? Bien, bien. ¡Joder, muchacho, qué bien lo estamos pasando!

Luego Lou entraba para inspeccionar los platos y cacharros y asegurarse de que estaban alineados en el mantel a cuadros, a cuatro cuadros del borde; a veces, cuando estaban sólo a tres cuadros y medio del borde o había una mancha de grasa en el borde de un plato de plástico, Stephen escuchaba las bofetadas y los gemidos que provenían del interior de la casa mientras yacía de espaldas al lado del fuego y observaba alejarse las chispas hacia la pálida luna.

– Debes ser bueno en algo -le decía el hombre más tarde, cuando su mujer estaba en la cama y él salía otra vez con la botella-. De otra forma no tiene sentido estar vivo.

Habilidad en el oficio. Hablaba de habilidad en el oficio.

– ¿Por qué no ingresaste en los marines? -le preguntó Jodie-. Nunca me lo contaste.

– Bueno, fue algo estúpido -dijo Stephen, hizo una pausa y agregó-: Me metí en problemas cuando era un chaval. ¿Te pasó a ti?

– ¿Meterme en problemas? No mucho. Me daba miedo. No quería preocupar a mi madre, con robos y otras mierdas. ¿Qué hiciste?

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