Ian Rankin - Aguas Turbulentas

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La desaparición de una estudiante, Philippa Balfour ¿niña rica rebelde, hija de un banquero bien acomodado e influyente? conduce a la policía a dos posibles pistas: la primera relacionada con la aparición de una muñeca de madera en un minúsculo ataúd abandonado en un paraje rural, a poca distancia de la casa de los Balfour; la segunda, su participación en un juego de rol a través de Internet dirigido por un misterioso gurú cibernético. Dos posibles pistas que vinculan casos antiguos de asesinatos no resueltos con otros más recientes. La policía, de Lothian y Borders, se pone en marcha, mientras Rebus investiga los deslavazados antecedentes históricos de crímenes sin resolver y la agente Siobhan Clarke sigue la pista virtual del misterioso «Programador», cuyas enrevesadas claves acaban dirigiendo los pasos de la investigación. Las vidas, virtuales y reales, dependen ahora de una fracción de segundo.

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Gill Templer avanzó unos pasos y el auditorio se relajó un poco.

– ¡No, no crean que hemos terminado! -exclamó ella-. Bien, ha habido una filtración a la prensa, así que lo que ahora hay que hacer es limitar el daño al máximo. A partir de ahora, que nadie hable con nadie sin pasar primero por mi despacho, ¿entendido?

Se oyó un murmullo de aprobación.

Templer continuó hablando, pero Rebus no escuchaba. Habría deseado no escuchar a Carswell, mas habría sido quimérico impedirle hablar. Impresionante perorata, realmente. A Rebus, lo del ejemplo del topo le había hecho reflexionar hasta casi tomárselo en serio.

Había estado más atento, no obstante, a los que lo rodeaban. Gill y Bill Pryde estaban lejos y su aire de apuro o malestar no le interesaba. La oportunidad de Bill Pryde para brillar y la primera investigación importante de Gill en su nuevo cargo se habían ido al garete, pero ellos difícilmente habrían dado un paso en falso.

De los suyos, estaban Siobhan, absorta en el discurso con todos sus sentidos, quizás aprendiendo algo -ella siempre buscaba aprender algo- y Grant Hood, quien también tenía mucho que perder, y en cuyo rostro y hombros se reflejaba el desánimo, con los brazos cruzados sobre el pecho y el estómago como dispuesto a parar los golpes. Rebus sabía que Grant no las tenía todas consigo porque, siempre que se produce una filtración a la prensa, al primero que piden cuentas es al oficial de enlace por ser el encargado de los contactos, palabra resbaladiza para definir las bromas entre copas al final de una buena comida. Aunque no tuviera la culpa, un buen oficial de enlace podría ser el precio que habría que pagar para «limitar el daño al máximo», como había dicho Gill Templer. Con cierta experiencia, uno puede someter la voluntad de un periodista, aunque eso implique una especie de soborno, a cuenta de prioridad informativa para un artículo o varios artículos.

Rebus pensó en la magnitud del daño. Programador debía de saber lo que probablemente ya había sospechado: que no se trataba de un juego sólo entre él y Siobhan, sino que sus colegas del cuerpo estaban al corriente. El rostro de Siobhan no delataba nada, pero él sabía que ya estaría planteándose cómo reaccionar y cómo redactar el siguiente mensaje para Programador; si es que éste aceptaba seguir jugando. El dato de la conexión con los ataúdes de Arthur's Seat le fastidiaba porque el artículo mencionaba el nombre de Jean, citándola como «la conservadora del museo especialista del caso». Recordó que Holly había estado acosándola con llamadas para que hablara con él. ¿Le habría dicho algo sin darse cuenta?

No, se figuraba quién era el culpable. Sospechaba que era a Ellen Wylie a quien le habían sonsacado los datos. Observó que iba mal peinada, tenía una mirada resignada que no había levantado del suelo durante la filípica de Carswell, y al final ni se había movido. Ahora seguía mirando al suelo, sin ánimos para nada más. Él sabía que había hablado la víspera con Holly por teléfono en relación con el asunto del estudiante alemán y que tras ello se había quedado como lela. Él pensó que era por estar trabajando en un caso sin solución; pero ahora lo comprendía. Al salir del Hotel Caledonian había ido directamente al despacho de Holly o a alguna cafetería de los alrededores.

El periodista había obtenido lo que buscaba.

Quizá Shug Davidson lo había notado también; tal vez, sus colegas de la comisaría de West End recordaran el cambio después de aquella conversación telefónica. Pero Rebus sabía que no la delatarían. Eso no se hacía con colegas, con una compañera.

Hacía tiempo que Wylie estaba hecha un lío. Él la había incorporado al caso de los ataúdes pensando que así la ayudaría. Aunque quizás ella tenía razón: puede que él la hubiera tratado como a una «inválida», como a alguien que iba a someterse a su voluntad para hacer parte del trabajo duro de algo que, de todos modos, no sería su caso.

Sí, le había tendido una mano con propósitos inconfesados.

Y Wylie seguramente había dado aquel paso vengándose de todos: de Gill Templer, causa de su humillación pública; de Siobhan, en quien Gill había depositado su confianza; de Grant Hood, el nuevo niño bonito que se desenvolvía divinamente en el cargo que ella no había sabido desempeñar… Y de él mismo, Rebus, el manipulador, el aprovechado que la explotaba.

Sí, comprendía que se había visto ante dos alternativas: aceptar la situación o estallar de rabia y frustración. Si él hubiese aceptado la copa aquella noche, quizá se hubiera desahogado en ese momento. Tal vez con eso habría bastado. Pero él había rehusado para irse a un pub por su cuenta.

Muy bonito, John. Por algún extraño motivo le vino una imagen a la mente: un veterano cantante de blues interpretando Ellen Wylie's Blues, alguien como John Lee Hooker o como B. B. King… Volvió a la realidad y desechó la idea. Había estado a punto de encontrar cobijo en la música, de convertir el problema en una canción anestésica para su conciencia.

En aquel momento, Carswell dio lectura a una lista de nombres y Rebus oyó el suyo. Agente Hood, agente Clarke, sargento Wylie… Habían trabajado en lo de los ataúdes y el estudiante alemán, y Carswell quería hablar con ellos. Vio rostros intrigados volviéndose hacia ellos. Carswell añadió que quería verlos en el «despacho del jefe», es decir, en el puesto de mando habilitado para la ocasión.

Cruzó una mirada con Bill Pryde al salir, después de que Carswell hubiese abandonado la sala. Bill rebuscaba un chicle en los bolsillos e intentaba localizar la carpeta portapapeles. Rebus iba al final de la morosa fila precedido por Hood, Wylie y Siobhan. Templer y Carswell encabezaban la marcha. Derek Linford, que aguardaba ante la puerta del despacho, les abrió, se apartó y miró a Rebus con desaire, pero éste le sostuvo la mirada y en eso estaban cuando Gill Templer cerró la puerta rompiendo la tensión.

Carswell arrastró la silla hasta la mesa.

– Ya han oído mi discurso -dijo-, así que no voy a repetirme. Si la filtración ha salido de alguien, ha tenido que ser de alguno de ustedes. Ese mierda de Holly estaba muy bien informado.

Dicho esto, los miró a todos por primera vez.

– Señor -dijo Grant Hood dando medio paso al frente y cruzando los brazos a la espalda-, como oficial de enlace habría sido mi obligación sofocar la historia. Quiero pedir excusas…

– Sí, sí, hijo, ya me lo dijo anoche. Yo lo que quiero ahora es una simple confesión.

– Señor, con todo respeto -intervino Siobhan Clarke-, no somos criminales. Hemos tenido que interrogar a gente y hacer sondeos. Steve Holly puede haber deducido por su cuenta…

Carswell la miró y dijo:

– ¿Comisaria Templer?

– Steve Holly -comenzó a decir Templer- no suele trabajar así si puede evitarlo porque no es ninguna lumbrera, pero sí que es entrometido y desconsiderado como nadie. -Por el modo de decirlo, Clarke dedujo que era un tema que ya habían analizado-. A otros periodistas los creo capaces de aprovechar lo que es de dominio público para dar una noticia, pero a Holly, no.

– Él fue quien cubrió el caso del estudiante alemán -insistió Clarke.

– Pero no tenía por qué saber lo de la relación con el juego de Internet -replicó Templer como si recitara de memoria, indicio de que los jefes habían hablado previamente.

– Anoche lo examinamos en detalle, créanme -dijo Carswell-. Lo repasamos una y otra vez, y no hay duda de que la filtración procede de uno de ustedes cuatro.

– Han intervenido otras personas -argüyó Grant Hood-. La conservadora de un museo, un patólogo jubilado…

Rebus presionó levemente en el brazo de Hood para que callara.

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