Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– Sólo sé que la madre de Teri Cotter tiene varios salones de ésos -dijo Rebus.

– ¿No serán una tapadera?

– No creo. Vamos a ver, ¿de dónde iba ella a sacar…?

No acabó la frase. Ahora recordaba que Brimson tenía aparcado el coche en Cockburn Street, donde la madre de Teri tenía uno de aquellos salones y que la muchacha le había dicho que su madre estaba liada con Brimson. Doug Brimson era amigo de Lee Herdman y tenía aviones. ¿De dónde demonios sacaba el dinero para comprarlos? Millones, había comentado Ray Duff. Le había parecido sospechoso en determinado momento, pero James Bell le había desviado su atención. Millones… Sí, era un dinero que se puede ganar con unos cuantos negocios legales, y decenas de ilegales.

Recordó lo que había dicho Brimson volviendo de la isla de Jura al sobrevolar el estuario del Forth: «Muchas veces pienso en el desastre que podría causar incluso un aparato tan pequeño como un Cessna en el puerto, en el transbordador, en los puentes y en el aeropuerto». Dejó caer la mano y miró a contraluz guiñando los ojos.

– ¡Dios mío! -musitó.

– John, ¿me escuchas?

Cuando Gill hizo la pregunta ya no escuchaba.

Entró corriendo en el bar y arrastró a Hogan.

– Tenemos que ir al aeródromo.

– ¿A qué?

– ¡Deprisa!

Hogan abrió el coche, pero Rebus le apartó a un lado y se puso al volante.

– ¡Conduzco yo!

Hogan no rechistó. Rebus salió del aparcamiento a todo gas, pero acto seguido dio un frenazo y miró por la ventanilla.

– Dios mío, no… -masculló bajando del coche y parándose en medio de la calzada mirando al cielo.

El avión había caído en picado, pero luego se estabilizó.

– ¿Qué sucede? -vociferó Hogan desde el coche.

Rebus volvió a sentarse al volante y arrancó sin dejar de mirar el avión, que en aquel momento sobrevolaba el puente del ferrocarril para acto seguido describir un amplio círculo ya cerca del litoral de Fife y enfilar de nuevo hacia los puentes.

– Ese avión está en apuros -comentó Hogan.

Rebus volvió a detener el coche para mirar.

– Es Brimson -dijo entre dientes-. Y Siobhan va con él.

– ¡Se va a estrellar contra el puente!

Saltaron los dos del coche. No eran los únicos: había otros automóviles parados y sus conductores miraban hacia arriba, mientras los peatones señalaban con el dedo haciendo comentarios. El ruido del motor de la avioneta se hizo más intenso y discordante.

– ¡Dios mío! -dijo Hogan en un susurro al ver que pasaba por debajo del puente del ferrocarril a escasos metros de la superficie del agua.

Volvió a tomar altura, casi en vertical, se estabilizó y de nuevo se dejó caer en picado para pasar por debajo del tramo central del puente viario.

– ¿Qué hace, dar el espectáculo o aterrorizarla? -comentó Hogan.

Rebus meneó la cabeza. Estaba pensando en Lee Herdman y su costumbre de asustar a los adolescentes que practicaban esquí acuático.

– Fue Brimson quien puso las drogas en el barco. Él trae la droga al país en su avión, Bobby, y me da la impresión de que Siobhan lo ha descubierto.

– ¿Y qué demonios hace él ahora?

– Quizá pretende asustarla. Deseo con toda mi alma que sea eso.

Pensó en Lee Herdman acercándose el cañón a la sien y en el antiguo miembro de las SAS que se había arrojado desde un avión.

– ¿Llevan paracaídas? ¿Podrá ella lanzarse? -preguntó Hogan.

Rebus, sin contestar, apretó los dientes.

En aquel momento la avioneta, muy próxima al puente, rizó el rizo pero, al rozar con un ala uno de los cables de suspensión, comenzó a caer en espiral.

Rebus dio automáticamente un paso al frente y gritó «¡No!», alargando la palabra durante el tiempo que tardó la avioneta en precipitarse al agua.

– ¡La puta hostia! -masculló Hogan mientras Rebus escrutaba el lugar del impacto donde, entre humo, se vieron restos del aparato que no tardaron en comenzar a hundirse.

– ¡Hay que ir allí! -gritó Rebus.

– ¿Cómo?

– No lo sé… ¡en un barco! ¡En Port Edgar tienen!

Volvieron a subir al coche y Rebus dio media vuelta haciendo chirriar los neumáticos; cuando llegaban al astillero oyeron el ulular de una sirena y vieron embarcaciones que zarpaban hacia el lugar de la tragedia. Rebus aparcó y echaron a correr por el muelle y, al pasar por delante del cobertizo de Herdman, Rebus, de reojo, advirtió junto a él algo que se movía y una ráfaga de color, pero no era momento de detenerse a ver de qué se trataba. Mostraron sus identificaciones a un hombre que estaba a punto de soltar el amarre de una lancha rápida.

– Necesitamos que alguien nos lleve.

El hombre, un cincuentón calvo y de barba canosa, los miró de arriba abajo.

– No pueden subir sin chaleco salvavidas -protestó.

– Sí podemos. Ahora llévenos allí. -Rebus hizo una pausa-. Por favor.

El hombre volvió a mirarle y asintió con la cabeza. Saltaron los dos a bordo, sujetándose bien mientras el hombre aceleraba la lancha para salir del puerto. Ya había otras barcas junto a la mancha de aceite y en aquel momento llegaba la lancha de salvamento de South Queensferry. Rebus escrutó la superficie consciente de que era un gesto fútil.

– Tal vez no eran ellos -dijo Hogan-. Quizá Siobhan no fue al aeródromo.

Rebus asintió con la cabeza deseando que su amigo se callase. Los restos comenzaban a esparcirse por efecto del oleaje y del movimiento de las embarcaciones.

– Bobby, hay que pedir buceadores, hombres rana, lo que sea.

– Lo harán, John. Eso no es cosa nuestra. -Rebus advirtió que Hogan le apretaba el brazo-. Dios, y yo hice el comentario estúpido del guardacostas…

– No es culpa tuya, Bobby.

– Aquí no tenemos nada que hacer -comentó Hogan pensativo.

Rebus no tuvo más remedio que admitirlo. Pidieron al patrón que volviera a llevarlos a tierra y el hombre arrancó el motor de la lancha.

– Ha sido un accidente horroroso -gritó el hombre por encima del estruendo del fueraborda.

– Horroroso -repitió Hogan. Rebus no apartaba la vista de la superficie picada del agua-. ¿Vamos al aeródromo? -preguntó Hogan al saltar al muelle.

Rebus asintió con la cabeza y echó a andar a zancadas hacia el Passat, pero se detuvo ante el cobertizo de Herdman y miró en otro más pequeño al lado, frente al cual había aparcado un viejo BMW negro deslustrado que no reconoció. ¿Era allí donde había visto la ráfaga de color? Miró al cobertizo y vio que tenía la puerta cerrada. ¿Estaba abierta cuando ellos llegaron? ¿Había visto aquel colorido fugaz a través de ella? Se acercó a la puerta y empujó, pero no cedía porque alguien a su vez apretaba por detrás. Rebus retrocedió para tomar impulso, lanzó una patada con todas sus ganas y la empujó con el hombro. La puerta se abrió de golpe y el hombre cayó de bruces al suelo.

Llevaba una camisa de manga corta con estampado de palmeras y volvió la cara para mirar a Rebus.

– ¡Mierda! -masculló Hogan mirando una manta que había en el suelo llena de armamento.

Vieron dos taquillas abiertas llenas que revelaban sus secretos: pistolas, revólveres y metralletas.

– ¿Vas a desencadenar una guerra, Pavo Real? -preguntó Rebus.

Johnson, en respuesta, gateó hacia la pistola más cercana, pero Rebus avanzó un paso y le descargó un puntapié en pleno rostro, volviendo a tumbarle en el suelo inconsciente y con los miembros extendidos. Hogan le miró moviendo la cabeza con gesto de asombro.

– ¿Cómo diablos se nos escaparía esto? -dijo.

– Tal vez porque lo teníamos delante de nuestras narices, Bobby, como todo lo demás en este maldito caso.

– Pero ¿qué relación existe?

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