Ian Rankin - Una cuestión de sangre

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Un antiguo miembro de las Fuerzas Especiales del Ejército irrumpe en un acto de locura en un colegio privado del norte de Edimburgo, mata a dos alumnos de diecisiete años y acto seguido se suicida. Tal como dice el inspector Rebus «No hay misterio» salvo en el móvil. Interrogante que le conduce al corazón de una pequeña localidad conmocionada por la tragedia. Rebus, que también ha servido en el Ejército, fascinado por la figura del asesino, comprueba que una investigación militar del caso entorpece la suya. Al ex comando no le faltaban amigos ni enemigos: desde personajes públicos hasta jóvenes góticos de atuendo negro y oscuros habitantes de la pequeña localidad cuyas vidas transcurren en un trasfondo de secretos y mentiras. Pero Rebus tiene que hacer también frente a sus propios apuros. Un malhechor, que acosa a su amiga y colega Siobhan Clarke, aparece muerto en su casa tras un incendio cuando el mismo Rebus acaba de salir del hospital con las manos totalmente quemadas.

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– ¿Por qué pusiste las drogas en el barco? -preguntó ella.

– ¿Por qué no? -respondió él riendo-. Lee estaba muerto. Eso centraría en él la atención.

– ¿Disipando las sospechas sobre ti? -dijo ella sentándose-. La verdad es que no sospechábamos de ti.

– Charlotte creía que sí. Andabais husmeando por todas partes, hablando con Teri, viniendo a hablar conmigo…

– ¿Charlotte Cotter está implicada?

Brimson la miró como si fuera idiota.

– Es un negocio de dinero en mano y hay que lavarlo.

– ¿A través de los salones de bronceado?

Siobhan asintió con la cabeza. Claro, Brimson y la madre de Teri eran socios.

– Lee no era tan santo, ¿sabes? -añadió Brimson-. Él fue quien me presentó a Johnson.

– ¿Lee conocía a Johnson? ¿Le facilitó él las armas?

– Te lo iba a decir, pero no sabía cómo.

– ¿Qué?

– Johnson tenía armas desactivadas y necesitaba a alguien que les instalase el percutor o lo que fuera.

– ¿Y Lee Herdman se encargaba de eso?

Siobhan pensó en el taller tan bien provisto del cobertizo del puerto. Era una tarea fácil si se disponía de las herramientas y se sabía cómo hacerlo.

Brimson permaneció impasible un instante.

– Todavía tenemos tiempo de ir a volar -dijo-. Es una lástima perder el turno de despegue.

– No he traído el pasaporte -replicó ella estirando el brazo hacia el teléfono-. Tengo que hacer una llamada, Doug.

– Lo tenía todo apalabrado con la torre de control, ¿sabes? Pensaba enseñarte tantas cosas…

Siobhan se había puesto en pie para descolgar el teléfono.

– Tal vez en otra ocasión.

Pero los dos sabían que no habría otra ocasión. Brimson la miraba con las palmas de las manos apoyadas en la mesa. Siobhan se llevó el receptor al oído y comenzó a marcar el número.

– Lo siento, Doug -dijo.

– Yo también, Siobhan, créeme, lo siento en el alma -añadió cogiendo impulso y saltando por encima de la mesa tirando los papeles.

Siobhan soltó el teléfono y dio un paso atrás, tropezó con la silla y cayó al suelo con las manos abiertas para amortiguar el golpe.

Doug Brimson, sofocado, se le echó encima impidiéndole respirar.

– Vamos a volar, Siobhan, vamos a volar… -repetía sujetándola por las muñecas.

Capítulo 26

– ¿Estás contento, Bobby? -preguntó Rebus.

– Loco de contento -contestó Hogan.

Entraron en el bar del muelle de South Queensferry. La reunión en el colegio no habría podido ser más oportuna pues interrumpieron la exposición que estaba haciendo Claverhouse al subdirector Colín Carswell. Hogan respiró hondo antes de intervenir y aseverar que todo lo que decía Carswell era pura filfa antes de explicar por qué.

Al final de la reunión, Claverhouse salió del cuarto sin decir palabra y fue su colega Ormiston quien dio a Hogan la mano en reconocimiento de su mérito.

– Lo que no quiere decir que otros lo reconozcan, Bobby -comentó Rebus dando una palmadita en el hombro a Ormiston para hacerle ver que apreciaba su gesto, e incluso le invitó a tomar una copa con ellos, pero Ormiston rehusó.

– Creo que me habéis asignado una misión de consuelo -dijo.

De modo que estaban ellos dos solos en aquel bar. Mientras aguardaban a que les sirvieran, Hogan comenzó a desanimarse un poco. Generalmente, al resolver satisfactoriamente un caso, se reunían todos en la sala de Homicidios, donde les llevaban unas cajas de cerveza, acompañadas en ocasiones de una botella de champán obsequio de los jefazos, y whisky para los más tradicionales. En aquel bar, ellos dos solos, no era lo mismo. El antiguo equipo se había dispersado…

– ¿Qué vas a tomar? -preguntó Hogan tratando de mostrarse animoso.

– Creo que un Laphroaig, Bobby.

– La medida que sirven aquí no es muy generosa -dijo Hogan, que había echado una ojeada de experto al botellero-. Lo pediré doble.

– ¿Y decidimos ahora mismo quién conduce?

– Creí que habías dicho que iba a venir Siobhan -replicó Hogan torciendo el gesto.

– Eso es una crueldad, Bobby -comentó Rebus haciendo una pausa-. Una crueldad, pero razonable.

El camarero se acercó a ellos y Hogan pidió el whisky para Rebus y una pinta de cerveza para él.

– Y dos puros -añadió volviéndose hacia Rebus, observándole y apoyando el codo en la barra-. John, después de haber resuelto un caso como éste me da por pensar que sería el momento apropiado de dejar el cuerpo.

– Por Dios, Bobby, estás en tu mejor momento.

Hogan lanzó un resoplido.

– Hace cinco años te habría dicho que sí -dijo sacando unos billetes del bolsillo y cogiendo uno de diez libras-, pero ahora ya tengo bastante.

– ¿Qué es lo que ha cambiado?

Hogan se encogió de hombros.

– Un adolescente que mata a dos compañeros sin ningún motivo es algo que no acabo de entender… Vivimos en un mundo distinto al que conocimos, John.

– Por eso somos más necesarios que nunca.

Hogan volvió a lanzar un bufido.

– ¿De verdad lo crees? ¿Tú crees de verdad que te quiere alguien?

– He dicho «necesarios», no queridos.

– ¿Y quién nos necesita? ¿Personas como Carswell porque le dejamos en buen lugar? O Claverhouse, ¿para que no meta más la pata de lo que lo hace?

– Pues eso para empezar -replicó Rebus sonriente.

Tenía ya el whisky delante y echó un poco de agua para rebajarlo. Llegaron los dos puros y Hogan quitó el envoltorio del suyo.

– Seguimos sin saberlo, ¿no es cierto? -dijo.

– ¿Qué?

– Por qué se suicidó Herdman.

– ¿Pensabas que íbamos a averiguarlo? Cuando me llamaste, mi impresión fue que lo hacías porque te asustaba tanto adolescente; porque necesitabas otro dinosaurio a tu lado.

– John, tú no eres un dinosaurio -dijo Hogan alzando su vaso y chocándolo con el de Rebus-. Por nosotros dos.

– Y por Jack Bell, sin cuya intervención el hijo podría haberse dado cuenta de que podía optar por callarse y quedar impune.

– Cierto -dijo Hogan con una amplia sonrisa-. Familias, ¿eh, John? -añadió balanceando la cabeza.

– Familias -repitió Rebus llevándose el vaso a los labios.

Cuando sonó su móvil, Hogan le dijo que no contestase, pero Rebus miró la pantallita por si era Siobhan. No era ella. Indicó a Hogan que salía afuera donde estaba más tranquilo. Había un patio abierto delante, una zona asfaltada con algunas mesas, para tomar el fresco. Rebus se acercó el aparato al oído.

– ¿Gill? -dijo.

– Me dijiste que te tuviera al corriente.

– ¿Sigue cantando el joven Bob?

– Casi estoy deseando que termine -dijo Gill Templer con un suspiro-. Nos ha explicado su infancia, que abusaban de él en la escuela, que se hacía pis en la cama… Habla un poco del presente pero vuelve constantemente al pasado y no sé si lo que dice sucedió hace una semana o hace diez años. Ahora nos pide el libro de El viento en los sauces.

Rebus sonrió.

– Lo tengo en casa. Se lo llevaré.

Rebus oyó a lo lejos el motor de una avioneta y miró hacia lo alto con la mano libre a modo de visera. El aparato sobrevolaba el puente del estuario y estaba demasiado lejos para distinguir si era el mismo en el que habían ido ellos a Jura. Le pareció del mismo tamaño, volaba pesarosamente cruzando el cielo.

– ¿Qué sabes de salones de bronceado? -preguntó Gill Templer.

– ¿Por qué?

– Porque no cesa de mencionarlos. Y una conexión con Johnson y las drogas…

Rebus seguía mirando la avioneta, de pronto descendió en picado, para inmediatamente estabilizarse y balancear las alas. Si Siobhan iba a bordo, no olvidaría su primera lección.

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