Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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Era la primera vez que Bosch le decía que la quería. Era la primera vez que se lo decía a alguien si no recordaba mal. Tal vez no lo había dicho nunca. Le sentó bien, casi como una presencia palpable, una flor cálida de un rojo profundo abriéndose en su pecho. Y se dio cuenta de que era él el que estaba un poco asustado. Como si por el simple hecho de decir las palabras hubiera asumido una gran responsabilidad. Era aterrador, pero excitante. Pensó en su propia imagen en el espejo, sonriendo.

Ella se mantuvo apretada contra él y Harry pudo sentir su respiración en el cuello. Al cabo de poco la respiración de Sylvia se hizo más pausada cuando se durmió.

Bosch se quedó tumbado despierto, abrazándola hasta bien entrada la noche. No iba a recuperar el sueño y con el insomnio llegaron realidades que le robaron los buenos sentimientos que tenía sólo unos minutos antes. Había pensado en lo que ella le había dicho acerca de la traición y la confianza. Y sabía que las promesas que se habían hecho mutuamente esa noche zozobrarían si estaban basadas en el engaño. Sabía que lo que ella había dicho era cierto. Tendría que decirle quién era, qué era, si quería que en algún momento las palabras que había pronunciado fueran más que palabras. Pensó en lo que el juez Keyes había dicho acerca de las palabras, que eran hermosas o feas por sí solas. Bosch había dicho «te quiero». Sabía que debería hacer la frase hermosa o fea.

Las ventanas de la habitación estaban en la zona este de la casa y la luz del alba empezaba a aferrarse al filo de las persianas cuando Bosch por fin cerró los ojos y se quedó dormido.

Capítulo 22

Bosch se veía rendido cuando entró en la sala el viernes por la mañana con el traje arrugado. Belk ya estaba allí, tomando notas en su bloc amarillo. Levantó la cabeza y miró a Bosch de pies a cabeza mientras éste se sentaba.

– Tiene un aspecto horrible y huele como un cenicero. Y el jurado sabrá que lleva el mismo traje que ayer.

– Una señal clarísima de que soy culpable.

– No se haga el listillo. Nunca se sabe lo que puede decantar a un jurado en un sentido o en otro.

– No me importa. Además, es usted el que tiene que tener buen aspecto hoy, ¿verdad, Belk?

No era la mejor frase para animar a un hombre con al menos treinta y cinco kilos de sobrepeso y que se ponía a sudar a mares cada vez que el juez lo miraba.

– ¿Qué coño quiere decir con que no le importa? Hoy está todo en juego y usted entra tan campante con aspecto de haber dormido en el coche y dice que no le importa.

– Estoy relajado, Belk. Es una cuestión de zen y del arte de que todo te importe una mierda.

– ¿Por qué ahora, Bosch, cuando podía haber pactado por cien mil dólares hace dos semanas?

– Porque ahora me doy cuenta de que hay cosas más importantes que saber qué piensan doce de mis llamados pares, aunque esos pares ni siquiera me den la hora por la calle.

Belk miró su reloj y dijo:

– Déjeme solo, Bosch. Empezamos dentro de diez minutos y quiero estar preparado. Todavía estoy trabajando en mi alegato. Voy a ser incluso más corto de lo que ha exigido Keyes.

En un momento anterior del juicio, el juez había determinado que los alegatos finales no durarían más de media hora por parte. El tiempo tenía que dividirse de la siguiente manera: el demandante -en la persona de Chandler- argumentaba durante veinte minutos, a continuación era el abogado defensor -Belk- quien disponía de media hora. Después al demandante se le concedían los últimos diez minutos. Chandler tendría la primera y la última palabra, otro signo, según creía Bosch, de que el sistema estaba contra él.

Bosch miró a la mesa de la demandante y vio a Deborah Church sentada sola, con la mirada puesta al frente. Las dos hijas estaban en la primera fila de la galería, detrás de ella. Chandler aún no estaba allí, pero había carpetas y libretas amarillas en la mesa. Estaba cerca.

– Trabaje en su discurso -le dijo a Belk-. Le dejaré solo.

– No llegue tarde. Otra vez no, por favor.

Tal y como Bosch esperaba, Chandler estaba fuera, fumando junto a la estatua. Le dedicó una mirada fría, no dijo nada y dio unos pasos hacia el cenicero para evitarlo. Llevaba el traje azul -probablemente era su traje de la suerte- y un mechón de pelo rubio había escapado de la cola en la nuca.

– ¿Ensayando? -preguntó Bosch.

– No necesito ensayar, ésta es la parte fácil.

– Supongo.

– ¿Qué significa eso?

– No lo sé. Supongo que está más libre de las ataduras de la ley durante los alegatos. No hay tantas reglas acerca de lo que se puede y lo que no se puede decir. Supongo que es cuando se siente en su elemento.

– Muy perspicaz.

Fue todo lo que dijo. No hubo ninguna señal de que su acuerdo con Edgar hubiera sido descubierto. Bosch contaba con eso cuando había preparado lo que iba a decirle. Después de levantarse de su breve sueño, había observado los acontecimientos de la noche anterior con ojos y mente frescos y había visto algo que anteriormente se le había pasado por alto. Tenía la intención de jugar con ella. Le había lanzado la bola fácil. Ahora venía la curvada.

– Cuando esto termine -dijo-, quiero la nota.

– ¿Qué nota?

– La nota que le envió el discípulo.

El rostro de Chandler reveló por un instante la sorpresa, aunque enseguida la borró con la expresión indiferente con que solía mirarle. Sin embargo, no había sido lo bastante rápida. Bosch había visto la expresión en sus ojos. Sentía el peligro. Entonces supo que ya la tenía.

– Es una prueba -dijo.

– No sé de qué está hablando, detective Bosch. Tengo que volver a entrar.

Ella apagó el medio cigarrillo con una marca de carmín en el cenicero, luego dio dos pasos hacia la puerta.

– Sé lo de Edgar. La vi con él anoche.

Eso la detuvo. Se volvió y miró a Bosch.

– En el Hung Jury. Un bloody mary en la barra.

Ella sopesó su respuesta y después dijo:

– Sea lo que sea lo que le haya dicho, estoy seguro de que lo pensó para quedar él en el mejor lugar. Yo iría con cuidado si piensa hacerlo público.

– Yo no voy a hacer público nada… a no ser que no me dé la nota. Guardarse información de un delito es un delito en sí. Claro que no hace falta que se lo diga yo.

– Sea lo que sea que Edgar le dijo de una nota es mentira. No le dije na…

– Y él no me dijo nada de una nota. No tenía que hacerlo. Yo lo descubrí. Lo llamó el lunes después del descubrimiento del cadáver porque usted ya sabía que existía y que estaba relacionado con el Fabricante de Muñecas. Me pregunté por qué y de pronto lo vi claro. Recibimos una nota, pero eso fue secreto hasta el día siguiente. El único que lo descubrió fue Bremmer, pero su historia decía que usted no pudo ser localizada para hacer comentarios. Eso fue porque estaba reunida con Edgar. Dijo que lo llamó por la tarde preguntando por el cadáver. Le preguntó si habíamos recibido una nota. Y eso fue porque usted recibió una nota, abogada. Y necesito verla. Si es distinta de la que tenemos, podría ser útil.

Ella miró el reloj y enseguida encendió otro cigarrillo.

– Puedo pedir una orden -dijo Bosch.

Ella se rió con una risa falsa.

– Me gustaría ver cómo consigue una orden. Me gustaría ver a un juez de esta ciudad firmando una orden que autorice al Departamento de Policía de Los Ángeles a registrar mi casa con este caso en la prensa cada día. Los jueces son animales políticos, detective, nadie va a firmar una orden y que le salga mal la jugada.

– Yo estaba pensando más en su despacho, pero gracias por decirme al menos dónde está.

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