Michael Connelly - La Rubia de Hormigón

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Harry Bosch es juzgado por haber matado, cuatro años antes, a Norman Church, asesino de once mujeres, conocido como El Fabricante de Muñecas. Incumpliendo el reglamento, Bosch no esperó refuerzos y disparó a Church cuando creyó que iba a sacar una pistola oculta bajo la almohada; en realidad, buscaba su peluquín. Por este asunto, el detective fue degradado a Homicidios de Hollywood.
Durante el transcurso del juicio es descubierto el cadáver enterrado en hormigón de una mujer. Todo apunta a que se trata de una antigua víctima de El Fabricante de Muñecas; pero cuando se establece la fecha de su muerte se descarta a Church como su asesino, puesto que entonces ya había fallecido. Este hecho pone en dificultades al detective, pues según la acusación podría haber matado a un hombre inocente. Bosch demuestra que un nuevo asesino en serie, El Discípulo, está imitando a Norman Church.
En el terreno personal, Harry tiene problemas con Sylvia Moore, que le reprocha que la mantenga al margen de sus preocupaciones y pensamientos

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El negocio, propiedad de un testaferro de la mafia de Chicago llamado Harold Barnes, facturaba más de un millón de dólares al año, y probablemente ganaba otro más en negro. Bosch conocía toda esta información por Mora de vicio administrativo, con quien había patrullado algunas noches cuando ambos formaban parte del equipo de investigación, cuatro años atrás.

Bosch observó a un hombre de unos veinticinco años que bajó de su Toyota. El tipo caminó con rapidez hacia la puerta de madera maciza y se coló como un agente secreto. Bosch lo siguió. La mitad delantera del antiguo supermercado estaba dedicada al negocio al por menor: la venta y alquiler de vídeos, revistas y todo un surtido de productos para adultos, fundamentalmente fabricados en goma. La parte de atrás, a la que se accedía a través de una cortina, estaba dividida entre salas de «encuentros» y cabinas de vídeo privadas. La música heavy metal que salía de las salas se mezclaba con los gemidos enlatados de falsa pasión que surgían de las cabinas de vídeo.

Bosch vio a su izquierda a dos hombres detrás de un mostrador de cristal. Uno de ellos era un tipo corpulento, cuyo cometido obvio era mantener la paz. El otro era más pequeño y mayor, el encargado de recoger el dinero. Bosch sabía por la forma en que lo miraban y la tirantez de la piel en torno a los ojos que lo habían calado en cuanto había entrado. Se acercó y puso una de las polaroids en el mostrador.

– Estoy tratando de identificarla. He oído que trabajaba en vídeo, ¿la reconoce?

El tipo más pequeño se inclinó y miró la foto mientras el otro permanecía inmóvil.

– Parece un pastel, tío -dijo el hombre pequeño-. No conozco pasteles. Me los como.

Miró al tipo grandote e intercambiaron una sonrisa.

– Así que no la reconoce. ¿Y usted?

– Yo digo lo mismo que él -afirmó el tipo grande-. Yo también me como los pasteles.

Esta vez ambos rieron en voz alta y probablemente tuvieron que contenerse para no palmearse las manos como los jugadores de baloncesto después de una buena canasta. Los ojos del hombre más bajo destellaron bajo las gafas tintadas de rosa.

– Bueno -dijo Bosch-. Entonces echaré un vistazo. Gracias.

El hombre más corpulento dio un paso adelante y dijo:

– Manten la pistola cubierta, tío. No queremos excitar a los clientes.

– No voy a excitarlos más de lo que están -dijo Bosch.

Se volvió desde el mostrador hacia las dos paredes de estantes donde se alineaban centenares de cajas de vídeos para vender o alquilar. Había una docena de hombres mirando, incluido el «agente secreto». Sopesar la escena y el número de cajas de vídeos, de algún modo, recordó a Bosch la vez en que leyó todos los nombres en el monumento a los caídos en la guerra de Vietnam durante un caso. Había tardado varias horas.

La pared del vídeo no le ocupó tanto tiempo. Se saltó las películas para gays y las protagonizadas por negros y miró todas las cajas en busca de una cara como la de la rubia de hormigón o del nombre de Maggie. Los vídeos estaban por orden alfabético y tardó casi una hora en llegar a la H. Un rostro de la caja de un vídeo llamado Historias de la cripta captó su atención. En la cubierta se veía a una mujer desnuda en un ataúd. Era rubia y tenía la nariz respingona como la de la máscara de escayola. Bosch giró la caja y vio otra foto de la actriz, en la que aparecía a cuatro patas y con un hombre detrás de ella. Tenía la boca entreabierta y la cara vuelta hacia su compañero sexual.

Era ella, Bosch lo supo. Miró los créditos y vio que el nombre encajaba. Se llevó la caja vacía al mostrador.

– Ya era hora -dijo el hombre pequeño-. Aquí no permitimos que la gente chafardee. Los polis se ponen pesados con eso.

– Quiero alquilar éste.

– No puede. Ya está alquilado. No lo ve, la caja está vacía?-¿Ella sale en algún otro que conozca? El tipo pequeño cogió la caja y miró las fotografías.

– Magna Cum Loudly, sí. No lo sé. Estaba empezando y entonces lo dejó. Probablemente se casó con un tipo rico, muchas lo hacen.

El tipo grande se acercó para mirar la caja y Bosch retrocedió de su zona de olor.

– Estoy seguro de que lo hacen -dijo-. ¿En cuál más salía?

– Bueno -dijo el tipo pequeño-, acababa de dejar las bobinas y luego, pfff, desapareció. Historias fue su primer papel protagonista. Hacía un fantástico bis en La puta de las rosas, y así fue como comenzó. Antes estaba sólo en las bobinas.

Bosch fue a la P y encontró La puta de las rosas. También estaba vacía y no había fotos de Magna Cum Loudly. Su nombre era el último en los créditos. Volvió al tipo pequeño y señaló la caja de Historias de la cripta.

– ¿Y la caja? La compro.

– No podemos venderle sólo la caja, si no ¿cómo mostraríamos el vídeo cuando lo devuelvan? No vendemos cajas. Los tíos que quieren fotos se compran las revistas.

– ¿Cuál es el precio de la cinta? La compraré. Cuando el que la ha alquilado la devuelva puede guardármela y pasaré a recogerla. ¿Cuánto?

– Bueno, Historias es popular. La vendemos a treinta y nueve con noventa y cinco, pero a usted, agente, le haremos nuestro precio especial para las fuerzas de seguridad. Cincuenta pavos.

Bosch no protestó. Tenía efectivo y pagó.

– Quiero un recibo.

Después de que la transacción se completó, el tipo pequeño puso la caja del vídeo en una bolsa marrón de papel.

– ¿Sabe? -dijo-. Magna Cum Loudly sigue en un par de bobinas. Quizá quiera verlas. -Sonrió y señaló a un cartel que tenía detrás-. Por cierto, no damos cambio.

Bosch le devolvió la sonrisa.

– Lo comprobaré.

– Eh, oiga, ¿a qué nombre quiere que reservemos este vídeo cuando nos lo devuelvan?

– Cario Pinzi.

Era el nombre del jefe de la mafia de Chicago en Los Ángeles.

– Muy gracioso, señor Pinzi. Lo haremos.

Bosch pasó la cortina y entró en las salas de la parte de atrás, donde lo recibió una mujer con tacones altos, un tanga negro y una bolsa de cambio de heladero en un cinturón. Nada más. Sus pechos grandes y perfectos de silicona estaban rematados por pezones inusualmente pequeños. Tenía el pelo corto teñido de rubio y llevaba demasiado maquillaje en torno a los ojos castaños y vidriosos. Aparentaba diecinueve. O treinta y cinco.

– ¿Quiere un encuentro privado o cambio para las cabinas de vídeo? -preguntó.

Bosch sacó su ya fino fajo de billetes y le pidió cambio de dos dólares en monedas de veinticinco centavos.

– ¿Me puedo quedar un dólar para mí? No cobro nada, sólo las propinas.

Bosch le dio otro dólar y cogió las ocho monedas de un cuarto que se llevó a las pequeñas cabinas con cortina. Las que estaban ocupadas tenían la luz encendida.

– Si necesita algo, me lo dice -le dijo la chica del tanga a su espalda.

O bien estaba demasiado colocada o bien era muy estúpida, o las dos cosas, para no haberse dado cuenta de que era poli. Bosch le dijo que no con la mano y cerró la cortina tras él. El espacio del que disponía era similar al de una cabina telefónica. Había una ventana panorámica de cristal a través de la cual veía una pantalla de vídeo, que en ese momento mostraba una guía de doce películas diferentes que podía elegir. A pesar de que ya todo era vídeo, seguían llamándolos bobinas, por las bobinas de 16 milímetros que pasaban una y otra vez en las primeras peep machines.

No había ninguna silla, pero sí un pequeño estante con un cenicero y una caja de pañuelos de papel. Los pañuelos usados estaban tirados por el suelo y el lugar olía como el desinfectante industrial que usaban en las furgonetas de la oficina del forense. Puso las ocho monedas en la ranura y cambió la imagen de la pantalla.

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