Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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– Estando de servicio, no, señor.

MacAskill reprimió un eructo.

– Averigüe más datos sobre la víctima, John, a ver si surge alguna pista. Apremie a los forenses para que identifiquen las huellas de las botellas y envíen el resultado de la autopsia. Lo primero es saber si consumía drogas. Eso nos facilitaría las cosas. No quiero irme a la nueva comisaría sin resolver un caso así. ¿Me ha entendido, John?

– Sin lugar a dudas, señor.

Se dio la vuelta para marcharse, pero el jefe seguía hablando:

– Ese problema de… ¿cómo se llama?

– ¿Spaven? -dijo Rebus, figurándoselo.

– Exacto, Spaven. Se ha silenciado, ¿no?

– Más silencioso que una tumba -mintió Rebus, al tiempo que salía del despacho.

Capítulo 3

Aquella noche -un compromiso contraído hacía tiempo- Rebus estaba de servicio en el estadio de Ingliston en un concierto de rock en que actuaban una estrella norteamericana y un par de teloneros ingleses de cierta fama. Formaba parte de un equipo de apoyo (mejor llamarlo de protección) constituido por ocho policías de la secreta procedentes de cuatro comisarías. Ayudaban a los sabuesos de Regulación de Comercio que iban a confiscar el género de contrabando -camisetas, programas de ordenador y discos compactos- con la aprobación de los representantes de los grupos musicales. Los habían provisto de pases para los camerinos, el escenario y para el recinto de invitados, con derecho a una bolsa-obsequio de artículos de los grupos.

– Para sus hijos, o nietos… -le comentó el acólito que repartía las bolsas, casi tirándosela.

Rebus se tragó una réplica y se encaminó a la barra sin saber qué escoger entre tantas botellas. Optó por una cerveza, pero luego pidió un Black Bush, aunque guardó la botella en la bolsa-obsequio.

Tenían dos furgonetas aparcadas fuera del recinto, lejos del escenario, llenas de infractores y mercancía. Maclay se dirigió hacia allí con un puño de hierro entre las manos.

– ¿A quién has matado, Heavy?

Maclay meneó la cabeza y se enjugó el sudor de la frente; parecía un ángel caído pintado por Miguel Ángel.

– Uno que no quería que inspeccionara su maleta. Se la perforé de un puñetazo y se acabó.

Rebus paseó la mirada por el furgón de los detenidos. Un par de chavales reincidentes y dos veteranos acostumbrados a aquella rutina. Una multa y confiscación de la mercancía. Apenas había comenzado el verano y quedaban muchos festivales por delante.

– Qué horrible estafa -dijo Maclay, refiriéndose a la música.

Rebus se encogió de hombros; a él le agradaba aquella clase de servicios, aunque no sacase más que un par de compactos. Le invitó a Black Bush; Maclay bebió como si fuese gaseosa, por lo que Rebus le ofreció un caramelo de menta que él se echó a la boca dándole las gracias con una inclinación de cabeza.

– Han llegado esta tarde los resultados de la autopsia -dijo.

– ¿Y qué? -inquirió Rebus, que no había tenido tiempo de llamar.

Maclay trituró el caramelo entre los dientes.

– Falleció por efecto de la caída. Poco más.

La caída. Había pocas posibilidades para un veredicto de homicidio.

– ¿Y la toxicología?

– No han concluido los análisis. El doctor Gates comentó que cuando seccionó el estómago apestaba a ron negro.

– En la bolsa había una botella.

– Lo que bebía el difunto -agregó Maclay con gesto afirmativo-. Dice Gates que no parece haber indicios de droga, pero habrá que esperar a los análisis. Busqué en el listín telefónico a los Mitchison.

– Yo también. -Rebus sonrió.

– Lo sé; en uno de los números me dijeron que habías hablado con ellos. ¿Nada?

Rebus negó con la cabeza.

– Sólo un número de T-Bird Oil de Aberdeen. El jefe de personal ha quedado en llamarme -añadió.

Un oficial de Regulación de Comercio venía hacia ellos cargado con un montón de camisetas y programas de ordenador; el rostro enrojecido por el esfuerzo y la cabeza gacha. Tras sus pasos, otro oficial brigadista -de la División Livingston- escoltaba a un detenido.

– ¿Ya acaban, señor Baxter?

El oficial de Regulación de Comercio dejó las camisetas y cogió una para secarse el sudor de la cara.

– Más o menos -contestó-. Voy a reagrupar a mi tropa.

Rebus se volvió hacia Maclay.

– Me muero de hambre. Vamos a ver qué han preparado para las superestrellas.

Algunos fans trataban de romper la barrera de seguridad. Los que habían logrado infiltrarse, quinceañeros en su mayoría, chicos y chicas a partes iguales, deambulaban por detrás de los de seguridad a la caza de algún famoso como los que aparecían en los carteles que adornaban sus dormitorios, pero cuando veían uno no decían palabra de puro respeto o timidez.

– ¿Tienes hijos? -preguntó Rebus a Maclay.

Estaban en el entoldado, con sendas botellas de Beck que habían sacado de un frigorífico que Rebus no había visto en su primera incursión. Maclay negó con la cabeza.

– Divorciado antes de que ésa fuera la solución, ya ves qué gracia. ¿Y tú?

– Una hija.

– ¿Mayor?

– A veces pienso que es mayor que yo.

– Hoy día los críos crecen rápido.

Rebus sonrió al pensar que era diez años mayor que Maclay.

Dos guardias de seguridad obligaban a volver al perímetro del público a una chica que se resistía entre chillidos.

– Es Jimmy Cousins -dijo Maclay, señalando a uno de los gorilas-. ¿Lo conoces?

– Estuvo un tiempo destinado en Leith.

– Se jubiló el año pasado a los cuarenta y siete. Treinta años de servicio. Ahora tiene la pensión y un empleo. Es para pensárselo.

– A mí me parece que echa de menos la policía.

– Acaba por convertirse en un hábito -comentó Maclay sonriendo.

– ¿Por eso te divorciaste?

– Algo tuvo que ver.

Rebus pensó preocupado en Brian Holmes, en la tensión que agobia a los más jóvenes, y que afecta al trabajo y a la vida privada. Que se lo dijeran a él.

– ¿Y a Ted Michie, lo conoces?

Rebus asintió con la cabeza. Era a quien reemplazaba en Fort Apache.

– Dicen los médicos que es un caso terminal. Y él se niega a que le operen porque su religión prohíbe las armas blancas.

– Tengo entendido que en sus tiempos manejaba muy bien la porra.

Uno de los grupos de teloneros irrumpió en el entoldado entre aplausos dispersos. Cinco varones de veintitantos años, torso desnudo y toallas por los hombros, colocados con algo, tal vez con la simple actuación. Apretones y besos de las chicas, alaridos y carcajadas.

– ¡Los hemos dejado jodidamente muertos!

Rebus y Maclay continuaron bebiendo en silencio, no querían que los confundieran con promotores.

Cuando salieron del entoldado ya había oscurecido lo bastante para apreciar los efectos de la luminotecnia. Había, además, fuegos artificiales, lo que a Rebus le recordó que estaban en plena temporada turística y pronto tendrían la tradicional parada militar, con ocasión de la cual los fuegos artificiales se oirían desde Marchmont aunque cerraras las ventanas. Un equipo de filmación, acechado por los fotógrafos, agrandaba a su vez la inminente salida a escena del grupo telonero más famoso. Maclay observaba aquel cortejo.

– Te sorprenderá que no te acosen a ti -comentó irónico a Rebus.

– Vete a la mierda -replicó éste, dirigiéndose hacia el lateral del escenario.

Los pases tenían un código de colores y el suyo, amarillo, le permitía llegar a los bastidores, donde se quedó a ver la actuación. El sonido era muy deficiente, pero tenía unos monitores cerca y fijó en ellos su atención. El público se divertía y se agitaba por oleadas cual un mar de cabezas incorpóreas. Su pensamiento voló a la isla de Wight, uno de los festivales que se había perdido, algo que ya nunca se repetiría.

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