Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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– Se tiran muchas cosas a la calle, pero esto ya es…

Cuando Rebus llegó al lugar había un par de coches patrulla acordonando la zona, lo que no había impedido una aglomeración de vecinos. Uno de ellos remedaba los gruñidos de un cerdo. Casi todos los pisos estaban abandonados en espera de la piqueta y habían realojado a los inquilinos, pero aún quedaba algún piso por desalojar. A Rebus no le apetecía demorarse mucho allí.

Habían levantado atestado de un fallecido en circunstancias sospechosas cuando menos, y los equipos forense y de fotografía intercambiaban impresiones. Un ayudante del fiscal charlaba con un médico forense, el doctor Curt, que vio a Rebus y le saludó con una inclinación de cabeza, pero el inspector no tenía ojos más que para el cadáver. En una especie de verja antigua rematada por pinchos, que rodeaba la casa, estaba empalado el cuerpo aún sangrante. A primera vista creyó que se trataba de una extraña deformidad del cadáver, pero al aproximarse vio que el muerto estaba atado con cinta adhesiva a una silla medio destrozada por la caída. Tenía la cabeza enfundada en una bolsa de plástico transparente, ahora medio llena de sangre.

– Me pregunto si tendrá una naranja en la boca -dijo el doctor Curt, acercándose al inspector.

– ¿Lo encuentra gracioso?

– Quería telefonearle. Siento lo de su… En fin…

– Craigmillar no está tan mal.

– No me refería a eso.

– Ya lo sé -dijo Rebus alzando la vista-. ¿Desde qué piso cayó?

– Desde el segundo, parece. Por aquella ventana.

Oyeron ruido a sus espaldas. Un agente vomitaba y un compañero a su lado le cogía por los hombros.

– Que bajen de ahí a ese pobre diablo y lo metan en un saco de cadáveres -dijo Rebus.

– No hay luz -comentó alguien a Rebus mientras le alargaba una linterna.

– ¿El suelo es seguro?

– Nadie se ha caído de momento.

Rebus recorrió el piso. Había estado en madrigueras como aquélla docenas de veces. Se advertía la presencia de pandillas, con su obsequio de orines y pintadas en las paredes. Otros se habían dedicado a arrancar todo lo que podía tener algún valor: moquetas, puertas, cables de luz, plafones. En el cuarto de estar, una mesa coja patas arriba y una manta arrugada con hojas de periódico. Un auténtico hogar en la ciudad. En el dormitorio no había nada; de las lámparas no quedaban más que los agujeros. En la pared, otro orificio enorme permitía asomarse al piso contiguo con igual panorama.

Los del departamento científico estaban inspeccionando la cocina.

– ¿Hay algo? -preguntó Rebus, y alguien iluminó un rincón con la linterna.

– Una bolsa repleta de bebida, señor. Whisky, ron, latas de cerveza y cosas de picar.

– Vaya juerga.

Rebus se acercó a la ventana. Junto a ella un agente apostado miraba cómo otros cuatro se esforzaban en desprender el cadáver de la verja.

– Más colocado no se puede estar -dijo el joven agente, volviéndose hacia Rebus-. ¿Usted qué cree, señor? ¿El borrachín se suicidó?

– A ver si haces honor al uniforme, hijo -comentó Rebus mientras se apartaba de la ventana-. Quiero huellas de la bolsa y su contenido. Si procede de una tienda de licores autorizada, seguramente habrá pegatinas con los precios; si no, podrían ser de un pub. Hay que buscar a una persona, o puede que a dos. Tal vez quien les vendió la bebida nos dé sus descripciones. ¿Cómo llegaron aquí? ¿Por sus propios medios? ¿En autobús? ¿En taxi? Hay que averiguarlo. ¿Cómo conocían este lugar? ¿Eran del barrio? Indaguen entre el vecindario. -Deambulaba ahora por la pieza y advirtió que había un par de inspectores jóvenes de St. Leonard y agentes de uniforme de Craigmillar-. Después asignaremos las tareas. Podría ser simplemente un horrible accidente o una broma que acabó mal, pero en cualquier caso la víctima no estaba sola. Quiero saber quién estaba con él. Gracias y buenas noches.

Afuera ultimaban unas fotografías de la silla y las ligaduras, antes de separarlas del cadáver. La silla iría a parar también a una bolsa con las astillas que recogiesen. Tenía gracia el orden con que se realizaba todo: ordenar el caos. El doctor Curt aseguró que por la mañana tendrían el resultado de la autopsia. Rebus no hizo ninguna objeción. Montó en el coche patrulla y lamentó que no fuese el suyo, pues en el Saab guardaba media botella de whisky bajo el asiento del conductor. Aún habría bastantes pubs abiertos; los autorizados hasta medianoche. Pero se dirigió a la comisaría, a medio kilómetro de allí. Le dio la impresión de que Maclay y Bain acababan de llegar; sin embargo, ya se habían enterado.

– ¿Homicidio?

– Algo así -contestó Rebus-. Lo ataron a una silla con la cabeza metida en una bolsa de plástico y lo amordazaron con cinta adhesiva. Debieron de empujarle, tal vez saltó él mismo o quizá se cayó. Quien estuviera con él se marchó a toda prisa sin coger lo que habían comprado.

– ¿Heroinómanos? ¿Vagabundos?

Rebus negó con la cabeza.

– Los pantalones vaqueros parecían nuevos y llevaba unas Nike recién estrenadas. Y una cartera bien repleta con tarjeta de cuenta corriente y de crédito.

– Entonces, sabemos el nombre.

Rebus asintió con la cabeza.

– Alian Mitchison, con domicilio en Morrison Street. -Sacudió un manojo de llaves-. ¿Alguien quiere acompañarme?

Bain fue con Rebus y Maclay se quedó «de guardia en el fuerte», expresión más que manida en Fort Apache. Como Bain comentó que no le gustaba ir de pasajero, Rebus le cedió el volante. El sargento detective Dod Bain se había granjeado una reputación de sus tiempos en Dundee y Falkirk y todavía la conservaba en Edimburgo. Lucía una cicatriz bajo el ojo izquierdo, recuerdo de un navajazo, y de vez en cuando se la tocaba inconscientemente con el dedo. Con su metro sesenta y ocho era unos cuatro centímetros más bajo que Rebus y pesaba unos cinco kilos menos. Había competido en combates de boxeo de aficionado en los pesos medios -de zurdo-, conservando de aquello una oreja más baja que otra y aquella narizota que le tapaba media cara. Su pelo era corto y canoso. Estaba casado y tenía tres hijos. Poco había visto Rebus en Craigmillar que justificase su fama de duro; era un oficial normal, un investigador académico que cumplimentaba los formularios. Rebus acababa de deshacerse de un enemigo -el inspector Alister Flower, destinado a un puesto en la frontera entre Inglaterra y Escocia para capturar fornicadores de ovejas y carreristas de tractores- y no quería sustitutos.

Alian Mitchison vivía en un bloque de lujo del llamado «barrio financiero»; unos solares de Lothian Road transformados en centro de congresos y «apartamentos». Había un nuevo hotel en perspectiva y una compañía de seguros estaba instalada en el hotel Caledonian. Aún quedaba espacio para una expansión y para trazar más calles.

– Atroz -comentó Bain mientras aparcaba.

Rebus intentó recordar sin éxito cómo era el lugar un par de años atrás. ¿Era ya un enorme solar o habían demolido las casas? Aquello debía de estar a medio kilómetro de la comisaría de Torphichen, menos quizás, y él que creía conocer su terreno de operaciones… Pues no.

Había media docena de llaves en el llavero; abrieron la puerta principal y una vez en el portal bien iluminado, entre los buzones, localizaron el apellido Mitchison: apartamento 312. Rebus abrió el buzón y recogió el correo. Folletos y sobres de propaganda: «¡Ábralo! ¡El premio de su vida!» y cosas por el estilo, más un extracto de cuenta de la tarjeta de crédito. Abrió el extracto. La Voz de su Amo de Aberdeen, una tienda de deportes de Edimburgo -las 56,50 libras de las Nike- y un restaurante indio, también de Aberdeen. Dos semanas sin nada en el debe y otra vez el restaurante de Aberdeen.

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