Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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– Buen aspecto, John.

Sí, por Escocia se podía mentir. Gill Templer, tan guapa aún como cuando se conocieron, ¿pidiéndole una cita? Meneó la cabeza sin dejar de reír. No, algo habría… alguna intención oculta.

En el cuarto de estar vació la bolsa-obsequio y vio que el póster de los cuatro críos coincidía con la portada de uno de los CD. Claro, los Dancing Pigs, una de las cintas de Mitchison, su último disco. Recordó un par de rostros bajo el entoldado: «¡Los hemos dejado jodidamente muertos!». Mitchison tenía dos discos de ellos.

Qué raro que no llevase una entrada del concierto…

Sonó el timbre de la puerta: dos toques breves. Cruzó el recibidor, mirando la hora. Las once y veinticinco. Echó un vistazo por la mirilla, sin dar crédito a sus ojos, y abrió de par en par.

– ¿Y el resto del equipo?

Kayleigh Burgess en persona con una abultada bolsa colgando del hombro y el pelo recogido bajo una enorme boina verde, con mechones cayéndole sobre las orejas. Guapa y cínica a la vez, al estilo de «no me fastidies si no te doy pie». Rebus la conocía desde hacía un año.

– En la cama, lo más probable.

– ¿Quiere decir que ese Eamonn Breen no duerme en un ataúd?

Cauta sonrisa mientras nivelaba en el hombro el peso de la bolsa.

– ¿Sabe una cosa? -replicó sin mirarle, ocupada con la bolsa-.

No se hace usted ningún favor negándose a hablar de esto con nosotros. No le favorece en absoluto.

– Para empezar, no soy ningún modelo.

– Nosotros somos neutrales. Es la esencia de Justicia en directo.

– ¿Ah, sí? Claro, y a mí me encanta que me den la tabarra antes de irme a dormir…

– No se ha enterado, ¿verdad? -Ahora sí lo miraba-. No, no creo. No ha habido tiempo. Enviamos a Lanzarote un equipo para entrevistar a Lawson Geddes y esta tarde me llamaron…

Rebus conocía la actitud y el tono de voz, el mismo que él había adoptado en muchas circunstancias tristes para comunicar la noticia a familiares o amigos…

– ¿Cómo ha sido?

– Se suicidó. Parece que sufría de depresión desde que murió su esposa. Se pegó un tiro.

– ¡Hostia!

Se dio media vuelta, buscando el cuarto de estar y la botella de whisky con un peso en las piernas.

Ella le siguió y dejó la bolsa en la mesita de centro. Rebus señaló la botella y la periodista asintió. Chocaron los vasos.

– ¿Cuándo murió Etta?

– Hará cosa de un año. De un ataque al corazón, creo. Una de sus hijas vive en Londres.

Rebus la recordaba: una adolescente mofletuda con corrector de ortodoncia llamada Aileen.

– ¿Han estado acosando también a Geddes?

– No «acosamos», inspector. Simplemente recabamos la opinión de todo el mundo. Es importante para el programa.

– El programa -musitó Rebus, sacudiendo la cabeza-. Bien, ahora se han quedado sin programa, ¿no?

– No lo crea, inspector. -La bebida le había arrebolado las mejillas-. El suicidio del señor Geddes puede interpretarse como una admisión de culpabilidad. Es un titular de impacto.

Contraatacaba bien, y Rebus se preguntó si su anterior timidez no sería en gran parte fingida. Se percató en ese momento de que la tenía allí de pie, en un cuarto de estar lleno de discos, botellas vacías y montones de libros por el suelo. No podía dejarla pasar a la cocina, con los recortes de Johnny Biblia y John Biblia esparcidos sobre la mesa, prueba de su obsesión.

– Por eso he venido… en parte. Podía haberle dado la noticia por teléfono, pero pensé que era el tipo de cosas que conviene hacer en persona. Y ahora que sólo queda usted, como único testigo…

Abrió la bolsa y sacó una grabadora con micrófono.

Rebus dejó el vaso y se acercó a ella con las manos extendidas.

– ¿Me permite?

Ella le entregó el aparato sin titubear. El inspector cruzó el recibidor, pasó por la puerta abierta, se acercó al hueco de la escalera y dejó caer la grabadora, que se estrelló dos pisos más abajo contra el suelo de piedra. Ella corrió hacia él.

– ¡Esto lo pagará!

– Mándeme la factura y ya veremos.

Dio media vuelta, entró en el piso, cerró la puerta, echó la cadena haciendo ruido y espió por la mirilla hasta que la periodista se hubo marchado.

Sentado en el sillón junto a la ventana pensó en Lawson Geddes. Como buen escocés no podía llorar. Los llantos son para derrotas futbolísticas, historias de animales valientes, con Flor de Escocia como cierre. Cualquier tontería le hacía llorar, pero aquella noche sus ojos permanecieron secos.

Sabía que estaba metido hasta el cuello. Ahora sólo les quedaba él y redoblarían los esfuerzos por salvar el programa. Además, Burgess tenía razón: suicidio del preso y del policía, era un buen titular. Pero no tenía intención de ser él quien aportara más carnaza. Quería saber la verdad, igual que ellos, pero por distintos motivos, aunque ni siquiera atinaba a decir cuáles. Podía iniciar él mismo su propia investigación. El único problema era que cuanto más escarbara, más ensuciaría su reputación -o lo que quedaba de ella- y también la de su antiguo mentor, compañero y amigo. Había otro problema: no era lo bastante objetivo y no podría hacer esa investigación. Necesitaba un sustituto, un suplente.

Cogió el receptor y marcó siete cifras. Le respondió una voz somnolienta:

– Sí, ¿diga?

– Brian, soy John. Perdona que te llame tan tarde, pero necesito que me devuelvas el favor.

Se encontraron en el aparcamiento de Newcraighall. Las luces del cine universitario estaban encendidas. Alguna sesión golfa. El Mega Bowl cerrado; igual que el McDonald's. Holmes y Nell Stapleton se habían mudado a una casa de Duddingston Park, con vistas al campo de golf de Portobello y a la terminal de los trenes de mercancías. Holmes decía que el ruido no le molestaba para dormir. Podían haberse citado en el campo de golf, pero estaba demasiado cerca de Nell para gusto de Rebus. No la había visto desde hacía un par de años, ni siquiera en actos oficiales; ambos tenían el don de evitarse. Antiguas heridas que Nell obsesivamente seguía manteniendo abiertas.

Por eso habían quedado un par de kilómetros más lejos, en aquella especie de trinchera comercial rodeada de tiendas cerradas, un almacén de bricolaje y Toys R'Us. Eran polis aun estando fuera de servicio.

Sobre todo fuera de servicio.

Comprobaron por los retrovisores si estaban solos. No había nadie, pero de todos modos hablaron en voz baja y Rebus le puso al tanto de lo que quería.

– Necesito saber algunos datos antes de que los del programa de televisión me hagan la entrevista. Pero como para mí lo de Spaven es un caso muy personal, quiero que lo revises tú; anotaciones y actas del proceso. Léetelo todo a ver qué piensas.

Holmes estaba sentado al lado de Rebus. Su aspecto mostraba a las claras que le habían sacado de la cama en plena noche. Tenía el pelo revuelto, dos botones de la camisa desabrochados y no llevaba calcetines. Bostezó y movió la cabeza.

– No acabo de entender qué es lo que tengo que buscar.

– Algo que te llame la atención. No sé… cualquier cosa.

– ¿Tan en serio te lo tomas?

– Lawson Geddes se ha suicidado.

– Hostia -musitó Homes sin pestañear.

No le dio el pésame. Demasiados problemas tenía él.

– Otra cosa -añadió Rebus-. Podrías localizar a un ex presidiario que dijo ser la última persona que habló con Spaven. No recuerdo el hombre pero salió en todos los periódicos.

– Una pregunta: ¿crees que Geddes le tendió una trampa a Spaven?

Rebus fingió pensárselo y se encogió de hombros.

– Voy a contarte la verdad, no lo que redacté sobre el caso.

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