Jonathan Kellerman - Obsesión

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Patty Bigelow pensaba que por fin había conseguido enderezar su vida, pero de repente, su rebelde hermana Leila abandona a su hija, Tanya, en la puerta de su casa. Tía y sobrina aprenden con dificultad a vivir juntas con la ayuda profesional del doctor Alex Delaware, psiquiatra. Ahora, quince años después, Tanya acude de nuevo a la consulta de Alex porque la única madre que ha tenido, Patty Bigelow, ha fallecido dejando a la joven un extraño legado: le confesó, en su lecho de muerte, haber matado a un hombre años atrás. Este acto de barbarie abrirá inevitablemente un túnel al pasado en el que los secretos, junto con los cadáveres, han sido profundamente enterrados.

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Se había rapado la cabeza a cero, llevaba un diamante de dos quilates en la oreja, un par de anillos con diamantes macizos en la mano izquierda, tres en la derecha. La correa de su Rolex Perpetual, con incrustaciones de gemas, había sido moldeada como para la muñeca de un futbolista y colgaba medio fuera de una mano pálida.

Uñas con manicura, plata con tonos azulados.

Era un hombre joven y delgado, estrecho de hombros, con una carita sosa de bebé, muñecas varoniles. De constitución pequeña, parecía más menudo con el chándal extra grande que llevaba, terciopelo negro, amarillo y blanco, logo de Sean John. Deportivas de charol negras con puntera curvada y amortiguadores amarillos en los laterales que parecían niveles de burbuja de los que usan los carpinteros. Suelas casi nuevas.

Zapatillas nuevas para una gran noche de fiesta.

Las letras de la espalda de la sudadera ponían La Familia. Habana.

Por debajo: La buena vida.

Negro, amarillo, blanco. Un pequeño abejorro aplastado.

Un agujero limpio de color morado manchaba una de sus manos. Agujeros abombados en la tela donde las balas habían penetrado en el vientre.

Los ojos cerrados, labios boquiabiertos, sin movimiento. Demasiado tarde para una confesión.

Luego lo vi: un movimiento superficial arriba y abajo en el ensangrentado torso.

– Respira de vez en cuando, pero olvídelo. Deberían llamar a la ambulancia -dijo el policía.

Me quedé de pie, mirando como Blaise de Paine iba apagándose. Una pistola con empuñadura de nogal descansaba a un palmo de su tobillo derecho. Tres casquillos de balas formaban un triángulo desigual por detrás del cuerpo, a pocos centímetros de la puerta hecha pedazos.

Luz al otro lado de la puerta, astillas en las baldosas de la cocina.

– ¿Hay alguien ahí dentro? -pregunté.

– Los propietarios -respondió el policía.

– ¿Una chica y un chico?

– Sí.

– ¿Están bien?

– Ha sido ella la que ha tumbado a este perdedor, mejor debería volver abajo, el juez tendrá que certificar…

– Ha visto demasiadas películas, agente -gritó Milo.

El policía se mordió el labio inferior.

– Si yo fuera usted, teniente -replicó-, evitaría cualquier esfuerzo. Mantenga su metabolismo lo más lento que pueda para que no sangre innecesariamente.

– ¿En lugar de sangrar de esta forma tan innecesaria?

– Señor…

La espantosa contestación de Milo se vio oscurecida por el ruido metálico de una camilla en el vehículo, voces humanas, luces brillantes.

Los chicos de Emergencias con esos ojos vivarachos que tienen los chicos buenos.

– El teniente está justo ahí abajo -dijo el poli en lo alto de la escalera.

– Como si fuera un misterio, ¡Dios! -exclamó Milo, se levantó y se quitó la chaqueta, seguía saliendo sangre-. Soy O positivo, en caso de que haya alguien remotamente interesado.

Corrieron hacia él.

Comencé a bajar las escaleras, un extraño ruido como un silbido por detrás de mí me detuvo.

Los ojos de Blaise de Paine se habían abierto.

Sus labios temblaban. Otro silbido, más agudo, como el chirrido de una tetera, salió de su boca.

Una última exhalación de aire.

Los labios dibujaron una sonrisa.

Nada intencionado, no lo hizo motu proprio.

Luego sus ojos se movieron rápidamente.

Me miraron.

Se fijaron en mí.

Su cabeza, desde el suelo. Cayó con dureza.

¿Un ataque? Un arranque neurológico terminal, demasiado intencionado. Repitió el movimiento.

¿Me miraba?

Un tercer intento y su cabeza cayó por tercera vez.

Me apresuré a su lado, me incliné para acercarme.

Sus labios se movieron. Formaron una sonrisa.

Me arrodillé a su lado.

Exhaló un gemido ronco. Estableció contacto con los ojos. Emitió una carcajada gutural o algo espantosamente similar.

Le miré a los ojos.

Se levantó un poco.

Escupió sangre en mi cara.

Murió.

Cuando me secaba la cara con la chaqueta, me llamó la atención un movimiento por detrás de la puerta. Tanya, de pie tras los paneles hechos añicos, miraba fuera a través de la ventana que, milagrosamente, permanecía intacta.

La escena se repitió en mi cabeza.

De Paine disparando a Milo, oyó algo por detrás de él, se giró y disparó desde abajo.

Dispararía una última ráfaga que atravesaría la puerta, permitiendo pasar los disparos del otro lado y de repente, un dolor súbito que le quemó la mano, el vientre y el arma.

Saludé con un movimiento a Tanya.

Puede que no me viera. O si lo hizo y no le importó. Permaneció inmóvil. Mirando el cadáver.

Kyle Bedard apareció por detrás de ella.

– ¿Cómo está…?

– Muerto.

– Debe irse, señor. Ahora.

– Ella es mi paciente.

– No me importa, señor.

– Tengo que pasar por encima de él -repliqué, aún con cierto sabor a sangre.

Lo hice.

Capítulo 44

Irrupción, luego la excavación.

Según yo lo veía, el cumplimiento de la ley acababa con las luces de las excavadoras.

***

Una llave encontrada en el caos que dejó Blaise de Paine en la casa de Perry Moore condujo a un trastero alquilado en East Hollywood. Unidad doble, con iluminación fluorescente, un sofá cama y luz eléctrica.

La nevera en la parte trasera apestaba. Cerca del refrigerador una caja sellada contenía paquetes de heroína, un alijo de analgésicos sin receta médica y veinticinco barras de hachís del tamaño de una pastilla de jabón. Dentro de la nevera había seis paquetes de Jolt Cola, una buena variedad de latas de cerveza y una bolsa de basura llena de huesos humanos, algunos todavía con restos de carne disecada. Los huesos dieron como resultado cuatro muestras de ADN diferentes, todas de mujer. Las muestras mitocondriales coincidieron finalmente con Brenda Hochlbeier y Renée Mittle, conocidas como Brandee Vixen y Rocksi Roll. Los restos fueron enviados a Curney, Dakota Norte, donde las familias de las víctimas dieron las gracias por la oportunidad de poder darles un entierro cristiano.

Las otras dos muestras coincidieron con Jane Does.

Benjamin Baranelli puso un anuncio en Adult Film News anunciando la vuelta de Vivacious Videos, que comenzaría con la puesta a la venta de una colección homenaje de cinco CD's de las actuaciones de las estimadas Brandee y Rocksi.

El abogado de oficio de Robert Fisk ofreció un trato con su cliente por obstrucción a la justicia. El fiscal del distrito pidió asesinato múltiplo en primer grado para Fisk. El pacto llegó cuatro días después, Fisk aceptó dos cargos por homicidio sin premeditación con una sentencia de quince años. La gota que colmó el vaso fue cuando Fisk ofreció contar que De Paine había alardeado de haber matado a «dos putas de Compton».

Un trabajo más exhaustivo sobre los huesos no identificados confirmó una probable ascendencia afroamericana. Siguen intentando identificar el origen.

A Mary Whitbread no la acusaron de nada. A la semana de la muerte de su hijo, la planta baja de su propiedad en la calle Cuarta estaba en alquiler y se mudó a un lugar desconocido.

El cotilleo que corría por toda la ciudad aseguraba que Mario Fortuno había incriminado a una horda de personajes importantes de Hollywood con escuchas telefónicas ilegales y que pronto llegarían las acusaciones. Los periódicos de la Costa Este cubrieron los rumores con un mayor entusiasmo que el L. A. Times.

Petra, Raul Biro, Saunders y Kevin Bouleau recibieron distinciones de honor en sus departamentos. Biro consiguió una promoción a detective II por la vía rápida.

Cuando Milo fue conducido a la sala de emergencias del Cedars, Rick estaba allí para recibirlo. El cirujano hizo caso omiso de su propia regla sobre no tratar a parientes y extrajo las balas del brazo de Milo personalmente. El proceso resultó ser más complicado de lo previsto, con varios vasos sanguíneos pequeños que debían ser reparados. Milo insistió en que no utilizaran nada más fuerte que la anestesia local. La sedación consciente le hizo desvariar un poco y acribilló a todo el personal de quirófano con un aluvión de comentarios repelentes.

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