Jonathan Kellerman - Obsesión

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Patty Bigelow pensaba que por fin había conseguido enderezar su vida, pero de repente, su rebelde hermana Leila abandona a su hija, Tanya, en la puerta de su casa. Tía y sobrina aprenden con dificultad a vivir juntas con la ayuda profesional del doctor Alex Delaware, psiquiatra. Ahora, quince años después, Tanya acude de nuevo a la consulta de Alex porque la única madre que ha tenido, Patty Bigelow, ha fallecido dejando a la joven un extraño legado: le confesó, en su lecho de muerte, haber matado a un hombre años atrás. Este acto de barbarie abrirá inevitablemente un túnel al pasado en el que los secretos, junto con los cadáveres, han sido profundamente enterrados.

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Hubo algunos destellos ámbar en las casas vecinas, pero la mayoría de las viviendas en la avenida Hudson permanecían oscuras y demasiado tranquilas para el volumen de la ira de Iona.

Muchas luces en la mansión Bedard. El Bentley verde ocupaba su lugar habitual en el camino. Ningún rastro del Mercedes blanco.

– ¡Sudaca!

Iona se encogió en el asiento de atrás del coche policía, con las manos esposadas por delante, como signo de deferencia, el pelo negro lacio y desordenado. Se le había corrido el rímel de ojos y recordaba a la pintura de uno de esos payasos tristes. Sus piernas flacuchas estaban desparramadas dejando a la vista una pequeña parte de sus braguitas negras bajo las medias.

Se podía oler su aliento a alcohol a más de un metro de distancia.

Iona aporreó el asiento con los puños esposados.

– ¡Dejadme salir!, ¡dejadme salir!

– Ha sido arrestada por alteración pública, señora -respondió el agente Kenney-. Ahora, cálmese antes de meterse en más problemas.

– Es mi puta casa y tú no eres más que un puto empleado. Te ordeno que me dejes salir ya. -Iona tenía la mandíbula desencajada.

– Señora.

El comentario de Kenney fue seguido de una serie de improperios. El agente cerró de golpe la puerta del coche patrulla.

Se escuchó un golpeteo y la ventanilla del coche tembló. Iona se había acostado sobre la espalda, había levantado las piernas y estaba golpeando sin cesar el cristal con los tacones de aguja.

– Si no para de hacer eso, voy a tener que atarla de pies y manos -dijo Kenney.

– Por mí, adelante -dijo Milo.

– ¿No es alguien importante?

– Solo en su mente.

– Hay muchos de esos por ahí sueltos. -Kenney sonrió.

***

Mientras el coche patrulla se alejaba, Raul Biro acabó de hablar con America y la dejó entrar de nuevo en la mansión. Llevaba el pelo peinado hacia atrás, sin enredos, por encima de una cara sin arrugas. Tampoco había arrugas en su traje azul. Llevaba una camisa blanca como la nieve y una corbata con un nudo al perfecto estilo Windsor.

Milo dirigió su mano casi por inercia hacia su cinturón roído de poliéster mientras Raul hablaba.

– Según la señora Frias, la criada, esto es lo que sucedió: la señora Bedard apareció hoy sobre las siete de la tarde, sin previo aviso. Insistió en entrar, lo que puso a Frias entre la espalda y la pared, ya que las instrucciones del señor Bedard son no dejarla entrar bajo ningún concepto.

– La felicidad conyugal.

– Frias cuenta que la señora Bedard ya lo había intentado antes, pero siempre cuando el señor Bedard se encontraba en casa. El señor Bedard se las arreglaba bastante bien, intentando no provocar un enfrentamiento. En esta ocasión, cuando Frias intentó cerrar la puerta, la señora Bedard la apartó con un empujón tan fuerte que casi la hizo caer, entró a la fuerza y empezó a buscar a Kyle y a «esa chica» por toda la casa. Parece ser que Kyle había hablado con ella esta misma mañana, temprano, le había contado lo de Tanya y ella no lo aprobaba.

– Una madre entrometida -replicó Milo-. Me pregunto por qué.

Biro se encogió de hombros.

– De cualquier modo, la señora Bedard encontró a Kyle y a Tanya en una de las habitaciones, y le entró un ataque de histeria. Se inició una discusión, y Kyle y la señora Bedard comenzaron a chillarse. La señora Bedard comenzó a tirar cosas y rompió varios objetos. Aproximadamente a las siete y cuarto, Kyle y Tanya se fueron de la casa mientras la señora Bedard intentaba frenar a Kyle físicamente. Lo cogió por la manga de la chaqueta y tiraba de él, Kyle se deslizó y se quitó la chaqueta, así que la señora Bedard se cayó. Cayó sobre su trasero, gritó para que Kyle la ayudara a levantarse. Tanya fue a ayudarla, pero la señora Bedard le chilló que ella no la tocara; Kyle se hartó y se fue con Tanya.

¿ Cogieron el Mercedes?

– Sí -contestó Biro-. No saben nada de ellos desde entonces. La señora Bedard marcó el número del móvil de Kyle unas cien veces, según Frias. Al final, se dio por vencida, se fue al mueble bar y empezó a aprovisionarse de la colección privada de güisqui de malta del señor Bedard. A las ocho, estaba ya borracha como una cuba, empezó a meterse con la criada, a decirle que cómo podía haber dejado que aquello ocurriera, que era una vergüenza, que aquella chica no pertenecía a su clase, le dijo que ni siquiera podía confiar en ella para que llevara adelante la casa y otras cosas. Parece ser que también soltó algunos comentarios raciales y Frias se fue a la habitación y se encerró dentro. La señora Bedard se fue tras ella y golpeó la puerta, empezó a chillar, al final, se rindió y se marchó. Más tarde, a eso de las tres de la madrugada, sonó el timbre de la puerta, Frías fue a contestar porque estaba preocupada por si se trataba de Kyle, por si se había metido en algún problema. Pero era la señora Bedard de nuevo, todavía más borracha. Vio cómo se alejaba un taxi y vio la maleta de la señora Bedard, que le dijo que había salido del Hilton y que se mudaba a la mansión hasta que las cosas volvieran a su cauce normal. Frias intentó impedirle que entrara. Se inició una pelea y ambas señoras acabaron en el suelo. Frias volvió a meterse en su habitación y llamó por teléfono al 911. El coche patrulla de Wilshire llegó tres minutos después, la puerta de entrada estaba abierta y la señora Bedard salió y ordenó a los agentes que arrestaran a aquella puta sudaca chiflada paticorta y la deportaran al «paticortilandia».

Las luces se fueron apagando gradualmente en la mansión. Biro estudió la fachada estilo Tudor.

– Puede que sea verdad, quizá el dinero no dé la felicidad. -Sonrió-. Aunque tampoco creo que ser pobre sea mejor si estás tan loco.

Los tres volvimos a los coches. El auto civil de Biro era un Datsun ZX de los ochenta, marrón chocolate, uno de esos modelos hechos por encargo, que mantenía en un estado inmaculado.

– ¿Cuál es el siguiente paso, teniente?

– Yo intentaría en primer lugar encontrar a los chicos para ponerlos a salvo hasta que De Paine sea arrestado.

– ¿Y qué pasa con la señora Bedard? Cuando se le pase la borrachera, la dejaremos salir.

– No la considero una criminal peligrosa, pero si a alguien se le retrasa el papeleo un día o dos, no pasaría nada.

Biro sonrió.

– Eso podría pasar. ¿Qué más quiere que haga?

– Vaya a casa y duerma un poco.

No hubo reacción alguna.

– ¿No necesita dormir? -preguntó Milo.

– Pasé algún tiempo en Afganistán, afectó todo mi reloj biológico. Desde entonces, me siento bien con tres o cuatro horas de sueño.

– Estaba al tanto de los francotiradores.

– Entre otras cosas, ¿usted es un ex militar?

– Mucho antes de su época -contestó Milo.

– ¿Asia? -preguntó Biro-. Mi padre estuvo allí. Ahora conduce un camión de cáterin. Tacos y ese tipo de cosas.

Capítulo 43

El coche de Biro se alejó. Cuando el sonido de su motor trucado se apagó, el silencio volvió a la avenida Hudson.

– Puede que la escenita de Iona haya sido lo mejor que podía pasar. Romeo y Julieta se mosquean y se largan a un lugar desconocido -apuntó Milo.

– ¿Te imaginas a estos dos viajando por Las Vegas?

– Si yo tuviera una madre así, me fugaba con mi amante, cambiaba de estado y puede que hasta de país.

– Una bonita fantasía, pero demasiado aventurado.

– ¿Hacía dónde crees que podrían dirigirse?

– A Tanya no le queda nada. Kyle era como un oasis para ella, pero llega Iona y lo contamina todo. Tanya es una criatura de costumbres. No puedo imaginármela dirigiéndose a cualquier sitio, salvo a la casa que Patty le hizo.

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