Jonathan Kellerman - Obsesión

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Patty Bigelow pensaba que por fin había conseguido enderezar su vida, pero de repente, su rebelde hermana Leila abandona a su hija, Tanya, en la puerta de su casa. Tía y sobrina aprenden con dificultad a vivir juntas con la ayuda profesional del doctor Alex Delaware, psiquiatra. Ahora, quince años después, Tanya acude de nuevo a la consulta de Alex porque la única madre que ha tenido, Patty Bigelow, ha fallecido dejando a la joven un extraño legado: le confesó, en su lecho de muerte, haber matado a un hombre años atrás. Este acto de barbarie abrirá inevitablemente un túnel al pasado en el que los secretos, junto con los cadáveres, han sido profundamente enterrados.

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– ¿Justo donde le dijimos que no fuera?

– Tiene una falsa apariencia de hipermadurez, Milo, pero es solo porque finge ser una mujer hecha y derecha. Quiere demostrar que nadie manda sobre ella.

– Sí, ha estado ignorando nuestros consejos, colgándose de Kyle para empezar… Está bien, vayamos a ver, quizá estés equivocado.

– Espero estarlo.

– Dice mucho en tu favor ese comentario.

– No esta vez.

***

A pocas calles del dúplex en Canfield, Milo aplastó su Panatela apagado en el cenicero del Seville y soltó una palabrota.

– Justo ahí, a la vista. También podían colocar un cartel luminoso -añadió.

El Mercedes blanco descapotable bloqueaba la entrada del camino. El coche de Tanya estaba justo enfrente.

Las luces estaban apagadas en el edificio.

– Estúpidos niños pijos. Debería despertarles ahora mismo -dijo Milo- y darles una de mis acojonantes charlas.

Echó una mirada rápida al reloj.

– Quedan un par de horitas hasta que amanezca, mantengamos el mismo horario, volvemos a las siete y nos plantamos ante sus narices. Mientras tanto, volveré a controlar los alrededores, a ver si todo es normal. Así podré dormir.

Salió del coche.

– Si no…

– Sí, sí, la cartuchera.

:-¿Te parecería más entretenida mi fiambrera de Flash Gordon?

– ¿Tienes una de esas?

– No, pero todo el mundo miente, ¿por qué no yo?

***

Apagué el motor y me senté al volante, lo vi dirigiéndose al final del camino y pasar frente al coche de Tanya. Su mano derecha palpaba la funda del arma bajo su chaqueta. Seguramente hizo un movimiento rápido, para dejar el arma bajo la prenda. Con su nivel de cansancio, era peligroso hasta un simple tropiezo.

Pocos segundos después, cuando estaba al otro lado del edificio, se oyó un disparo.

***

No el sonido de un revólver al golpear a alguien.

Fue un rugido intenso: un disparo.

Salí de un salto y corrí hacia el lugar, dispuesto a proteger a mi amigo.

¿Con qué?

Me paré, busqué el teléfono. Marqué el 911 con tanta fuerza que parecían que los dedos iban a explotar.

Segundo disparo, luego el chasquido de la descarga de un arma de bajo calibre. A aquella distancia, no pareció más que el croar de una rana.

Ring, ring, ring, ring, ring, ring.

– 911, Emergencias.

Luché para no perder la paciencia ante el discurso mecánico y tranquilizador de la operadora.

– Señor, tiene que contestar a mis preguntas.

– ¡Agente herido!

Levanté la voz. Puede que esas dos palabras rompieran las reglas de su manual de procedimientos. O puede que oyera el tercer disparo seguido de todo un coro de balística. En lo que me parecieron pocos segundos, las sirenas empezaron a aullar desde el sur. Cuatro pares de faros.

Cuando el cuarteto de autos de Westside llegó rugiendo frente al dúplex, yo estaba fuera del Seville, de pie, en la calle junto al coche y con las manos en alto, sintiéndome como un cobarde, inútil.

De nuevo reinó un silencio enfermizo.

***

Ocho agentes avanzaron, con las armas fuera. Les solté un discursito y dejaron a una agente conmigo, para que me vigilara.

– Mi amigo está ahí detrás, el teniente Sturgis.

– Tenemos que esperar -respondió.

Transcurrió un buen rato hasta que regresó un sargento.

– Puede regresar, doctor.

– ¿Está bien?

Aparecieron dos policías más, con cara seria. Repetí la pregunta.

– Está vivo -dijo el sargento-. Agente Bernelli, vuelva a comprobar por qué la unidad de urgencias tarda tanto. Y pida dos ambulancias.

***

Milo estaba sentado en el escalón inferior del descansillo de la puerta trasera. Con las rodillas levantadas casi hasta la barbilla; la cabeza agachada. Sujetaba con fuerza algo sobre su brazo, era su chaqueta, enrollada. La manga blanca de su camisa se había vuelto roja y tenía mala pinta.

Miró hacía arriba.

– Olvida la fiambrera, esto no cuenta.

– ¿Estás…?

– Es solo una herida superficial, Kimo Sabe. -Sonrió-. Siempre he querido decir eso.

– Deja que yo me ocupe de eso.

Me senté a su lado y presioné de forma uniforme la chaqueta.

– Lo haremos juntos. -Sonrió de nuevo-. Como en la canción de Barrio Sésamo: cooperación. La mayoría de esos muñecos son puros idiotas, pero la Rana Gustavo no está mal.

– Tiene sus momentos.

El tipo de cosas de las que hablas cuando tu amigo respira cada vez con más dificultad y la sangre sigue empapando la manga de su camisa.

Apreté con más fuerza. Hizo un gesto de dolor.

– Lo siento.

– ¡Eh! No es nada que no pueda arreglarse.

Sus ojos se agitaron, noté cómo temblaba bajo la camisa.

Rodeé con el brazo su hombro.

– ¡Qué íntimo! -replicó.

Nos quedamos allí sentados. Todos los policías estaban fuera, salvo uno, un agente de pie en la parte alta de la escalera trasera de la casa de Tanya.

Milo volvió a temblar. ¿Por qué cono tardaban tanto las ambulancias?

La puerta trasera de entrada estaba destrozada, pero la ventana seguía en su sitio.

– Lo que ha pasado es que el muy cabrón estaba ahí agachado, de cuclillas, yo entré como un idiota novato, con el arma enfundada. ¿Por qué diablos me buscaré problemas si no estoy preparado para meterme en problemas? Abrió fuego, pero yo estaba fuera de su alcance, por eso solo me rozó. Salté hacia atrás y pude esquivar el segundo disparo y el tercero. Al final, conseguí hacerme con mi fiel cerbatana.

– Solo te rozó -repliqué.

– No pasa nada, hombre. Cuando era un niño, me dispararon con perdigones para codorniz al culo, cuando mi hermano Patrick hacía el tonto. Esto parece algo más serio, pero nada extraordinario, puede que como disparar a un ciervo.

– Está bien, tranquilo…

– Algunos perdigones alcanzaron mi miembro viril…

– Genial, se acabó la cháchara.

– ¿Cómo disparar a un ciervo? Eso tiene que doler la hostia -añadió el policía desde lo alto de la escalera.

– No más que una endodoncia -contestó Milo.

– Yo tuve una de esas el año pasado -dijo el poli-. Duele la hostia.

– Gracias por la empatía -contestó.

Se dirigió a mí:

– Aprieta tanto como quieras. Y no te preocupes, ¿de acuerdo? Todo ha acabado estupendamente. No para él.

Se rió.

– Él está…

– Ve a echar un vistazo. Haz un poco de psicoterapia avanzada.

– Me quedo aquí.

– No, no, ve y compruébalo, Alex. Quizá consigas una de esas confesiones in extremis. -Soltó una carcajada y perdió algo de sangre-. Mañana nos emborracharemos y nos reiremos de todo esto.

Me quedé sentado.

– Ve. Puede que sea nuestra última oportunidad.

Me aseguré de que tenía la mano bien envuelta en la chaqueta, me levanté y me acerqué a la escalera.

– ¿Dónde va, señor? -preguntó el poli.

– Se lo he dicho yo -contestó Milo.

– No es una buena idea, teniente. Este tipo no es…

– No sea uno de esos calculines, agente, dele una oportunidad al doctor. Es de la familia, no va a toquetear las pruebas.

– ¿La familia de quién?

– La mía.

El policía dudó.

– ¿Ha oído lo que le he dicho?

– ¿Es una orden directa?

– Tan directa como pueda serlo. Dígame una sola palabra más y me levantó y le lleno de sangre de los pies a la cabeza.

El poli se rió con nerviosismo, se echó a un lado. Subí las escaleras.

Peterson Whitbread/Blaise de Paine estaba acostado sobre su espalda, con la cabeza hacia un lado, oculto por la sombra de la bombilla en lo alto.

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