Jonathan Kellerman - Obsesión

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Patty Bigelow pensaba que por fin había conseguido enderezar su vida, pero de repente, su rebelde hermana Leila abandona a su hija, Tanya, en la puerta de su casa. Tía y sobrina aprenden con dificultad a vivir juntas con la ayuda profesional del doctor Alex Delaware, psiquiatra. Ahora, quince años después, Tanya acude de nuevo a la consulta de Alex porque la única madre que ha tenido, Patty Bigelow, ha fallecido dejando a la joven un extraño legado: le confesó, en su lecho de muerte, haber matado a un hombre años atrás. Este acto de barbarie abrirá inevitablemente un túnel al pasado en el que los secretos, junto con los cadáveres, han sido profundamente enterrados.

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– Ha matado a varias personas -respondí.

– Vaya sorpresa -replicó Herbert Stark-. Siempre es lo mismo, ¿verdad? Justo acabo de terminar de leer un libro sobre asesinos en serie, no de esos idiotas para las masas, un libro de texto profesional de un antiguo investigador al que expulsaron por hablar con demasiada franqueza. Su tesis es que el noventa y cinco por ciento de las veces, el culpable es entrevistado siempre al inicio de la investigación y la Policía lo tiene justo en sus narices. ¿Puede creerlo?

– Podría ser.

– Yo lo creo. Byron me contó que usted no confía mucho en la definición de perfiles.

– No mucho.

– ¿Le causan problemas por eso en el departamento?

– En absoluto.

Stark resopló.

– ¿Qué cree que puedo contarle que no intentara contarle a aquellos «Einstein» vestidos de azul?

Quería pedirle que me lo contara todo, pero aquello podía provocar una sarta de narraciones inventadas.

– ¿Cuando empezó a creer que aquellas chicas habían sido asesinadas, compartió sus sospechas con alguien más aparte de con la Policía y su mujer?

– Por supuesto que lo hice -contestó Stark-. Después de que la Policía se cruzara de brazos, se lo conté a algunos vecinos del barrio. Pensé que si irritaba a bastante gente, seríamos capaces de despertar interés.

– ¿A cuánta gente se lo contó?

– Después de todos estos años, ¿quiere un número? Me limité a la gente que me inspiraba confianza. Qué más da, a nadie le importó.

– ¿Una de esas personas era una mujer llamada Patricia Bigelow?

– Sí, fue la primera.

– Porque…

– Primero, la conocía. Segundo, confiaba en ella. Poco después de mudarse al vecindario, mi hijo menor, Galen, se cayó con el patinete y estábamos preocupados por si se había roto la pierna. Pero Galen tenía que estudiar para un examen y no queríamos molestarlo llevándolo a urgencias si no había fractura. Mi mujer había hablado un par de veces con Patty y sabía que era enfermera, así que dio la vuelta a la esquina y fue a preguntarle si podía echar un vistazo a la pierna de Galen. Patty vino y la examinó, nos dijo que no ella no era médica, pero que era un esguince. Le puso hielo, se la vendó y a la mañana siguiente llevamos a Galen al pediatra, lo había hecho todo perfecto. También le conté lo de las chicas porque ella también tenía una hija en casa, una niña de nueve o diez años. Sentí que era mi obligación hacerle saber que el vástago de la dueña de su casa era una amenaza. ¿Por qué me pregunta por ella?

– Murió recientemente por causas naturales e hizo referencia a algunas cosas terribles que ocurrieron cuando vivía en la calle Cuarta. Es lo que ha iniciado toda esta investigación.

– Me creyó -dijo Herbert Stark-. Dios mío… no lo habría dicho por su reacción.

– ¿Qué le dijo ella?

– Nada, ahí está la cosa. Asintió con la cabeza y me dio las gracias por informarla, me preguntó cómo estaba Galen y luego me acompañó hasta la puerta. Me pareció de desagradecidos y un poco maleducado. Yo intentaba ayudarla. Pero se fue del barrio al poco tiempo.

– ¿Le contó alguna vez por qué se mudaba?

– No volvimos a hablar después de aquello.

– ¿Habló su mujer con ella?

– Lo dudó y ella no está aquí para preguntarle, está en Seattle, en una especie de encuentro de tejedoras.

– Cuando advirtió a Patty, ¿mencionó ambos nombres, el de Pete Whitbread y el de Roger Bandini?

– Por supuesto, no había duda sobre quiénes habían cargado la furgoneta. ¿Han encontrado los cuerpos?

– Todavía no.

– ¿Tienen posibilidades? -preguntó Stark-. Después de todos estos años. La culpa no es sino del reputado Departamento de Policía de Los Ángeles. Holmes y Watson deben estar riéndose.

Clic.

Probé a llamar a Milo y a Petra, saltaron los contestadores automáticos. Mientras me preparaba un café, el teléfono del despacho sonó. ¿Herbert Stark había recordado algún otro detalle?

– Doctor, tengo a un tal Kyle Bedard al teléfono -afirmó la telefonista.

La voz apenas audible de Kyle dijo:

– ¿Doctor Delaware? Siento molestarle, pero ¿cabría la posibilidad de vernos? Tanya está en un seminario de dos horas ahora mismo, así que en el caso de que tenga un rato…

– ¿Hay algún problema, Kyle?

– Es que… es solo para hablar de ciertas cosas con usted.

– No puedo hablar de Tanya, Kyle.

– Sí, sí, lo sé, confidencialidad. Pero no hay ninguna regla que le impida escuchar, ¿verdad?

– ¿Qué está pasando?

– Preferiría verle en persona, doctor Delaware. Aquí en el laboratorio es casi imposible encontrar un lugar tranquilo, por eso estoy murmurando. Fuera en la recepción tampoco es genial, el edificio de Psicología tapa toda la luz. Tanya me dijo que su oficina está en Beverly Glen. Podría estar ahí en diez minutos.

– Está bien -contesté.

– ¿De veras? Fantástico.

***

Donde vivo, en Glen, en la parte alta de un antiguo camino ecuestre que dejó de utilizarse, incluso un día mediocre parece glorioso. La gente que viene a verme la primera vez, a menudo, se sienten obligados a hablar de las colinas cubiertas de verde, el color plateado del Pacífico escondiéndose y volviendo a aparecer por los acantilados y la luz color caramelo.

Desde que tenemos a Blanche, nadie ha sido capaz de resistirse a darle unas caricias al entrar.

Cuando abrí la puerta a Kyle Bedard, pasó por su lado, me apretó la mano con demasiada fuerza y dijo:

– Le agradezco lo que hace.

Llevaba el pelo revuelto y una camisa de felpa mal abotonada sobre una camisa roja deshilachada y unos pantalones caqui arrugados. Blanche se restregó contra el camal de su pantalón.

– Bulldog francés -murmuró Bedard, como si contestara en un concurso de la televisión. -Por cierto, hablando de Francia, mi padre acaba de marcharse al valle del Loira.

Le acompañé al despacho. Blanche vino trotando tras él. Daba saltitos intentando establecer contacto con sus ojos, pero no lo consiguió. Esperó a sentarse en mi regazo para quedarse dormida.

– ¿Su padre ya ha tenido bastante de Los Ángeles?

– Los Ángeles, la casa… la odia, porque era el territorio de mi abuelo. En cuanto se convenció a sí mismo de que ya había cumplido con su tarea como padre, llegó el momento de retomar su vida. -Encogió los hombros, tiró de la pechera, se dio cuenta de que llevaba mal abrochada la camisa y la desabrochó rápidamente-. También me hizo entender que tres son multitud y que no quería meterse en mi camino. Le dije que no era un romance, solo era cosa de mantener a Tanya a salvo. Mi padre no puede concebir que alguien esté solo con una mujer atractiva y no quiera meterse entre sus piernas de inmediato.

De repente, se ruborizó.

– Por supuesto que me atrae, soy un chico. Pero no se trata de eso. Quería hablar con usted porque Tanya no duerme.

– ¿Nada?

– No lo suficiente. La habitación donde duerme está directamente encima de la biblioteca y cuando estoy trabajando puedo oír sus pasos. Incesantemente. Puede caminar durante horas.

– Parece que tú tampoco duermes.

– Estoy bien. Trabajo cuando quiero porque no tengo un horario fijo. A veces hasta me duermo en el laboratorio, hay un futón que todos los estudiantes de último año utilizan. Pero es diferente a lo de Tanya. Su vida está estructurada, tiene un horario programado. No sé cuánto tiempo aguantará así.

– ¿Ha hablado con ella de todo esto?

– No, porque sé lo que diría.

– «Estoy bien, Kyle.»

– Exacto. Más que el insomnio, lo que me preocupa es que no deje de andar. A un lado y a otro, como si… no sé… atrapada en algún lugar. ¿Es algo por lo que deba preocuparme?

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