Cogí la 110 dirección sur.
– Puedes reducir ahora -dijo Milo.
– Me dirijo hacia la casa de Tanya -contesté-. Ya han muerto dos personas por mantener a salvo un secreto, ella no está metida en esto, pero De Paine y Fisk no tienen ningún modo de saberlo.
– ¿Has hablado con ella sobre encontrar una vivienda temporal?
– Todavía no.
– ¿No es un buen momento?
– Tenía que haberlo hecho enseguida. Hazme el favor y llámala ahora.
Intentó llamarla a la línea fija y a su móvil. En los dos saltó el contestador automático.
– Probablemente esté estudiando.
– Eso espero.
– Tiene una cosa a su favor, Alex. Con De Paine y Fisk en plan Osama, no creo que se arriesguen a salir a la luz.
– No tuvieron mucho miedo cuando dispararon a Grant. ¿Quieres que te lleve al coche o vamos directos a su casa?
– Mejor directos a su casa -respondió-. Vamos a hablar con ella.
No había ningún coche en la entrada de la casa de Tanya. La luz teñía de ámbar el salón. Los focos del exterior parecían iluminar más que nunca y lo dije.
– Seguramente haya aumentado los vatios -apuntó Milo-. Buena chica, está teniendo cuidado. Es probable que todavía esté en el campus, empollando para un examen o algo así. Pero déjame que examine el lugar para que te quedes tranquilo.
Cuando iba a salir, un coche al otro lado de la calle se alejó hacia Pico.
Un Mercedes descapotable blanco. Modelo clásico, sospechoso en un vecindario de clase media.
– Vuelve a entrar -le dije.
– ¿Qué…?
– Ese Benz hacia el norte. Lo hemos visto antes.
***
El descapotable paró un momento y continuó hacia el este por Pico sin señalizarlo. El tráfico moderado facilitó la persecución. En La Ciénaga, el Mercedes giró a la izquierda y empezó a acelerar, pasó La Ciénaga Park y el Oíd Restaurant Row antes de parar en un semáforo en San Vicente. Luego cogió la calle Tercera y giró a la derecha.
Se paseó por delante de los cafés más nuevos con montones de vehículos aparcados y luego se dirigió hacia el sur por Orlando.
– Para en la esquina -dijo Milo.
Vimos que el descapotable recorría un par de calles y luego giraba a la izquierda por la calle Cuarta. De nuevo, sin señalizarlo.
– Al menos podré cogerle por infracciones de tráfico. Apaga las luces y avanza un poco.
Avancé hasta pocos metros de Orlando con la Cuarta y vimos que el Mercedes atravesaba la calle y paraba delante del dúplex de Mary Whitbread.
Allí sentados, en mitad de la calle. Pasó un minuto entero hasta que las luces de freno se apagaran.
– Va a volver hacia San Vicente, vamos, Alex.
***
El Benz se apresuró hacia el este por Beverly. Me quedé a una distancia de unos tres coches por detrás, seguí el chasis blanco brillante por el distrito de Fairfax y por Hancock Park.
Cuando el Benz giró por la avenida Hudson, Milo me hizo detenerme de nuevo.
– Asegurémonos de que las únicas sorpresas son las que nosotros vamos a dar.
El Benz giró justo donde pensamos que iba a hacerlo.
Me apresuré por la avenida Hudson, hacia el lado este de la calle y puse el Seville en dirección prohibida, directamente enfrente de la mansión de los Bedard.
El Mercedes blanco estaba justo detrás del Bentley verde. Con las luces apagadas, no se oía el ruido del motor. Un plástico desgastado en la ventana trasera no nos permitía ver a los ocupantes.
No salió nadie del coche.
Milo sacó su pequeña Maglite del bolsillo de la chaqueta, desenfundó el arma y salió. Justo detrás del Benz, consiguió ver un haz brillante y firme a través del plástico.
– ¡Policía! Conductor, abra la puerta lentamente.
Nada.
– Hágalo, conductor, salga fuera.
El grito resonó en el silencio, elegantemente. Discordante, pero ni siquiera se encendió una sola luz en las casas vecinas. La gente dormía profundamente en la avenida Hudson. O fingían hacerlo.
– ¡Fuera!
La puerta del conductor se abrió parcialmente.
– Teniente, soy yo, Kyle.
– Salga del coche, Kyle.
– Yo… esta es mi propia casa.
– Sí, lo sé.
Una voz en el asiento del copiloto dijo:
– Esto es absurdo…
– Tranquilidad, pasajero. Kyle, fuera.
La puerta se abrió del todo y Kyle Bedard salió entrecerrando los ojos y parpadeando. Llevaba una camiseta desgastada gris, unos pantalones cargo verdes y las mismas deportivas amarillas. La punta de su pelo brillaba bajo el haz de la linterna como los fuegos del cuatro de julio.
– ¿Puede quitarme eso de los ojos, por favor? -preguntó.
Milo bajó la linterna.
– Mire, teniente, soy yo de verdad. Nadie más lleva estas zapatillas tan horrendas.
– Voy a cachearle, hijo. Dé la vuelta.
– Está bromeando.
– Nada de eso. -Le dio unas palmaditas por abajo y le hizo sentar en el bordillo-. Ahora usted, el pasajero.
La voz del coche exclamó:
– No puedo creer esto.
Kyle entrecerró los ojos. Me vio y sonrió.
– Hecho al estilo tan surrealista de Jean-Luc Godard, genial.
El pasajero se rió.
– ¡Fuera!
Kyle saltó.
El pasajero dijo:
– Mi nombre no es Mohamed, así que ¿a qué viene todo este montaje?
– Para divertirnos -contestó Milo-, hay gente que no ha tenido el suficiente cuidado y les han disparado.
– ¿Qué hay de gracioso en eso?
– Ahí está.
– Eso es… dijo Kyle.
– Está bien, está bien -dijo el pasajero-. Voy a salir. Por el amor de Dios, no me disparen.
El hombre que salió era más alto que Kyle y pesaba unos veintitrés kilos más. Tenía una amplia barriga. Cerca de los sesenta, moreno oscuro, con calva. El poco pelo que le quedaba era oscuro y lo bastante largo como para recogérselo con una coleta que le caía por los hombros. Llevaba unas patillas más pobladas que las de Milo que seguían la línea de su mandíbula. Unas gafas tipo John Lennon descansaban sobre su napia. Barbilla robusta.
La imagen en general era como la de Ben Franklin a la italiana. Un bléiser de cachemira color crema muy estilizado hecho por encargo para un cuerpo más delgado. Los pantalones chocolate se apoyaban a la perfección sobre unos mocasines de malla de color caramelo. Llevaba abierto el cuello de la camisa de seda, azul eléctrico y un pañuelo cruzado amarillo y azul celeste. Del bolsillo del pectoral sobresalía un pañuelo color vino. Conté un total de seis anillos de oro en ambas manos, con mucho brillo.
Una sonrisa de desdén le cruzaba la cara.
– ¿Levanto las manos y digo que me rindo? ¿Debo recitar la jura de la bandera?
– Solo quédese ahí y permanezca tranquilo, señor.
– Con la debida diligencia, teniente «cómo se llame». Tengo en el bolsillo derecho del pantalón una navaja suiza militar de quince elementos, no se corte con el abrelatas. El único otro objeto potencialmente peligroso es mi billetera, pero dado que no hay damas a la vista, no me preocuparía.
Su sonrisa fue todavía mayor mientras Milo le cacheaba.
– Mientras nos conocemos, me gustaría presentarme. Myron Bedard.
– Esto tiene un algo interesante, ¿no crees, papá? -preguntó Kyle.
Myron Bedard se rió.
– Hijo, creo que me llevar algo de tiempo convencerme de ello.
***
Cuando Milo acabó, se disculpó ante Myron y dejó que Kyle se levantara del bordillo.
Kyle se sacudió la parte trasera del pantalón y se quedó al lado de su padre.
– ¿Crees que lo habrá visto algún vecino, papá?
– Si lo han visto, que les den. -Myron se dirigió a Milo-. ¿Era todo esto realmente necesario?
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