Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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Cassie empezó por alterar su reloj biológico, reduciendo drásticamente sus horas de sueño. Compensaba la falta de descanso con un régimen vitamínico para aumentar su energía y alguna siesta ocasional a media tarde en el sofá. En una semana había pasado de dormir siete horas por noche a cuatro, sin que se notara un impacto en su concentración ni en su productividad.

Por la noche empezó a conducir por la serpenteante y peligrosa Mulholland Drive, con objeto de agudizar su estado de alerta permanente. En casa se movía con las luces apagadas, para adaptar la vista a los contornos de las sombras. Sabía que podría usar gafas de visión nocturna en el trabajo, pero también era consciente de la necesidad de estar preparada para cualquier eventualidad.

Durante el día, cuando no estaba trabajando en el concesionario, empezó a reunir el equipo que podría necesitar y las herramientas que tendría que usar. Después de escribir una lista de cualquier cosa concebible que pudiera ayudarla a superar un obstáculo en un trabajo, memorizó su contenido y la destruyó: tener en su poder una lista semejante bastaba para que le revocaran la condicional. Entonces dedicó un día entero a visitar distintas ferreterías y otros comercios, recopilando los objetos de la lista y repartiendo sus compras en efectivo por toda la ciudad, a fin de que las distintas partes de su plan no pudieran ser reconstruidas como un todo.

Compró martillos, destornilladores, limas de hierro y sierras de arco para metales; alambre para empacar, cordel de nailon y pulpos. Compró una caja de guantes de látex, un tubito de cera para enganchar, una navaja suiza y una espátula con una hoja de ocho centímetros. Adquirió también un soplete de acetileno y visitó tres ferreterías distintas antes de encontrar un taladro multiuso a pilas lo suficientemente pequeño. Compró alicates con punta de goma, cortaalambres y cizallas de aluminio. Añadió una Polaroid y la parte de arriba de un traje de submarinista de manga larga de hombre. Compró linternas grandes y pequeñas, un par de rodilleras y una pistola aturdidora eléctrica. Se hizo con una mochila de cuero negra, una riñonera negra y varias bolsas con cremallera de distintos tamaños que podía llevar en los bolsillos de la mochila. Por último, en cada una de las tiendas compró un candado con llave, atesorando de este modo una colección de siete candados de otros tantos fabricantes distintos, y que por consiguiente tenían mecanismos de cierre ligeramente diferentes.

En el pequeño apartamento que alquilaba en Selma, cerca de la autovía 101, en Hollywood, desparramó sus compras sobre una mesa de fórmica de la cocina y preparó el equipo, usando guantes mientras manipulaba cada objeto.

Con las cizallas y el soplete se fabricó ganzúas a partir del alambre de valla y las hojas de sierra de arco. Hizo dos juegos de tres ganzúas diferentes. Puso un juego en una bolsa de cierre fácil y la enterró en el jardín trasero. El otro juego lo guardó con el resto de herramientas destinadas al trabajo para el cual esperaba la pronta llamada de Leo.

Cortó media manga del traje de neopreno y la utilizó para revestir el taladro, cosiendo la goma bien ajustada con hilo de nailon a fin de que amortiguara el ruido. Del resto del traje de neopreno hizo un estuche para llevar cómodamente su equipo de ladrón hecho a medida.

Cuando tuvo preparadas todas las herramientas las enrolló en el estuche, las aseguró con pulpos y las ocultó en el hueco del guardabarros derecho del Boxster, sujetándolas de la suspensión con más pulpos. No había dejado ni una huella, así que si Thelma Kibble o algún otro agente del orden encontraba el estuche con las herramientas, Cassie tendría una posibilidad de negarlo todo que quizá la salvara de la cárcel. El coche no era suyo. Sin huellas en las herramientas, ni pruebas de que ella las hubiera comprado o fabricado, en última instancia no podría demostrarse que le pertenecieran. Podrían retenerla en custodia y presionarla, pero al final tendrían que dejarla en libertad.

Cassie se sirvió de los siete candados para practicar. Los cerró en torno a una percha de madera y dejó las llaves en una taza de café, en un armario de la cocina. Por la noche se sentaba a oscuras en la sala de estar y manipulaba a ciegas los candados con el juego adicional de ganzúas. Tardó en recuperar las sutilezas del arte de forzar un candado. Le llevó cuatro días abrir los siete. Entonces, volvió a ponerlos en la percha y empezó de nuevo, esta vez llevando puestos guantes de látex. Transcurridas dos semanas, se cronometraba con asiduidad y era capaz de abrir los siete candados con los guantes puestos en doce minutos.

Sabía durante todo el proceso que lo principal que estaba haciendo era la preparación mental, recuperar el ritmo, el modo de pensar. Max, su maestro, siempre le decía que el entrenamiento más importante era el ritmo, el ritual. No se le escapaba que era poco probable que tuviera que forzar una cerradura en el trabajo que le reservaba Leo. La mayoría de los hoteles de Las Vegas y de otras ciudades habían adoptado en la última década las tarjetas programadas. Quebrar las protecciones electrónicas era otro asunto. Requería ayuda desde dentro o una habilidad especial en ingeniería social: es decir, conocer al ex presidiario de la recepción o saber moverse con finura con la gobernanta.

El tiempo de preparación le trajo recuerdos de Max, el hombre que había sido su mentor y su amante. Eran recuerdos agridulces, porque no podía pensar en los buenos tiempos sin recordar lo mal que había acabado todo en el Cleopatra. Incluso cuando estaba tranquila, se encontraba a menudo a sí misma riendo a carcajadas en la oscuridad de su casa, con la percha llena de candados en el regazo y las manos sudando bajo los ajustados guantes de látex.

Se rió con más ganas al recordar uno de los trucos de ingeniería social que Max había llevado a la perfección en el Golden Nugget. Necesitaban entrar en una habitación de la quinta planta. Max esperó hasta ver un carrito en el pasillo, se metió en una habitación de servicio y se quitó toda la ropa. Se despeinó y caminó hacia el carrito de la camarera cubriéndose sus partes con las manos. Después de sobresaltar a la mujer, le explicó que había estado durmiendo y que al levantarse para ir al baño se había equivocado de puerta y había salido de la habitación, con tan mala suerte que la puerta se había cerrado tras él. La camarera, que no quería prolongar su encuentro con un hombre desnudo, le dio la llave magnética. Ya estaban dentro.

Lo que más gracia le hacía a Cassie era que una vez en la habitación Max tenía que vestirse y devolverle la llave a la camarera para completar la jugada, y como su ropa estaba escondida en el cuarto de servicio tuvo que ponerse la de su objetivo. El hombre que habían elegido era ligeramente más bajo que Max y muy delgado, pesaba al menos veinte kilos menos que él. Además era abiertamente homosexual y su manera de vestir lo anunciaba al mundo. Max se acercó de nuevo a la camarera por el pasillo, ataviado con una camisa rosa abierta hasta el ombligo y unos pantalones de cuero negro tan ajustados que no podía ni doblar las rodillas.

Cada noche, después de terminado su entrenamiento y antes de irse a dormir, Cassie volvía a enterrar el segundo juego de ganzúas y ponía un abrigo de invierno en la percha para ocultar los candados. Luego cerraba la cremallera del abrigo y devolvía la percha al armario del pasillo. No dejaba ninguna pista en su casa de actividades relacionadas con lo que estaba planeando, siempre consciente de que Thelma Kibble podía cumplir su amenaza de presentarse por sorpresa.

Sin embargo, nunca vio señal alguna de la presencia de Kibble. La agente de la condicional al parecer ni siquiera realizó una llamada de seguimiento a Ray Morales para preguntar por el comportamiento y la situación laboral de Cassie. Cassie suponía que sencillamente a la mujer le sobraba trabajo y que, a pesar de las palabras severas que le había dedicado, probablemente tenía decenas de casos complicados que merecían una visita más que el suyo.

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