Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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– ¿Viene un camión? -preguntó.

Ray siguió la mirada de ella hasta el albarán y asintió.

– El martes próximo. Cuatro Boxster, tres Carrera; dos de ellos cabrioléis.

– Bien, ¿ya sabes los colores?

– Los Carrera son blancos. Los Boxster vienen en ártico, blanco, negro y creo que amarillo. -Levantó el albarán y lo leyó-. Sí, amarillo. Estaría bien apalabrarlos antes de que lleguen. Meehan ya tiene un pedido para uno de los cabrioléis.

– Veré qué puedo hacer.

Ray le guiñó un ojo y sonrió.

– Esa es mi chica.

El tonito estaba presente otra vez. Y el guiño. Cassie supuso que Ray por fin se preparaba para cobrarse sus actos de beneficencia. Quizás había estado esperando una mala racha de ella para de este modo dejarle menos capacidad de maniobra. Cassie sabía que haría algún movimiento pronto y tenía que pensar en cómo manejarlo. Pero su cabeza estaba ocupada por cuestiones más importantes. Dejó al jefe en su despacho y se encaminó hacia el suyo.

Capítulo 3

Las oficinas del Departamento de Libertad Condicional y Servicios a la Comunidad de California se hallaban embutidas en un edificio gris de una sola planta de hormigón prefundido que se alzaba a la sombra del Tribunal Municipal, en Van Nuys. El anodino aspecto exterior parecía en sintonía con su propósito: la pausada reintegración en la sociedad de los reclusos.

El interior del inmueble seguía el ejemplo de los parques de atracciones en cuanto a control de la multitud; aunque en este caso los que esperaban no siempre estaban tan ansiosos por llegar al final de la fila. Los ex presidiarios se acumulaban como ganado en un laberinto de filas acordonadas que se doblaban una y otra vez llenando pasillos y salas. Había filas de convictos esperando para sellar, filas de espera para las pruebas de orina, filas de espera para entrevistas con los agentes de la condicional: filas en los cuatro cuadrantes del edificio.

Para Cassie Black la oficina de la condicional era más deprimente de lo que había sido la cárcel. En High Desert había permanecido en una suerte de éxtasis, como esos personajes de las películas de ciencia ficción que se sumen en una especie de hibernación después de un largo viaje de regreso a la Tierra. Así lo veía Cassie. En prisión respiraba, pero no vivía, se limitaba a sobrevivir con la esperanza de que el final de su condena llegaría más pronto que tarde.

Ésa ilusión en el futuro y el fervor de su constante sueño de libertad le permitieron superar cualquier depresión. Pero la oficina de la condicional era ese futuro. Era la cruda realidad de haber salido, una realidad sórdida, masificada, inhumana. Olía a desesperación e ilusiones perdidas, a ausencia de futuro. La mayoría de los que la rodeaban no lo conseguirían. Uno a uno irían volviendo de nuevo a la cárcel.

Era un hecho de la vida que habían elegido. Pocos lo conseguían, pocos salían con vida. Y para Cassie, que se había prometido a sí misma que sería una de las elegidas, la zambullida mensual en este mundo siempre la deprimía profundamente.

A las diez en punto del martes por la mañana, ya había sellado y se acercaba al final de la cola del pipí. Llevaba en la mano el recipiente de plástico sobre el que debería acuclillarse y llenar de orina mientras una oficial novata, apodada la bruja por la naturaleza de su misión de vigilancia, observaba para asegurarse de que era su propia orina lo que caía en el recipiente.

Cassie no miraba a nadie ni hablaba con nadie durante la espera. Cuando la fila se movía y la empujaban, ella se limitaba a dejarse arrastrar por la corriente. Pensaba en el tiempo pasado en High Desert, en cómo podía callarse cuando lo necesitaba y conducir aquella nave de regreso a la Tierra en piloto automático. Era la única manera de sobrevivir en la cárcel. Y también en aquella oficina.

Cassie se metió en el cubículo que su agente de la condicional, Thelma Kibble, llamaba despacho. Respiraba con menos dificultad, porque se aproximaba al final. Kibble era la última parada de la jornada.

– Aquí está ella… -dijo Kibble-. ¿Cómo te va ahí fuera, Cassie Black?

– Bien, Thelma. ¿Y tú qué tal?

Kibble era una negra obesa, cuya edad Cassie nunca había tratado de determinar. Su amplio rostro siempre mostraba una expresión agradable, y a Cassie le caía bien a pesar de las circunstancias. Kibble no era fácil, pero era legal. Cassie sabía que había tenido suerte de ser asignada a Kibble desde Nevada.

– No me puedo quejar -dijo Kibble-. No me puedo quejar en absoluto.

Cassie se sentó en la silla que había junto al escritorio, el cual estaba lleno de pilas de expedientes, algunos de ellos de dos dedos de grosor. En el lado izquierdo del escritorio había un archivador vertical con una etiqueta que ponía DAP y que siempre atraía la atención de Cassie. DAP significaba «devuelto a prisión» y los archivos allí guardados correspondían a los perdedores, los que volvían. El archivador vertical siempre parecía lleno y su presencia constituía un elemento disuasorio tan poderoso como cualquier otro del proceso de la condicional.

Kibble tenía delante el expediente de Cassie y estaba cumplimentando el informe mensual. Este breve cara a cara antes de que Kibble abordara las preguntas del cuestionario formaba parte del ritual.

– ¿Qué te has hecho en el pelo? -preguntó Kibble sin levantar la mirada de los papeles.

– Me apetecía un cambio y me lo corté.

– ¿Un cambio? Acaso estás tan aburrida que tienes que hacer cambios de repente.

– No, es sólo que…

Se encogió de hombros con la esperanza de cambiar de tema. Debería haber sabido que la palabra cambio pondría en alerta a una agente de la condicional.

Kibble giró levemente la muñeca para consultar su reloj. Era hora de seguir.

– ¿Va a haber algún problema con el pipí?

– No.

– Bien, ¿hay algo de lo que quieras hablar?

– No.

– ¿Cómo va el trabajo?

– Es un trabajo, supongo que va como van los trabajos.

Kibble enarcó las cejas y Cassie lamentó no haber seguido con los monosílabos. Había hecho saltar la segunda alarma.

– Te dedicas a conducir unos coches impresionantes -dijo Kibble-. La mayoría de los que entran aquí los lavan y no se quejan.

– Yo no me estoy quejando.

– ¿Entonces qué?

– Entonces nada. Sí, conduzco coches de lujo, pero no son míos. Los vendo. No es lo mismo.

Kibble levantó la mirada del expediente y se fijó un momento en Cassie. De las filas de cubículos surgía una algarabía de voces.

– Muy bien, ¿qué te preocupa, niña? No tengo tiempo para tonterías. Tengo mis casos difíciles y mis casos sencillos y me voy a cabrear si tengo que pasarte a los CE. No tengo tiempo para eso.

Kibble agarró una pila de gruesas carpetas para recalcar sus palabras.

Cassie sabía que CE significaba «control estricto». Ella estaba en observación mínima. Pasar a CE suponía más visitas a la oficina de la condicional, controles telefónicos diarios y más visitas de Kibble a su casa. La condicional se convertiría en una extensión de su móvil y Cassie sabía que no podría soportarlo. Se apresuró a levantar las manos para pedir calma.

– Lo siento, lo siento. No pasa nada, ¿vale? Es sólo que tengo… Estoy pasando una mala racha, ¿sabes?

– No, no lo sé. De qué racha estás hablando. Cuéntame.

– No puedo. No sé expresarlo con palabras. Siento que…, que cada día es como el anterior. No hay futuro porque todo es lo mismo.

– Oye, recuerda lo que te dije la primera vez que entraste aquí. Te dije que ocurriría esto. La repetición alimenta la rutina, y la rutina es aburrida pero te evita pensar y te mantiene alejada de los problemas. No quieres tener problemas, ¿verdad?

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