Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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– Claro que no, Thelma. Pero es como si hubiera salido de la cárcel, pero siguiera en la cárcel. No es…

– ¿No es qué?

– No lo sé. No es justo.

En uno de los cubículos, un convicto perdió los estribos y empezó a protestar en voz alta. Kibble se levantó para mirar por encima de las mamparas. Cassie no se movió, no le importaba porque sabía de qué se trataba: alguien iba a ir al calabozo mientras se decidía la revocación de su condicional. Cada día pasaba una o dos veces. Nadie se resignaba pacíficamente. Cassie había dejado de mirar esas escenas tiempo atrás, porque en ese lugar no podía preocuparse de nadie que no fuera ella misma.

Kibble no tardó en sentarse y centrar de nuevo su atención en Cassie, quien tenía la esperanza de que la interrupción hubiera logrado que la agente de la condicional olvidara de qué estaban hablando.

No tuvo esa suerte.

– ¿Has visto eso? -preguntó Kibble.

– Lo he oído. Con eso basta.

– Eso espero, porque a la mínima que la cagues podrías ser tú. Lo entiendes, ¿verdad?

– Perfectamente, Thelma. Sé lo que ocurre.

– Bien, porque no se trata de ser justo, por usar tus palabras. La justicia no tiene nada que ver aquí. Estás bajo el peso de la ley, encanto, y estás controlada. Me estás asustando, niña, y deberías asustarte a ti misma. Sólo llevas diez meses de una condicional de dos años, y no es buena señal que te pongas ansiosa a los diez meses.

– Lo sé, lo siento.

– Joder, hay gente aquí con condicionales de cuatro, cinco y seis años. Algunos incluso más largas.

Cassie asintió.

– Ya sé, ya sé, tengo suerte. Lo que pasa es que no puedo dejar de pensar en cosas, ¿sabes?

– No, no lo sé.

Kibble plegó sus gruesos brazos ante el pecho y se recostó en la silla. Cassie temió que ésta no aguantara el peso, pero era resistente. La agente la miró con severidad. Cassie sabía que había cometido un error al tratar de sincerarse con ella. En efecto, estaba invitando a Kibble a meterse en su vida más todavía, pero decidió que, ya que se había pasado de la raya, ya no importaba seguir hasta el final.

– Thelma, ¿puedo preguntarte algo?

– Para eso estoy aquí.

– ¿Sabes si hay algún…, algún tratado internacional o acuerdos para transferencias de condicionales?

Kibble cerró los ojos.

– ¿De qué coño estás hablando?

– De si podría vivir en Londres o en París.

Kibble abrió los ojos, negó con la cabeza y la miró estupefacta. Volcó el peso hacia adelante y la silla cayó ruidosamente.

– ¿Tiene esto aspecto de agencia de viajes? Eres una convicta, niña. ¿Lo entiendes? No puedes decidir que no te gusta estar aquí y decir: «Bueno, ahora probaré París». ¿Estás escuchando lo que dices? Esto no es un Club Méditerranée.

– Vale, sólo…

– Conseguiste la transferencia de Nevada, y fue porque tuviste la suerte de tener ese amigo en el concesionario. Pero eso es todo. Estás clavada aquí, niña. Durante al menos catorce meses, o puede que más si sigues por este camino.

– Vale. Sólo pensé que…

– Fin de la historia.

– Vale, se acabó.

Kibble se inclinó para anotar algo en el expediente de Cassie.

– No sé qué hacer contigo -dijo mientras escribía-. Debería ponerte un treinta cincuenta y seis, y ver si en un par de días te olvidabas de tanta tontería, pero…

– No tienes que hacerlo, Thelma. Yo…

– … están las celdas llenas.

Un 3056 era una suspensión de la condicional, una orden que ponía al sujeto bajo custodia hasta que se celebrara la vista para revocar la condicional. El agente podía retirar los cargos en el último momento y el preso quedaba en libertad. Entre tanto, la visita a los calabozos servía de advertencia. Se trataba de la amenaza más dura de que disponía Kibble y mencionarla bastó para asustar a Cassie.

– Estoy bien, Thelma, de verdad. Sólo estaba desahogándome un poco, ¿vale? Por favor, no me hagas eso. -Esperaba haber puesto un buen tono de súplica en su voz.

Kibble negó con la cabeza.

– Lo único que sé es que te tenía en la lista A, niña. Ahora, no sé. Creo que al menos voy a tener que pasar a hacerte una visita un día de éstos para ver de qué vas. Te lo advierto, Cassie Black, será mejor que tengas cuidado conmigo. No soy la Thelma gorda y vieja que en cualquier momento se va a caer de la silla. No soy alguien de quien te puedas reír, y si crees eso acabarás con estos chicos. -Pasó el extremo del bolígrafo por los bordes de los expedientes DAP que tenía a su izquierda-. Ellos te dirán que no soy alguien con quien se pueda jugar.

Cassie se limitó a asentir. Se fijó en la gruesa mujer durante un rato. Necesitaba distender el ambiente y que el rostro de Kibble recobrara la sonrisa, o como mínimo que desapareciera el ceño fruncido.

– Si vienes, Thelma, yo creo que te veré antes de que tú me veas.

Kibble la miró de inmediato, pero Cassie notó que su rostro se relajaba. La apuesta le salió bien, porque Kibble se tomó el comentario con buen humor, e incluso empezó a reírse entre dientes, lo cual provocó que sus anchos hombros y luego el escritorio se sacudieran.

– Bueno, ya veremos -dijo Kibble-. Te sorprenderías.

Capítulo 4

Cassie sintió que le quitaban un peso de encima al salir de las oficinas de la condicional. No sólo porque el suplicio mensual había pasado, sino también porque allí dentro había comenzado a conocer algo de sí misma. En su lucha en pos de una explicación de sus sentimientos a Kibble, había llegado a una conclusión esencial. Estaba esperando una oportunidad, y podía hacerlo a la manera de ellos o a la suya. La visita a la casa de Laurel Canyon no había sido la causa de esto, sino un simple revulsivo: gasolina para un fuego ya encendido. Había tomado una decisión clara y en esa claridad cabían sentimientos de alivio y miedo. El fuego estaba ardiendo con fuerza y en su interior empezaba a sentir que corrían hilitos de agua que se fundía del lago helado que durante mucho tiempo había sido su corazón.

Caminó entre los juzgados municipal y del condado y atravesó la plaza que quedaba frente a la comisaría del Departamento de Policía de Los Angeles en Van Nuys. Allí había una fila de teléfonos públicos, junto a las escaleras que conducían a la entrada de la comisaría en el segundo piso. Levantó el auricular de uno de ellos, echó una moneda de veinticinco centavos y una de diez y marcó un número que había memorizado hacía más de un año, cuando aún estaba en High Desert. Le había llegado en una nota escondida en un tampón.

Un hombre contestó al tercer timbrazo.

– ¿Sí?

Hacía más de seis años que Cassie no oía aquella voz, pero le sonó auténtica y familiar. Contuvo la respiración.

– ¿Sí?

– ¿Eh?, sí, ¿está…?, ¿está el señor Reilly?

– No, se equivoca.

– ¿Es la perrera Reilly? Estaba llamando al… -Leyó el número del teléfono en el que se hallaba.

– ¿Qué clase de estupidez es ésa? Esto no es ninguna perrera, tiene el número equivocado.

El hombre colgó, y Cassie hizo lo mismo. Entonces ella se volvió y caminó hasta un banco de la plaza situado a cinco metros de los teléfonos. Lo compartió con un hombre despeinado, quien leía un periódico tan amarillento que sin duda era de hacía meses.

Cassie esperó casi cuarenta minutos. Cuando el teléfono por fin empezó a sonar, se hallaba en medio de una conversación a una sola banda con el tipo despeinado acerca de la calidad del servicio de comidas en la prisión de Van Nuys. Se levantó y se apresuró a contestar, mientras el tipo le gritaba una última queja.

– Las hamburguesas eran tan duras que jugábamos a hockey con ellas.

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