Salió de la autovía en Ventura Boulevard y continuó hasta que vio una gasolinera con un teléfono público. Allí abrió el maletín y sacó el papel con membrete del Cleopatra que tenía escrito el nombre de Leo Renfro y su número de móvil. Debajo figuraba el nombre del contacto de Grimaldi en Los Angeles, pero Karch no tenía ninguna intención de llamarle. Bajo ninguna circunstancia iba a permitir que un desconocido -no importaba quién respondiera por él- tuviera información de sus negocios y actividades. Eso sería una estupidez, y él no tenía intención de volverse estúpido. Las mismas razones persuadieron a Karch de no utilizar sus contactos para seguir la pista de Leo Renfro y Cassie Black. Iba a hacer el trabajo sin dejar rastro.
Sorprendentemente, el listín del teléfono público estaba intacto. Karch lo agarró y empezó con las páginas blancas, por si se daba la remota posibilidad de que figurase la dirección de Leo Renfro. No figuraba. Karch buscó entonces las páginas comerciales hasta que encontró los anuncios de un servicio de telefonía móvil. En función del tamaño y la calidad de sus anuncios, hizo una lista de las compañías más importantes y sus números de atención. Entonces utilizó el borde del estante situado bajo el teléfono para romper un paquete de monedas de veinticinco centavos, que había comprado en la taquilla de cambio del Cleo, y realizó su primera llamada.
La llamada fue contestada por una máquina que ofrecía diversas alternativas. Karch eligió una y fue transferido a información de facturación, donde le hicieron esperar dos minutos antes de que una voz humana contestase.
– Gracias por llamar a L. A. Cellular, ¿en qué puedo ayudarle?
– Sí -dijo Karch-, tengo que dejar la ciudad por tiempo indefinido y quisiera cancelar el servicio de mi móvil.
Después de escuchar la charla de un comercial acerca de los servicios fuera de la zona, el representante de la compañía se puso a trabajar.
– ¿Nombre?
– Leo Renfro.
– ¿Número de cuenta?
– No lo tengo a mano…
– ¿Número de móvil?
– Ah, sí.
Karch miró el papel y leyó el número que Martin le había proporcionado a Grimaldi durante su interrogatorio.
– Un momento, por favor.
– Tómese su tiempo.
Karch oyó que tecleaban al otro lado de la línea.
– Lo siento, señor, no veo ninguna cuenta con ese nombre o…
Karch colgó e inmediatamente marcó el número de la siguiente compañía de la lista. Repitió la historia una y otra vez hasta que a la séptima llamada encontró la empresa correcta. Renfro tenía su cuenta con la compañía SoCal Cellular. Cuando la operadora obtuvo la información de la cuenta en el ordenador, Karch fue directo al engaño final.
– Voy a necesitar que me envíe la última factura a mi nueva dirección en Phoenix, si no le importa.
– En absoluto, señor. Déjeme primero que busque la pantalla de liquidación.
– Ah, disculpe.
– No hay problema, será un segundo.
– Tómese su tiempo.
Karch dejó que transcurriesen unos segundos y empezó de nuevo.
– ¿Sabe?, acabo de darme cuenta de que estaré de nuevo en Los Angeles al final de la semana que viene para cerrar algunos asuntos. Quizá necesite el teléfono entonces. Tal vez debería esperar y hacer esto después.
– Como usted quiera, señor.
– Pues bien…, esperemos entonces.
– De acuerdo, señor. ¿Quiere esperar también a cambiar la dirección?
Karch sonrió. Siempre funcionaba mejor cuando era la víctima quien daba pie al engaño.
– No, vamos…, ¿sabe qué?, quizá debería esperar. Van a reenviarme el correo desde mi vieja dirección de todos modos. Pero aguarde un momento, de golpe lo he olvidado, ¿a qué dirección envían la factura, a mi casa o a la oficina?
– No lo sé, señor. Cuatro mil Warner Boulevard número quinientos veinte. ¿Cuál es?
Karch no respondió. Estaba anotando la dirección.
– ¿Señor?
– Es la oficina. Entonces está todo bien. Dejémoslo tal cual está y ya me ocuparé la semana que viene.
– Muy bien. Gracias por llamar a SoCal Cellular.
Karch colgó el teléfono y volvió al coche. Buscó la dirección en el índice del plano-guía y comprobó que había acertado. La dirección estaba en la zona del código de área 818. Pero no pertenecía a Los Angeles, sino a Burbank. Puso en marcha el Lincoln y miró el reloj digital del salpicadero. Eran las cinco en punto. No estaba nada mal, se estaba acercando.
Un cuarto de hora más tarde, el Lincoln se hallaba frente a una empresa privada de servicio postal en el cuatro mil de Warner Boulevard. No estaba demasiado decepcionado. Habría resultado muy fácil y sospechoso que la dirección obtenida de SoCal Cellular le condujese directamente al domicilio de Leo Renfro.
Comprobó las horas de oficina indicadas en la puerta. El negocio cerraba en cuarenta y cinco minutos, sin embargo, otro cartel anunciaba que los clientes contaban con acceso de veinticuatro horas a sus buzones. Karch pensó un rato en qué hacer y decidió que probablemente Renfro sería de los que comprobaban el buzón después del cierre para evitar resultar familiar a los empleados. Fue esta idea la que de pronto le inspiró un plan de acción.
Karch entró en la tienda y vio que estaba dispuesta en forma de ele, con el mostrador al extremo de uno de los palos y las casillas postales a lo largo del otro palo. A la izquierda de la puerta había un mostrador con una grapadora, un rollo de cinta y diversos vasos de plástico llenos de bolígrafos, clips y gomas. Karch vio a un hombre trabajando en algo en el suelo, tras el mostrador. Sobre él había una persiana de seguridad que cerraba la parte interior de la tienda fuera de las horas de atención al público.
Karch miró a su izquierda y observó que los buzones eran de los de ventana muy pequeña, y sólo permitían ver si se había recibido correo. Enseguida encontró el número 520. Tuvo que agacharse para mirar en su interior. Había un sobre en el fondo. Miró de nuevo a su derecha: un espejo situado en la esquina superior permitía al dependiente ver los buzones, pero el hombre seguía bajo el mostrador, trabajando en algo.
Karch sacó una linternita de boli del bolsillo de la camisa y la encendió. Iluminó el interior del buzón 520 y leyó el anverso del sobre.
Estaba dirigido a Leo Renfro. No constaba remite en la esquina superior izquierda, pero sí unas iniciales. Se acercó más al cristal y trató de leerlas. Entonces se dio cuenta de que eran números: 773.
Como ya había una carta en el buzón, Karch pensó por un momento en si necesitaba proceder con su plan. Decidió seguir adelante. Si funcionaba, el plan tendría la ventaja añadida de confundir a su objetivo, dejándolo momentáneamente fuera de combate.
Karch rodeó la esquina del mostrador. Tras él había un hombre de veintipocos años que estaba echando bolitas de porexpán en una gran caja. Habló sin levantar la mirada de su trabajo.
– ¿En qué puedo ayudarle?
Este tipo de atención impersonal, que en Las Vegas veía continuamente, siempre molestaba a Karch. Esta vez, sin embargo, le agradó, porque no quería que el conserje le prestase excesiva atención.
– Necesito un sobre.
– ¿De qué tamaño?
– No importa. De tamaño normal.
– ¿Del número diez?
El dependiente dejó la caja que estaba rellenando y caminó hasta la parte posterior de la zona del mostrador. Había diversas cajas y sobres de varios tamaños junto a la pared. Debajo, estaba el material organizado en estantes según su tamaño. Karch observó los sobres y vio los del número diez.
– Sí, el diez está bien.
– ¿Acolchado o sin acolchar?
– Ah, acolchado.
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