Lanzó el pájaro por encima de la valla al jardín de un vecino. Cassie se preguntó si los tres colibríes muertos no serían el mismo, que el vecino devolvía a la piscina tirándolos otra vez por encima de la valla. No dijo nada. Quería que Leo retomase su relato.
Leo volvió a colgar la red en la valla y se acercó a Cassie.
– Así es como empezó. Acepté sesenta y cinco a cambio de cien cuando cobrara los trabajos. Pensaba en seis semanas como máximo. Uno era de diamantes, y eso siempre va rápido. Y el otro era un depósito de muebles italianos. Tenía a alguien en Pensilvania con eso y estaba pensando en seis semanas de tope en la operación. Iba a quedarme con doscientos mil y les debía cien mil a esos tipos. No estaba mal. La mayoría del dinero que necesitaba de ellos era para la información, porque la gente para la que trabajaba tenía su propio material.
Estaba paseando, contando demasiados detalles del plan, pero sin llegar a explicar lo que había ocurrido.
– Puedes saltarte todo esto, Leo. Léeme la última página.
– La última página es que los dos trabajos se fueron al carajo. La información sobre los diamantes era una mierda. Una estafa. Pagué cuarenta mil y el tipo desapareció. Y luego resultó que los muebles habían sido fabricados en Mexicali. Eran muebles de diseño falsos y las etiquetas de made in Italy tan poco auténticas como la mayoría de las tetas que ves en esta ciudad. No lo supe hasta que el camión llegó a Filadelfia y mi comprador echó un vistazo. Una puta mierda. Les dije que abandonaran el camión en una carretera de Trenton.
Hizo una pausa como si tratase de recordar algún otro detalle, luego agitó una mano en un gesto de resignación.
– Así fue todo. Debía a esos tipos cien de los grandes y no los tenía. Les expliqué la situación y fueron tan simpáticos conmigo como un juez del turno de noche con una puta. Pero cuando todo estuvo dicho y hecho pensé que había comprado algo de tiempo; sólo que ellos se fueron a vender mi deuda a otro.
Cassie asintió. Ya podía terminar el relato por ella misma.
– Vinieron otros dos tipos y dijeron que representaban al nuevo dueño del papel -dijo Leo-. Dejaron bien claro que el nuevo dueño era Chicago sin necesidad de decirlo. ¿Me entiendes? Me dijeron que teníamos que organizar un calendario de pagos. Acabé pagando dos mil a la semana sólo de intereses, para permanecer a flote. Me estaba matando. Todavía debía los cien mil, pero nunca iba a levantar cabeza. Nunca. Hasta que un día se presentaron con una propuesta.
– ¿Cuál?
– Me hablaron de este trabajo. -Señaló con la barbilla a la puerta corredera abierta para referirse al maletín que estaba en el escritorio-. Me dijeron que lo organizara con un tipo de Las Vegas y que si lo hacía quemarían el pagaré y todavía me quedaría una parte del botín.
Leo negó con la cabeza. Caminó hasta la mesa y las sillas situadas cerca del extremo poco profundo y se sentó. Se estiró hasta una manivela que accionaba el parasol de la piscina y éste se abrió como una flor en cuanto empezó a girarla. Cassie fue a reunirse con él y se sentó. Apoyó el codo izquierdo en su mano derecha.
– Así que obviamente sabían lo que había en el maletín -dijo ella.
– Quizá.
– Sin quizá. Lo sabían, si no no habrían sido tan jodidamente magnánimos contigo. ¿Cuándo vendrán a buscarlo?
– No lo sé. Espero una llamada.
– ¿Te dieron un nombre?
– ¿Qué quieres decir?
– Un nombre, Leo. El que compró tu pagaré.
– Sí, Turcello. El mismo nombre que estaba en el paquete del mostrador para ti. Se supone que es el tipo que recogió los trozos después de que cayera Joey el Marcas .
Cassie apartó la mirada. No conocía el nombre de Turcello, pero sabía quién había sido Joey el Marcas , el brutal hombre de la mafia de Chicago en Las Vegas, uno en una larga lista de despiadados hampones. Su verdadero nombre era Joseph Marconi, pero todos lo conocían como Joey el Marcas por los recuerdos que dejaba en las víctimas a las que abandonaba con vida. Cassie recordó que ella y Max se habían pasado un año atemorizados por el Marcas , que quería una parte de sus ganancias. En High Desert leyó en un diario que el Marcas había muerto en su limusina en un extraño tiroteo con el FBI y la policía en el aparcamiento de un banco de Las Vegas. Después de leer el artículo lo celebró, lo cual en la cárcel equivalía a tomarse un aguardiente de manzana en vaso de plástico y comprar un paquete de cigarrillos.
No sabía quién era el sustituto de Marconi, Turcello, pero supuso que si había llegado a esa posición sería un psicópata despiadado como el Marcas .
– Y ahora me has metido a mí en esto -dijo Cassie-. Gracias, Leo. Gracias por…
– No, te equivocas. Te protegí. No saben nada de ti. Yo acepté el trabajo y lo organicé. Como te dije, nadie conoce a todos los implicados. No te conocen y nunca lo harán.
La promesa de Leo no sonaba muy tranquilizadora. Cassie no podía seguir sentada mientras tenía la sensación de que toda su vida pasaba ante sus ojos. Se levantó, caminó hasta el borde de la piscina y observó el agua limpia y en calma. El brazo izquierdo le colgaba como un peso muerto.
– ¿Qué vamos a hacer, Leo? Si lo he entendido bien, la mafia de Chicago nos utilizó para robar un soborno que esos cubanos de Miami estaban haciendo a una tercera parte para comprar el Cleo. Estamos en medio de una guerra a punto de estallar. ¿Te das cuenta? ¿Qué vamos a hacer?
Leo se levantó y se le acercó. La abrazó con fuerza y le habló con voz pausada.
– Nadie sabe nada de ti. Te lo prometo. No lo saben y nunca lo sabrán. No tienes que preocuparte.
Ella se separó.
– Por supuesto que lo hago, Leo. Vuelve a la realidad, ¿quieres?
El tono de su voz silenció a Leo, quien levantó y bajó las manos en un gesto de rendición. Empezó a darse golpecitos con el puño en los labios. Cassie se paseó junto a la piscina. Después de un prolongado silencio, habló de nuevo.
– ¿Qué sabes de Buena Suerte?
– Ya te he dicho que no sé nada, pero haré algunas llamadas. -Tras otra larga pausa, Leo se encogió de hombros-. Quizá baste con que devolvamos el dinero y digamos que ha sido un error. Encontramos a un mediador que…
– Entonces tendremos a Chicago detrás de nosotros, Leo. A ese Turcello. Piensa, ¿quieres? No podemos hacer eso.
– Les diré que cuando entraste en la habitación anoche el maletín no estaba.
– Estoy segura de que se lo van a creer. Sobre todo, después de que el objetivo haya desaparecido de repente.
Leo volvió a dejarse caer en su asiento, bajo la sombrilla. Su rostro empezaba a reflejar un sentimiento de derrota. Hubo un largo silencio durante el cual ninguno de los dos miró al otro.
– A veces puedes robar demasiado -dijo Cassie, más para sí misma que para Leo.
– ¿Qué?
– Max solía decir que a veces puedes robar demasiado. Y nosotros acabamos de hacerlo.
Leo consideró la afirmación en silencio. Cassie se cruzó de brazos. Cuando habló su voz sonó decidida y raerte.
– Quedémonos con el dinero. -Esta vez miró directamente a Leo-. Con todo. Nos lo partimos y huimos, Leo. Más de un millón trescientos para cada uno. Es más que suficiente. A la mierda Chicago y Miami. Nos lo quedamos todo y salimos corriendo.
Leo ya negaba con la cabeza antes de que ella terminara de exponer su propuesta.
– Ni hablar.
– Leo…
– De ninguna manera. ¿Crees que puedes huir de esa gente? ¿Adonde vas a ir? Nombra un lugar en el que merezca la pena vivir donde no vayan a encontrarte. No existe. Te perseguirían hasta el fin de este puto mundo para demostrarlo. Mandarían tus manos a Chicago o Miami en una caja de zapatos y las pondrían en una vitrina en el buffet del domingo de los chicos listos.
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