Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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Cassie sacudió la cabeza y miró al cartel de la inmobiliaria una vez más.

– Claro, Leo. Lo que tú digas. Pero no olvides llamarme cuando decidas qué hacer con mi vida.

Cerró el móvil y lo desconectó, por si acaso Leo trataba de llamarla de nuevo. Mientras lo hacía, se le ocurrió de repente colarse en casa de Leo y llevarse su parte del dinero. El resto se lo dejaría a él para que hiciese lo que le viniera en gana. Sin embargo, aunque estaba enfadada con Leo, la idea la hizo sentirse culpable. Se sacudió ese pensamiento y se fijó de nuevo en la casa.

El marido, de pie al extremo de la mesa, estaba mirando a la calle. A ella. Dejó la servilleta y se levantó. Iba hacia ella, a preguntarle qué hacía enfrente de su casa. Cassie rápidamente metió la marcha y arrancó.

Capítulo 29

«Summer wind» era la canción por excelencia. A Karch siempre le emocionaba. Cada vez que sonaba en su cedé de grandes éxitos de Sinatra, tenía que darle al botón de Replay y escucharla de nuevo. Todos los temas del recopilatorio eran buenos, pero ninguno comparable a «Summer wind». Era la esencia de la clase. Lo mismo que Sinatra.

Karch ya había escuchado cuatro veces el cedé, mientras controlaba la fachada del Warner Post & Pack It desde el atestado aparcamiento de un bar llamado Presnick’s, a media travesía. Eran las once en punto cuando advirtió las luces de freno de un automóvil que se detenía: un Cherokee negro de unos cinco años. Era la segunda vez que pasaba a velocidad lenta junto a la tienda. Karch apagó el cedé y se preparó. Ya llevaba su mono negro, aunque en esta ocasión por un motivo distinto. Las mangas estaban decoradas con precinto grueso de distintos tamaños, que había cortado de antemano. Sacó de su maletín un completo equipo de seguimiento por satélite. Reunió las herramientas que iba a necesitar y salió del Lincoln después de abrir el maletero. De ahí sacó una camilla acolchada de mecánico, luego cerró el automóvil y caminó a paso ligero hacia Warner Boulevard.

Warner Post & Pack It era un edificio de una planta, situado en una larga fila de inmuebles de similares características, todos ellos construidos casi hasta el límite de la propiedad, dejando un margen de no más de un metro entre una construcción y la vecina. Karch se escondió entre dos paredes, muy cerca del servicio postal. El hueco tenía medio metro de ancho y, a lo largo del tiempo, había sido usado principalmente como lugar para dejar la basura. Karch se metió entre una cantidad de desperdicios que casi le llegaban a la rodilla: sobre todo botellas y bolsas de comida rápida arrugadas. El olor invasivo de la orina se añadía a las características del lugar. Su entrada en esa oscura grieta propició que algunas criaturas ocultas se dispersaran ruidosamente por los escombros para refugiarse más adentro.

Karch se retiró un metro de la abertura y esperó a resguardo de la luz directa de la calle. Estaba seguro de que el Cherokee regresaría y que Leo Renfro sería el conductor. Lo que Karch tenía que hacer a continuación lo había hecho muchas veces en otros casos, pero nunca tan deprisa como debería hacerlo en esta ocasión. Supuso que dispondría de menos de un minuto para completar la instalación. No cabían retrasos ni errores posibles.

El sonido de un coche que se aproximaba se filtró en el escondrijo. Karch se agazapó y mantuvo la camilla levantada a modo de escudo. Aunque Renfro mirase entre los edificios, resultaba casi imposible que detectase a Karch, a no ser que se detuviese por completo y enfocase con una linterna hacia la oscuridad.

El coche pasó despacio, y poco después Karch oyó que se paraba junto al servicio postal. Avanzó lentamente hacia la esquina del edificio contra el que se hallaba apoyado y, al asomarse, vio que, efectivamente, el vehículo estacionado junto al bordillo era el Cherokee, todavía con el motor en marcha y las luces encendidas. Karch se refugió de nuevo en su grieta y aguardó. Sabía que podía salir y secuestrar a Renfro en ese mismo momento, pero acometerle en plena calle era demasiado arriesgado y, algo más importante, Renfro no era su objetivo. La prioridad era el dinero. Y para conseguirlo tenía que seguir a Renfro a su casa, al lugar en que se sentiría más seguro. Karch sabía que allí encontraría los dos millones y medio o, en su defecto, una pista hacia Cassie Black.

El motor del Cherokee se apagó. Karch se apretó contra la pared, preparado para entrar en acción. Sintió que el estuco se le clavaba en la espalda. Se dobló hacia adelante para escuchar y la puerta del coche se abrió y luego se cerró de nuevo. Oyó pasos que se movían con rapidez sobre el asfalto y volvió a mirar a hurtadillas: un hombre de unos cuarenta y cinco años y complexión delgada metía una llave en la puerta delantera del Warner Post & Pack It.

Después de abrirla, el hombre miró calle arriba, hacia la izquierda, y luego hacia la derecha. Karch salió de su escondrijo al oír que la puerta del local se cerraba, y cruzó hasta la acera donde se hallaba el Cherokee. Acuclillado detrás del vehículo y a través de la ventana del servicio postal, observó que el hombre se aproximaba a los buzones y se agachaba en la zona donde se hallaba la casilla 520. Karch supo que tenía a su hombre. Era Leo Renfro.

Encendió su linterna de boli y se la metió en la boca. Entonces puso la camilla en el suelo y se tumbó boca arriba. Se agarró de la parte inferior del parachoques y se introdujo debajo del coche. Ya había hecho una instalación en un Cherokee antes, y no esperaba tener problemas, a pesar del escaso espacio y la elevada temperatura; su pecho se frotó con los bajos grasientos en varios puntos y tuvo que mantener la cara ladeada para evitar arañarse o incluso quemarse con los tubos del sistema de escape.

Sacó el receptor de satélite y el transmisor CelluLink del bolsillo derecho del mono: ambos eran pequeños artilugios cuadrados que había unido con una cinta, junto con un pequeño cabo de antena para la conexión celular. La base del receptor era un potente imán. Karch se alzó y conectó los dispositivos a los bajos del coche, justo debajo del asiento del conductor. Aunque el imán parecía sostenerse con firmeza, él siempre lo suplementaba para asegurarse. Arrancó dos grandes trozos de precinto de su brazo derecho y los utilizó para amarrar los dispositivos al carenado del Cherokee.

Utilizando el taladro de Cassie Black, preparado para amortiguar el ruido, fijó rápidamente el cable de tierra a la carrocería con un tornillo autorroscador. Entonces rodó hasta el bordillo y trató de ver algo a través del vidrio de la oficina postal, pero el ángulo era malo y no pudo localizar a Renfro ni calcular cuánto tiempo le quedaba.

Se empujó de nuevo hacia el centro y tiró del tubo de cables que recorría el carenado inferior. Cortó el plástico protector con un cúter y rápidamente sacó un manojo de cables y los manipuló hasta encontrar uno rojo, el color que indicaba que conducía de forma permanente energía de la batería a la parte posterior del automóvil, probablemente a la luz del maletero. El extremo del cable del receptor GPS tenía un conector de pinza. Cerró éste en el cable rojo y luego tiró hacia abajo hasta notar que cortaba la funda aislante y tocaba el hilo. Miró el receptor y vio el leve brillo del piloto rojo bajo la cinta aislante.

No tenía tiempo de volver a poner los cables en su lugar, de modo que pasó inmediatamente a la última pieza de la instalación: la antena GPS. Sacó el pequeño disco del bolsillo izquierdo y empezó a desenrollar el cable. En cuanto conectó éste al receptor oyó que se abría la puerta de la tienda. Le dio la vuelta a la linterna ocultando el haz de luz en el interior de la boca. Esperó.

La puerta se cerró y Karch observó que los pies de Renfro se movían en dirección al Cherokee. Karch quiso soltar una maldición, pero sabía que tenía que mantenerse en silencio. Continuó desenrollando el cable de la antena.

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