Se metió en el Lincoln, dio marcha atrás y se alejó. Vio que Johnny lo miraba desde el aparcamiento.
Karch se detuvo en Magnolia Boulevard, encendió la luz interior y sacó de la guantera el libro de frecuencias de la Asociación Nacional de Fuerzas del Orden. Le había comprado el ejemplar a Iverson por quinientos dólares. Enumeraba todas las agencias del orden federales, estatales y locales y las frecuencias de transmisión de radio que tenían asignadas. Impreso en letras grandes en la parte superior de cada página ponía: «Para uso exclusivo de las fuerzas del orden». Karch se había reído la primera vez que lo había visto.
Encontró en la lista el Departamento de Policía de Burbank y pinchó las tres frecuencias de patrulla que tenía asignadas en el escáner montado detrás del salpicadero. Programó un barrido repetido y se dispuso a escuchar. Si la pareja con la que se había complicado había llamado a la policía, necesitaba saberlo.
Las cosas parecían tranquilas en Burbank para ser jueves por la noche. Un par de disputas domésticas fueron puestas en conocimiento de las unidades y luego llegó el aviso del aparcamiento del bar Presnick’s. Había sido denunciado como un asalto y amenaza con arma de fuego.
– ¡Mierda! -gritó Karch.
Descargó un puñetazo contra el volante y miró su reloj. Era casi medianoche. Sabía que no estaba lejos del aeropuerto. Podía llegarse y tratar de encontrar otro juego de placas de matrícula, pero se estaba haciendo tarde y sabía que tenía que salir de Burbank. Puso el coche en marcha y condujo hasta alcanzar una calle residencial. Dobló por ella y avanzó una manzana antes de detenerse. Apagó las luces, buscó bajo el asiento las auténticas matrículas del coche y salió con el destornillador eléctrico. Al cabo de un minuto volvió con las matrículas falsas en la mano. Las ocultó bajo el asiento y arrancó el coche. Avanzó una manzana antes de volver a encender los faros.
Se dirigió hacia el oeste y no volvió a detenerse hasta que hubo salido de Burbank y estuvo bien metido en North Hollywood. Escuchó una descripción de sí mismo emitida por la policía local y no pudo reprimir una sonrisa. La descripción se pasaba por diez años y veinte kilos, el resto era tan genérico que no importaba. El número de matrícula que proporcionaban era exactamente el mismo que el de las placas ocultas bajo su asiento, pero se habían equivocado con la marca. Lo describieron como un Ford LTD. Karch encendió un cigarrillo y trató de tranquilizarse. Burbank no iba a suponer ningún problema.
Era medianoche, y Karch pensó que ya había transcurrido el tiempo suficiente para que Leo Renfro hubiera llegado a su destino. Aparcó en el estacionamiento de un supermercado abierto las veinticuatro horas llamado Ralph’s. Acababa de abrir su receptor QuikTrak cuando sonó el busca. Comprobó el número y vio que se trataba de Grimaldi. Decidió no llamarle, e incluso desconectó el aparato: no quería que volviera a sonar en un momento inoportuno.
Karch cargó el software QuikTrak y tecleó una orden solicitando el archivo histórico de movimientos del transmisor situado bajo el coche de Leo Renfro. Un plano de la zona norte de Los Angeles apareció en pantalla con una línea roja que mostraba el recorrido del vehículo. Karch había acertado. Leo Renfro había dado una larga vuelta por el valle de San Fernando, conduciendo en círculos y realizando varios giros de ciento ochenta grados. El ordenador reveló que el transmisor permanecía estático desde hacía doce minutos. Renfro se había detenido. El programa situaba el vehículo en Citrón Street, en Tarzana.
– Allá voy, Leo -dijo Karch en voz alta.
Arrancó el Lincoln y salió del estacionamiento para dirigirse a Tarzana.
No tuvo dificultades en localizar el Cherokee. Estaba aparcado en el sendero de entrada de una casita, en Citron. Al pasar, Karch se preguntó por qué Renfro no lo había metido en el garaje. Continuó conduciendo en torno al edificio, en busca de algo inusual o sospechoso, y cuando se sintió seguro aparcó a media manzana de distancia. Volvió a pasar los brazos por las mangas del mono y se subió la cremallera. Sacó la Sig Sauer de la funda y le ajustó el silenciador. Luego echó a andar calle abajo, dejando el Lincoln sin cerrar por si acaso tenía que escapar a toda prisa.
Antes de aproximarse a la casa, Karch se tumbó en el suelo junto al Cherokee y se metió debajo para recuperar su equipo de satélite. Lo arrancó de la chapa y soltó los cables. Después fue a la parte posterior del vehículo para recuperar la antena de disco y guardar todo en el buzón situado a la entrada del sendero. Ya lo recogería más tarde, cuando volviera al Lincoln. Caminó hasta el garaje, intrigado por la decisión de Renfro de aparcar a la vista, y alumbró con su linterna de boli a través de una de las ventanitas de la puerta. El garaje estaba lleno hasta arriba de cajas de champaña. Supuso que se trataba de mercancía robada y se preguntó si valdría la pena el esfuerzo de llevarse el cargamento completo y venderlo. Quizá pudiera cedérselo a Vincent Grimaldi a cambio de un buen pellizco.
Descartó la idea y se concentró en la tarea que tenía ante sí. Cruzó ante la fachada de la casa y la recorrió por la izquierda, en busca de alguna señal que revelase que Renfro tenía perros. Las alarmas no le preocupaban. La gente que trabajaba al margen de la ley casi nunca tenía alarmas, porque no quería ningún sistema de seguridad que pudiera llevar a la policía a su puerta.
A mitad de la pared lateral de la casa había un portón de madera. Karch lo escaló sin dificultades y saltó. Iluminó el césped y el lecho de arbustos que se extendía al otro lado. No había excrementos de perro en ninguna parte, ni señal de que algún animal escarbara en las plantas. Apagó la linterna y continuó avanzando hasta el jardín trasero; la luna brillaba y no necesitaba más luz.
Al doblar la esquina posterior de la casa, Karch vio el brillo azulado de la superficie de una piscina. En cuanto empezó a avanzar, pegado al muro negro, oyó que se abría una puerta corredera. Retrocedió como pudo hasta la esquina y buscó una posición que le permitiera controlar la parte de atrás. Un hombre traspasó el umbral de la puerta corredera y caminó hasta el borde de la piscina. Era el hombre del servicio postal. Renfro miró el agua y Karch vio una aspiradora automática que se movía lentamente por el fondo. El hombre levantó entonces la mirada y pareció contemplar la luna. Karch abandonó su posición y levantó la pistola.
Renfro no lo oyó en ningún momento debido al rumor de fondo de la vecina autovía. Karch apoyó el cañón en la nuca de Renfro. Éste se tensó, pero eso fue todo. La gente como él espera sentir la fría boca de una pistola en la nuca antes o después.
– Bonita noche, ¿eh? -dijo Karch.
– Estaba pensando en eso -dijo el hombre-. ¿Tú eres el as de corazones?
– El mismo.
– Miré, pero no te vi.
– Eso es porque no estaba. Llevas una década de retraso, Leo. Instalé un GPS en tu coche. No tenía que seguirte.
– Cada día se aprende algo.
– Puede ser. Vamos a hablar adentro. Manten las manos donde yo pueda verlas.
Karch agarró a Renfro por el cuello con un brazo y mantuvo la otra mano con la pistola en su espalda. Se encaminaron hacia la casa.
– ¿Hay alguien más dentro?
– No, estoy solo.
– ¿Estás seguro? Si encuentro a alguien lo mataré.
– No lo dudo, pero no hay nadie.
Entraron en el despacho a través de la puerta corredera. Karch vio el escritorio en un extremo de la habitación, una de cuyas paredes estaba cubierta con más cajas de champaña. Karch empujó bruscamente a Renfro hacia el escritorio y se separó de él. Cerró la puerta corredera sin dejar de mirarlo.
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