Michael Connelly - Luna Funesta

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C. Black desea cerrar su historial delictivo para siempre. Trabaja en un concesionario de automóviles de Los Ángeles, pero un hecho inesperado le obliga a jugárselo todo a una carta. Necesita dar un golpe final que le permita realizar el último sueño. Para ello recurre a Leo Renfro, un amigo de los viejos tiempos que le propone participar en un gran robo en Las Vegas. Cassie cree que con su experiencia como ladrona de guante blanco logrará salir airosa de la operación.

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Cassie oyó el ruido ensordecedor del disparo y notó un ligero tirón en la peluca cuando la bala atravesaba su falsa cabellera. Sintió la quemazón de la pólvora y los gases de la descarga en el cuello y las mejillas. Saltó hacia Paltz y agarró la pistola con las dos manos, luego se dio la vuelta sobre él hasta casi quedar sentada en su regazo. Le levantó la mano con la que él sostenía la pistola y le mordió con todas sus fuerzas, movida no por el miedo, sino por la rabia.

Paltz gritó y soltó la pistola. Cassie la agarró y rodó lejos de él. Apuntó al rostro del tipo desde una distancia de medio metro con la pistola: una Glock de nueve milímetros.

– Estúpido, hijo de puta -gritó-. ¿Quieres morir en esta puta furgoneta?

Paltz jadeaba y esperaba que el dolor de sus testículos se aliviara. Cassie se llevó una mano a la cara y se recorrió la piel en busca de sangre. Estaba segura de que el disparo no le había dado, pero siempre había oído decir que a veces ni siquiera te das cuenta de que te han dado de refilón.

Estiró el brazo y comprobó que tampoco tenía sangre en la mano, aunque no por eso dejó de maldecir en voz alta. El estúpido intento de robo de Paltz lo complicaba todo. Trató de pensar con claridad, pero le zumbaba el oído y le picaba la garganta a consecuencia de la quemadura superficial.

– ¡Túmbate! -ordenó-. ¡Al suelo, violador de mierda! ¡Tendría que meterte esta pistola por el culo!

– Lo siento -gimió Paltz-. Estaba asustado. Yo…

– ¡Qué coño! Túmbate en el suelo, boca abajo. ¡Ahora mismo!

Paltz se arrodilló poco a poco y luego apoyó el torso en el suelo.

– ¿Qué vas a hacer? -gimoteó.

Cassie colocó un pie a cada lado de su cuerpo, se agachó y apretó la boca de la pistola en la nuca de él. Amartilló el arma y el sonido hizo que los hombros de Paltz se estremecieran.

– Eh, Jersey, qué te parece, ¿quieres que te la chupe ahora? ¿Crees que se te va a levantar?

– Oh, Dios…

Cassie observó los cubos de equipo y herramientas que había en la furgoneta. Sacó una brida para sujetar cables de uno de ellos y ordenó a Paltz que pusiera las manos a la espalda. Él obedeció y Cassie advirtió que una de las terminales de la pistola aturdidora le había dejado una marca de quemadura en el dorso de la mano. Pasó la brida de plástico por las muñecas y a través del cierre, apretando con fuerza, hasta el punto de cortarle la piel. Entonces dejó la pistola en el suelo de la furgoneta y agarró más bridas para atarle las piernas y los tobillos.

– Espero que tengas bastante chile, cabrón. Va a pasar un tiempo hasta que repitas.

– Tengo que mear, Cassie. Me he bebido dos cervezas mientras te esperaba.

– Yo no voy a impedírtelo.

– Joder, Cassie, por favor, no me hagas esto.

Cassie agarró un trapo de uno de los cubos, se dejó caer de rodillas sobre la espalda de Paltz y se inclinó hasta su oído.

– Recuerda que esto ha sido cosa tuya, cabrón. Ahora voy a hacerte una pregunta y será mejor que me des una buena respuesta porque está en juego tu vida. ¿Entendido?

– Sí.

– ¿Voy a encontrarme a algún colega tuyo esperándome cuando abra esta puerta?

– No, nadie.

Ella levantó la pistola y apoyó con fuerza la boca del cañón en la mejilla de él.

– Será mejor que no me engañes. Si abro la puerta y veo a alguien, voy a vaciar el cargador en tu puta cabeza.

– No hay nadie. Estoy solo.

– Entonces abre bien la boca.

– ¿Qué…?

Cassie le metió el trapo en la boca y lo silenció de inmediato. Cruzó dos bridas y se las pasó alrededor de la cabeza y la boca abierta para mantener la mordaza en su lugar. Los ojos de Paltz se abrieron como platos cuando ella tensó las bridas.

– Respira por la nariz, Jersey. Si respiras por la nariz no te pasará nada.

Cassie sacó las llaves de la furgoneta de la trabilla del pantalón de Paltz, se apartó de él y extrajo una bolsa de deporte negra del interior de su mochila. La desplegó y empezó a llenarla con los objetos de la maleta.

– Muy bien, el trato es éste -dijo-. Nos llevamos tu furgoneta y yo voy a trabajar.

Paltz trató de protestar, pero la mordaza le hacía farfullar.

– Genial, Jersey. Me alegra que estés de acuerdo.

Una vez transferido todo a la bolsa, se colgó la mochila de un hombro y se acercó a la puerta corredera. Apagó la luz del techo y luego abrió la puerta con una mano mientras empuñaba la pistola en la otra.

No había nadie. Saltó de la furgoneta, agarró la bolsa de deporte y cerró la puerta con llave, todavía con la pistola en la mano. El aparcamiento estaba lleno de coches, pero no vio a nadie esperando en ninguno de ellos ni vigilando desde las inmediaciones.

Abrió la puerta del conductor y, antes de subir, extrajo el cargador de la Glock y dejó que las balas cayeran al asfalto. Luego, sacó la bala de la recámara y lanzó la pistola y el cargador al tejado plano del Aces and Eights.

Se metió en la furgoneta, arrancó y salió del aparcamiento. Advirtió que había un agujero en la radio del salpicadero. La bala disparada por Paltz había atravesado la división de contrachapado y se había incrustado allí. Esto le recordó el ardor en el cuello y la mejilla. Encendió la luz interior y se miró en el espejo. Tenía la piel enrojecida y llena de manchas, como si tuviese urticaria.

A continuación consultó su reloj. El jueguecito de Paltz la había retrasado. Apagó la luz y puso rumbo a las luces de neón del Strip, cuyo brillo se veía desde la distancia.

Capítulo 12

Koval Road corría paralela a Las Vegas Boulevard y ofrecía un acceso más sencillo a los garajes situados tras los grandes complejos del siempre atestado bulevar, al que todo el mundo conocía como el Strip. Cassie pasó junto al Koval Suites, el edificio que alquilaba apartamentos por meses y en donde ella y Max habían mantenido en una ocasión un piso franco, y dobló hacia el garaje adjunto al casino y el complejo del Flamingo. Cassie nunca aparcaba en el estacionamiento del casino del objetivo y el del Flamingo quedaba cerca de las salas de juego de la zona central del Strip. Aparcó la furgoneta de Paltz en el tejado del garaje de ocho plantas, porque sabía que allí habría menos coches y, por tanto, menos posibilidades de que encontraran a su pasajero atado y amordazado. Prefirió no utilizar el ascensor, y bajó por las escaleras hasta la pasarela que conducía al casino.

Entró por la puerta trasera del Flamingo, con la mochila negra al hombro y la bolsa de deporte a un costado, y atravesó el casino hasta llegar a la puerta principal. En el camino se detuvo brevemente en una de las tiendas del vestíbulo para comprar un paquete de cigarrillos, por si tenía que hacer que se disparara una alarma de incendios, y un paquete de cartas de recuerdo con las que pasar el rato mientras esperaba que el objetivo se durmiera. Al salir, cruzó Las Vegas Boulevard y luego caminó las dos manzanas que la separaban del Cleopatra.

Cassie dejó atrás las piscinas en una cinta que llevaba a los jugadores hasta la entrada del casino. Reparó en que no había ninguna cinta transportadora que condujera a los jugadores del casino hasta la calle después de que hubieran perdido su dinero.

Las paredes de la fachada del Cleopatra estaban llenas de jeroglíficos, los cuales mostraban figuras de antiguos egipcios con tocado que jugaban a cartas o tiraban los dados. Cassie se preguntó si los dibujos tenían alguna justificación histórica, claro que nada en Las Vegas la tenía.

Más allá de los dibujos, las paredes estaban dedicadas al Club Cleo: fotografías de los más afortunados del año anterior. Cassie advirtió que muchos de los ganadores posaban delante de la tragaperras que les había dado el premio y sonreían de un modo que hacía suponer que ocultaban dientes que les faltaban. Se preguntó cuántos habrían invertido el dinero en un dentista y cuántos lo habrían vuelto a tirar a las máquinas allí mismo.

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